De entrada, no entendía las razones que pudo tener Steven Spielberg para realizar Caballo de guerra. Me queda claro que debe haber tenido sus motivaciones (casi podría decir que sus móviles), y aún –al verla en pantalla– me llena de desconcierto: no se me ocurre qué puedo decir de un filme que se presenta tan fuera de lugar, tan fuera de época. Puedo referirme a los detalles de producción, a la relación simbiótica que se ha generado a lo largo de los años entre Spielberg y su productor Kathleen Kennedy, la pátina casi hierática en el trabajo de los actores (una indicación dada a partir de películas de época –con la guerra como trasfondo– producidas hace cuarenta o cincuenta años, como El puente sobre el río Kwai, 1957), el arrebato místico en sus miradas (en cuanto a su humanidad revelada), la minuciosa puesta en escena que transgrede su sustrato realista para sublimarse –pictórico– en un patrón sobrepuesto de motivos (pastos altos sembrados de cadáveres o de fuerzas armadas enemigas, el negro de las alambras y empalizadas de la tierra de nadie adornada por los mínimos copos de nieve que se dejan caer) y los caballos –sobre todo, los caballos– en cuya mirada y comportamiento se deja sentir el aura sobrenatural de un vínculo, una trascendencia hecha en la tierra en carrera sobre el lomo de un corcel: el recuerdo añorado de cuando fuimos centauros.
Spielberg no se refiere directamente a sus motivos en las entrevistas que ha ofrecido al respecto de Caballo de guerra. Habla del trabajo de los actores (encabezado por una Emily Watson que sirve como alegoría de la madre tierra, del hogar, de la patria), de los distintos castings que hizo mientras se decidía a darle el papel principal al debutante Jeremy Irving, o la recomendación hecha por Kathleen Kennedy de que viera la puesta en escena delirante de Caballo de guerra, adaptada por Nick Stafford a partir del libro de Michael Morpurgo, aclamado autor para niños inglés (los caballos en escena son botargas con un diseño coreográfico que trasciende –verbigracia de la simulación verista– sus límites).
El entusiasmo de Spielberg por Caballo de guerra no se hizo esperar. No bien había visto la puesta, ya estaba en trabajos de producción a principios del año pasado. Quiero creer que, prendado de una historia tan llena de candor (y por tanto, tan épica y conmovedora) se lanzó a la empresa de recrearla a partir de los recursos visuales aprendidos de sus maestros (sobre todo David Lean, pero también Stanley Kubrick) y entregarse a representarla con todo el afán lírico que cabe en el imaginario recurrente (casi se diría que omnipresente) de su infancia pospuesta, donde el cine de guerra todavía trata del honor y la hermandad. Donde el cine de guerra todavía no es una épica gore; donde todavía hay más muerte que sangre (es de una belleza conmovedora el campo sembrado de jinetes y caballos muertos por las ametralladoras de los alemanes). Se trata de una pérdida de la inocencia. La guerra nunca será igual.
La historia es la de un muchacho inglés que se prenda de un potro apenas ha nacido (somos testigos de su nacimiento después de unas cuantas tomas panorámicas de la campiña inglesa hechas en helicóptero) y su relación filial de hombre y bestia, separados por la necesidad y la guerra. Es un melodrama de vieja guardia, donde sus protagonistas se ven trascendidos por su destino y por la carga alegórica y arquetípica que traen a cuestas. La relación originaria e indefinible del hombre y el caballo, la separación de la que son víctimas y cómo solo al encontrarse de nuevo tendrán un sentido: es una historia de amor. Caballo de guerra es flagrante en su modernidad (la verdad no es relativa, es un absoluto); la exhibe –como el listón insignia del padre del muchacho, veterano de la Guerra de los Bóeres– como una prenda recobrada.
Spielberg es un veterano en materia de cine bélico. El caótico patrón testimonial que llena la primera secuencia de suSaving Private Ryan (1998) es referencia obligada en su trazo exacerbado para representar el desembarco en Normandía. Produjo también, con mucho éxito –junto con Tom Hanks– dos épicas televisivas sobre la participación estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. Es por esto mi pregunta por una película tan candorosa después de lo minucioso de su violencia de videojuego de sus anteriores.
El terreno que se extiende aquí es el de la Gran Guerra, conocida en algún momento como la Guerra que terminaría con todas las guerras. Los grandes planos que la llenan son tapices tan bellos como dolorosos; la muerte es un motivo necesario, que se manifiesta estoico, tamizada en su brutalidad por el paisaje mismo que la guarda: está el fracaso de la ofensiva a caballo de los ingleses en contra de los alemanes que corta de tajo con toda grandeur bélico decimonónico o el fusilamiento de dos jóvenes desertores alemanes, rápido y expeditivo.
Esta Francia recorrida por ingleses y alemanes se convierte en el trasfondo de las vicisitudes de un pura sangre, una bestia que nació para correr y que aprendió a tirar arados y cañones. Esta Francia recorrida es una Francia imaginada. En la puesta teatral y la novela, las vivencias del muchacho y el caballo se tienden de manera paralela. Richard Curtis (quien comparte créditos de guión con Lee Hall) se empecinó en que fuera una película sobre el caballo y se omitieran las evoluciones del muchacho después de la separación, a la mitad del filme. Será hasta que se vuelven a encontrar en las trincheras que se intuya el destino del muchacho, reclutado como soldado, dispuesto a seguir el camino de su animal. La decisión de Curtis permite apreciar esa proyección hacia delante del animal, quien no extraña lo perdido sino se adapta a cada nueva circunstancia. El encuentro es apoteosis sensiblera, una promesa cumplida, casi un contrapunto al afán meticuloso de la escena donde dos soldados enemigos liberan al corcel del alambre de púas que lo tiene atrapado; a pesar de los grandes logros visuales, le pesan más a Spielberg los lugares comunes de su corazón.
Es una película sobre caballos, literalmente; las bestias muestran una claridad emocional a cuadro arrebatadora, una sensibilidad abrumadora –según testimonio del propio director– a lo que se esperaba de ellos en pantalla. Son caballos que la hacen de caballos, retratados por el multipremiado fotógrafo Janusz Kaminski, quien se permite compartir el espíritu de un estado visual idílico llevado con templanza, en la esperanza –siempre– de un mundo mejor. Es franca en su necedad, te llevará a las lágrimas en su fe por el destino manifiesto que encarnan todos sus personajes.