por Maria Fernández Aragón
Como si fuera un juego de niños
Lo que la realeza representa para algunos países europeos —aun en pleno siglo XXI— o la dinastía Kennedy en el contexto de la política estadounidense, es en muchos sentidos igual a lo que significa la familia Makhmalbaf para el cine iraní. Una institución, conocida por todos, admirada por muchos, censurada varias veces en su país de origen y con amplio reconocimiento internacional desde hace tiempo. Como una muestra entre tantas: en la cinta Close-Up (Nema-ye Nazdik, 1990) de Abbas Kiarostami, un obrero se hace pasar por Mohsen Makhmalbaf, el gran patriarca del clan, para entrar en una casa bajo el pretexto de estar filmando su más reciente película. Así de familiar resulta este nombre para sus compatriotas.
Además del padre y fundador de la escuela que lleva su nombre, el clan se completa con Marzieh Meshkini, madre, guionista y directora (Los niños del fin del mundo, 2004); Samira, la hija pródiga, guionista, productora y directora, la más joven del mundo en haber participado en la sección oficial del Festival de Cannes con The Apple (1998); Maysam, hijo, editor, fotógrafo y director, y, quien ahora nos interesa, Hana, la hija menor nacida en 1988. Todos por igual manifiestan tener una aguda sensibilidad para abordar temas de innegable relevancia social, como la pobreza, la discriminación sexual, el terrorismo y la violencia, la falta de educación o el abandono, y los narran con un enorme sentido poético. Sólo así, pienso, es posible mirar al fondo del abismo sin perder la esperanza.
Caminito de la escuela
En Buda explotó de vergüenza —título que Hana tomó prestado de una frase frecuentemente repetida por su padre—, el guión de la madre adquiere forma definitiva en las tomas de la hija pequeña. La historia, con su cándida simpleza, tiene el sello Makhmalbaf. En la escena de apertura vemos, sin mayor preámbulo, cómo los talibanes hacen explotar las esculturas de Buda excavadas en la roca de las montañas. En los huecos que se formaron viven varias familias, en condiciones de pobreza extrema.
Bakhtay (Noruz), una perspicaz escuincla de seis años que vive en esas cuevas de la montaña, quiere ir a la escuela con Abbas (Alijome), su vecino. Quiere aprender el alfabeto para leer historias agradables e ingenuas como las que hay en los libros que lee Abbas. Sin embargo, todo es adverso. No tiene dinero para comprar útiles escolares, se topa una y otra vez con rostros indiferentes que no quieren o no pueden ayudarla, se equivoca de escuela, entra de polizón en una clase... y luego es sorprendida en el camino por una horda de improvisados pequeños talibanes que la aprehenden para lapidarla junto con otras niñas a las que también tienen presas y sometidas en una gruta.
Esta secuencia, a la mitad del relato, deja en claro las ideas políticas del filme, bastante explícitas en todo caso. Con una clara metáfora, Hana apuesta por cargar la historia de sentido, aunque esto signifique restringir el campo de la poesía. Al igual que su hermana Samira, utiliza la monumentalidad del paisaje para acentuar con mayor contundencia los conflictos cotidianos de sus personajes. Sin embargo, en otros momentos opta por un discurso más directo, que haga llegar el mensaje sin dilaciones, sin la posibilidad de que se pierda entre alguna desviación poética.
Como lo representan los niños en su juego —que por momentos da la impresión de no ser tan inofensivo como uno esperaría—, la situación de Afganistán después de la intervención norteamericana no ha mejorado. La represión pervive en la mentalidad de sus habitantes, y eso difícilmente puede ser erradicado con balas, minas antipersonales y ataques aéreos. Al contrario, pareciera incluso como si se hubiera enraizado con más fuerza en la árida idiosincrasia del pueblo, que deambula por los desiertos sin rumbo fijo.
Los niños, aborrecibles, no son sino un nítido eco de lo que han hecho los adultos y de quienes ellos obedientemente han aprendido, no en las aulas, sino en sus casas. Pero no son los victimarios que uno podría pensar, a partir de la estructuración del drama —ellos toman a Bakhtay como prisionera—; sería injusto, tomando en cuenta su edad, considerarlos así. En realidad ellos también son víctimas de las perversiones fundamentalistas y del contexto de privaciones y sucesivos odios irracionales en el que fueron educados.
Oxígeno para la mente
Dos notas comunes se pueden leer en las cintas recientemente producidas por los Makhmalbaf. Por una parte, hay un énfasis en la situación del país vecino, donde la familia de cineastas permaneció una buena temporada, emprendiendo proyectos de ayuda humanitaria y descubriendo en la vida cotidiana lo que han significado las sucesivas invasiones de rusos, talibanes y norteamericanos en este lugar. Gracias a esa estancia es que pueden hablar sobre lo que pasa ahí con mayor soltura y, además, esquivan así la censura que padecen en Irán, donde no les resulta nada fácil continuar creando películas.
Por otra parte, se percibe también una visión insistente en el rescate de la educación, no como si eso representara una posible puerta hacia una mejor forma de vida —es evidente que una formación más completa en muy poco o en nada les ayudará a tener una vida más desahogada, más segura o más plena—, sino sólo entendiéndolo como oxígeno espiritual. Es una genuina aspiración a que la nutrición intelectual compense el resto de sus groseras limitaciones. Podemos bien recordar lo que hiciera Samira en Blackboards (2000), donde un grupo de maestros recorre peligrosos caminos patrullados por helicópteros, cargando sus pizarrones en la espalda, en búsqueda de alumnos a los cuales educar. O también en At Five in the Afternoon (2003), donde al centro del relato nos presenta a una mujer ávida de conocimientos.
Hana ha incursionado en donde su familia ya había hecho grandes avances. Si quizá el resultado resulta no tan sorprendente como anteriores producciones de los Makhmalbaf, sólo hay que recordar que la película que estamos viendo fue hecha por una adolescente de 19 años.