La Blancanieves hispana de Pablo Berger
Por Juan Prieto
Después de estrenarse con éxito en el Festival de cine de Toronto, de proyectarse en el marco de la Selección Oficial del Festival de San Sebastián, donde fue recibida con enorme beneplácito y tras arrasar en la vigesimosexta edición de los Premios Goya, en los que cosechó diez estatuillas, que incluían, entre otros rubros, Mejor Película y Guión Original, Blancanieves, de Pablo Berger, fue elegida por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España para representar al país como mejor película de habla no inglesa en los premios Óscar. Sin embargo, al tiempo que los elogios al segundo largometraje del joven director bilbaíno se multiplicaban y se traducían en copiosas ofertas de distribución, comenzaban a desgajarse, aquí y allá, voces hilarantes que, ignorando sus méritos artísticos, emplazaban a los públicos a boicotearla. El motivo: durante el rodaje se habían picado y banderilleado varios utreros que fueron, aseguraban, sacrificados en los chiqueros de la plaza.
Y es que Pablo Berger decidió escenificar el clásico de los hermanos Grimm en la España de los años veinte, concretamente en Andalucía, y transfigurar a sus personajes en arquetipos de aquella Iberia de “charanga y pandereta”, esa que aborrecían los noventayochistas y que algunos catalanes han querido extirpar, sin éxito, de las ramblas Barcelonesas. Así, en la personalísima versión de Berger, Blancanieves (Sofía Oria/Macarena García) no es la hija de un Rey sino de un matador de toros (Daniel Giménez Cacho), su madre no es ya la candorosa reina de yemas sangrantes sino una exitosa cantadora (Irma Cuesta) y la madrasta, una bellísima hechicera en la versión original, es una enfermera que no acabará desquiciada por la belleza de Blancanieves sino por su fama (Maribel Verdú). La fama, huelga decir, de un torero, que en la España de aquellos años era capaz de eclipsar a cualquier otra. Para rematar, Berger convierte a los enanos de los hermanos Grimm en un entrañable grupo de feriantes de carromato.
La apuesta de Berger parecía una insensatez. No sólo porque encarnó a su protagonista en un mundo y una figura sordamente vilipendiados, sino porque decidió filmar en blanco y negro e inscribir la película dentro del género silente. La ecuación perfecta para condenar el proyecto a la pesadilla eterna de las antesalas. Sin embargo, con un tesón encomiable, Pablo Berger esperó casi siete años hasta que, finalmente, asociado con Ibon Comenzana y Jerome Vidal y con el apoyo de Arcadia Motion Picture, pudo comenzar a rodarla en el verano de 2011.
Desde su estreno en sala comerciales españolas, en septiembre del año siguiente, no fueron pocos los que señalaron que la cinta de Berger ocupaba ya un lugar privilegiado en la historia del cine español, al lado de cintas como Viridiana (Luis Buñuel, 1961), El verdugo (Luis García Verlanga, 1963), Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956), Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) o El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973).
Pero ¿qué explica la extraordinaria acogida de Blancanieves? Se trata, de entrada, de una película difícil de clasificar. Es un melodrama salpicado por guiños surrealista a la manera del mejor Buñuel pero también de un relato que, sin traicionar la narrativa del cuento clásico, cincela un bello homenaje al cine mudo europeo de los años veinte (Dreyer, Murnau, Grance). El resultado: una película con una enorme fuerza expresiva en la que Berger, haciendo invisibles las costuras gracias, en buena medida a unas elipsis memorables, transita con asombrosa facilidad por el drama, la comedia y el humor negro. Todo esto apuntalado en la bellísima fotografía de Kiko de la Rica, por la potente banda sonora de Alfonso Villalonga, y por un reparto de verdadero lujo, en el que destacan el debut de una fresquísima Macarena García, la presencia de la sempiterna Ángela Molina, una muy eficaz Maribel Verdú y un excepcional Daniel Giménez Cacho.
La estética de la película, poblada, como ya dijimos, de guiños a la tradición cinematográfica europea, descansa también en la capacidad que su director tuvo al recrear algunos de los resortes más íntimos del mundo de los toros, mismos que lo emparentan con los clásicos taurinos de Carlos Velo (Torero, 1956), Ladislao Vadja (Tarde de toros, 1956), y Francesco Rosi (Il momento della verità, 1965).
Incomprensiblemente desechada por el Comité de Selección de los Oscar, Blancanieves (muy superior a la bella pero anodina The Artist, 2011) se estrenará en México este mes de agosto. Sus distribuidores, entusiastas del trabajo de Berger pero temerosos de un fracaso taquillero, han decidido ir a las salas únicamente con veinte copias. Un pena, sin duda.