Ve aquí nuestra Entrevista con Bruno Dumont (Camille Claudel 1915)
Por Alfonso Flores-Durón y M. (@SirPon)
Debería ser imperioso que, a partir de estos días, cualquier joven mexicano, latinoamericano, con intenciones de hacer cine contemplativo, revise con esmero, con absoluta atención, Camille Claudel 1915, el filme más reciente de Bruno Dumont, uno de los directores de cine que en los últimos años se ha ganado, con merecimientos de sobra, el título de maestro. Aprenderían que no es suficiente con activar la cámara (de cine o de video) para dejar que la máquina haga el trabajo que un buen número de ellos es incapaz de crear. Que el cine no debe ser como gran parte del arte contemporáneo; no puede hacer prevalecer el concepto (concreto) sobre el contenido (abstracto). El cine debe explicarse a sí mismo, en sí mismo; lo que vemos en pantalla debe decirnos, conmovernos, movernos a la reflexión sin necesidad de que el realizador tenga que articular verbalmente –o el critico de cine, cómplice, interpretar- lo que aquél fue incapaz de plasmar cinematográficamente en la pantalla.
Bruno Dumont ha establecido, desarrollado y consolidado su carrera observando detalladamente aspectos de la psicología humana que pocos se han interesado en explorar; y desde ángulos que, definitivamente, apenas se han examinado. Lo ha hecho, además, estableciendo sin cortapisas una personalidad propia; una voz singular producto de una reflexión personal, y una forma de formularla que sólo puede obedecer a la necesidad misma de expresarla de la única manera en que debe hacerse, más que a la búsqueda artificiosa de un sello. Pocos diálogos, énfasis en las miradas, situaciones apremiantes, respuestas inusitadas a éstas, rostros peculiares, complejidades existenciales, violencia soterrada y palpable, física y mental, escenificación de una realidad que parece asediada por fulgores oníricos y mucho más a partir de los resultados que la dinámica de interacción de tales circunstancias ofrece. Un trabajo riguroso para encontrar la manera óptima de desplegar un discurso a través de una historia minuciosa en detalles proclives a desatar encrucijadas morales, que inspecciona la naturaleza de personajes atípicos y pone en juego la confluencia de tales elementos diversos en un contexto que erupciona y descompone el estado que prevalecía hasta entonces en la vida de los retratados. Mucha observación, siempre aguda y apremiante, enmarcada en un entorno convertido en campo minado.
Camille Claudel 1915 es el ejemplo más acabado de una propuesta que en el camino se ha erigido en estilo único. Pese a algunas modificaciones en el armazón de su obra, esta película contiene los ingredientes sustanciales de su trabajo fílmico.
En primera instancia, parecería, Dumont se ha alejado del terreno que mejor conoce y domina, en el que ordinariamente se encuentran posicionadas las huellas de su peculiaridad: historias concebidas por su imaginación; interpretaciones centrales (y periféricas) encomendadas a actores no profesionales (salvo en el caso de 29 Palms); significancia y repercusión del espacio exterior, del paisaje en el desenvolvimiento de la trama y del comportamiento de los involucrados en ella; estallido de la violencia en el momento en que no es posible contenerla ni un momento más, por mencionar algunas. En Clamille Claudel 1915, el autor francés, confiado en el control alcanzado sobre el ejercicio de su oficio -que ha convertido en arte-, desplegado a lo largo de las seis películas previas que conforman su filmografía, opta esta vez por abordar una historia real, que sucedió y está documentada (y que además es protagonizada por una artista famosa); para encarnarla recurre no sólo a una actriz profesional, sino a una de las intérpretes más célebres del cine de los últimos 20 años, Juliette Binoche; y elige retomar un período en la vida de Claudel en el que la mujer estaba proscrita, confinada al sofocamiento existencial que es enfatizado por una cotidianeidad vivida primordialmente entre paredes y techos.
Pero pese a esas importantes diferencias respecto a las características habituales de su cine, Camille Claudel 1915 preserva la esencia de lo que es fácilmente distinguible como el estilo dumontiano –por cierto, tan homenajeado en el cine contemporáneo, incluso por cineastas encumbrados, como el mexicano Carlos Reygadas- y, es más, aun con las modificaciones explicadas, ahonda en su naturaleza. Un contexto concreto, la maestría actoral de Binoche, y la cercanía constante a un rostro y un cuerpo capaces de expresar hasta el mínimo impulso emocional, le permiten a Dumont penetrar hasta los recovecos más recónditos del interior de un ser humano; una profundidad a la que previamente no había accedido.
La película se centra en recoger apenas unos cuantos días (durante 1915) en la vida de Camille Claudel, exitosa escultora, hermana mayor del célebre poeta y dramaturgo francés, Paul Claudel, durante su estancia, reclusa, en un manicomio cerca de Avignon. Camille, nos enteramos a partir de alguno de los escasos diálogos integrados en la película, ha vivido ya durante una larga temporada en el psiquiátrico y está desesperada por salir de él, por recobrar una libertad que, siente, le fue injustamente arrebatada, y deposita buena parte de su ilusión al encuentro que, es avisada, en unos días tendrá con Paul. Espera que su intercesión sea decisiva para finalmente lograr su liberación.
Camille casi no habla. Más bien observa. Tanto a sus compañeros de encierro, como a las monjas encargadas de cuidarlas, y con especial atención a todo lo que la rodea: paredes, piso, ventanas y lo que está del otro lado de ellas. También sus ojos registran con detenimiento, dentro de la capilla, a Jesús Crucificado, a quien le pide, le implora, le exige, acaso sin demasiada convicción, le permita recuperar su independencia. Por momentos, Camille se desplaza por el manicomio en aparente serenidad, mirando incluso compasivamente a los enfermos de la mente, y es fácil para el espectador pensar que no encaja en el lugar, que no tiene nada que ver con las otras personas de rostros deformados, que babean, que gritan, que se mueven de forma grotesca y que son incapaces de articular mensajes verbales. Camille se expresa con propiedad, es discreta, muy bella y acomedida con los demás. Pero no se necesita que exista una provocación mayor para que la artista sufra ataques coléricos, ofuscamientos a la razón, y hasta delirios. Si ni para una mente sana debe ser sencilla la convivencia en un entorno como ése, para una razón lastimada, sulfurada, su permanencia ahí puede, es claro, resultar aún más nociva. No la vemos pasando largos ratos a solas, disfrutando de tiempo para sí misma; siempre hay alguien alrededor: vigilándola, sólo contemplándola, interrumpiendo sus reflexiones o sencillamente desquiciándola.
Camille Claudel es un personaje típico de Dumont, de esos que cargan adoloridos una convulsión interna en búsqueda permanente de su válvula de escape, cualquiera que ésta sea. Después de haber aprendido su oficio y su arte con Rodin, Camille se convirtió en su musa, su modelo y también su amante. Aprendió a desarrollar su propio estilo, adquirió prestigio por sus méritos, pero el que Rodin nunca la hubiera elegido como su mujer, le atizó un sacudimiento psíquico y emocional tal que trastocó sensiblemente su discernimiento y, eventualmente, permitió a su familia sentirse en la necesidad de enclaustrarla.
Bruno Dumont observa con detenimiento y fruición a un ser que se complace –y labró su nombre artístico– en el arte de la observación. La consagración proviene de la mirada para este realizador (como nos lo compartió cuando lo entrevistamos por el estreno de Hors Satan), y en Camille Claudel 1915 venera la acción de mirar; la suya, como realizador, y la de su protagonista, como artista y como mujer. Resultaría ocioso sopesar si el rostro escudriñado hubiera sido de una actriz no profesional le habría permitido al director extraerle tanta información y turbación interna como pudo hacerlo con Juliette Binoche. Lo relevante es que el fruto obtenido gracias a la colección de recursos artísticos, del dominio que Binoche posee para manejar su cuerpo y cara, y reaccionar a los momentos de convivencia espontánea con los otros intérpretes (que en realidad son personas que padecen de sus facultades mentales y, por tanto, suelen actuar de formas difíciles de predecir) se proyecta con tremenda fidelidad en la pantalla de cine. Es irrebatible que el talento excepcional de esta figura de la actuación resulta medular para el triunfo artístico del filme. Su incrustación en un ámbito en el que no termina de embonar, dada la condición del resto del elenco, es un acierto toral, que permite dimensionar –hasta el grado en que el cine lo permite- la aflicción que Camille tuvo que soportar para subsistir en el ambiente que vivió los últimos 30 años de su vida, hasta su muerte. Queda a debate, por otro lado, que la decisión de Dumont de utilizar, o recurrir a personas con deficiencias mentales, sin su autorización razonada, para participar en un proyecto de esta naturaleza pueda ser tachada de explotación, incluso a pesar del cuidado con que parece tratárseles y la forma en que, en todo momento, evita colocarlos en situaciones que se presten a la ridiculización.
No obstante el breve lapso de tiempo en el que se desarrolla la historia en pantalla, termina siendo suficiente para que Dumont consiga, a través de su austeridad estilística, de sus elecciones de los momentos idóneos a recrear, de una fotografía aséptica (a cargo de Guillame Dessfontaines, en 35 mm.), internarse en la mente, y también en el alma, ambas turbulentas y confundidas, de la escultora. Le gusta hacer partícipe al espectador, a través del enigma, del misterio, de la forma en que el tiempo opresivo, en la inacción, se deja sentir sobre sus personajes. De por sí la cordura es un filamento delicado, proclive a estallar en cualquier momento; en un manicomio, cada acto ligeramente desajustado a los caprichos de la normalidad adquiere una dimensión desproporcionada. El corto circuito de la locura queda exhibido ante los ojos de la razón que, se supone, está amaestrada.
SPOILER ALERT
El filme sólo abandona el recinto psiquiátrico para mostrar la preparación del viaje de Paul (Jean-Luc Vincent) al encuentro de Camille. Paul, un hombre de conceptos, de valores, reflexiona con severidad respecto al estado en que se encuentra su hermana. De camino a verla, hace una escala para platicar con un sacerdote, a quien le cuenta cómo cambió su vida –se convirtió en un católico fervoroso– a partir de la lectura de la poesía de Rimbaud. Al llegar al manicomio y encontrarse con Camille, no obstante la alegría de ésta al tenerlo enfrente y la confianza que, le manifiesta, tiene depositada en él para socorrerla en su intento por abandonar ese lugar, Paul es implacable. No muestra piedad ni compasión, en lo absoluto, ante las súplicas de Camille. Su actitud aniñada no despierta en él deseo alguno por protegerla. Podemos conjeturar –a partir del intercambio verbal entre ambos que sugestivamente Dumont elige rescatar para su trama-, que a Paul le parece que el tremendo sufrimiento de Camille es un castigo merecido por la forma disipada en que llevó su vida hasta hacerla colapsar. Para él, Camille debe permanecer en el asilo, pese a las pruebas que señalan está capacitada para reincorporarse a su vida anterior –inclusive la recomendación del doctor a cargo del lugar apunta en ese sentido- y que su permanencia ahí sólo deterioraría aún más su frágil salud mental.
FIN DEL SPOILER
A Bruno Dumont le intriga tremendamente el papel que ocupa la religión en la vida del hombre. De una u otra forma está presente en buena parte de su filmografía. Dumont la entiende como un ceremonial que ha ido perdiendo conexión con las necesidades del hombre y la espiritualidad, uno de sus principales activos, para él se encuentra con mayor naturalidad en el campo del arte. Es fácil distinguir en su cine ecos (en fondo y forma) del de Bresson, y Dumont reconoce su admiración por el maestro; empero, no duda en trazar una desemejanza sustancial: mientras para aquél, católico, la respuesta era la religión, para él, agnóstico, la contestación es el arte. El arte, nos explicó en aquella entrevista que que le hicimos, modifica la realidad. Nos habló de Rodin y de cómo los elementos extraordinarios en el arte (las manos sobredimensionadas de sus esculturas, por ejemplo) llaman la atención y conmueven, y eso es lo que él intenta; incrustar lo extraordinario dentro del ámbito de lo ordinario. Binoche, en este caso, se convierte en ese ser fuera de lo común en el contexto que el filme retrata, y cuya singularidad resalta al grado en que en cada gesto, en cada mueca, Dumont radiografía la apabullante soledad de una mujer que sufre y cuyo sufrimiento representa, a fin de cuentas, el de toda la humanidad. Todos estamos solos y desde ese destierro íntimo es que debemos encarar el mundo.
Con base en lo anterior, insiste Dumont, es fundamental devolver al arte la espiritualidad que le otorgue el valor que normalmente tiene la religión, para que pueda terminar de ocupar su sitio en el mundo actual. Con Camille Claudel 1915, es nítido, ha llevado un paso más allá ese discurso que viene tejiendo desde que inició su obra cinematográfica (enfáticamente en Hadewijch y Hors Satan): pone al espectador definitivamente del lado de Camille, la artista, la iconoclasta, la rebelde, la libre de espíritu, la afligida por encima de Paul, el pensador, el rígido, conservador, estricto, intransigente, incluso incongruente con la caridad cristiana que pregona. De forma deliberada Dumont elige una historia real, con personajes tipo, para dejar claro su punto. Una (con la que pasa gran parte del filme) representa la apertura, el doloroso conocimiento de uno mismo a través de experimentar la vida en toda su pasional entrega. El otro (a quien apenas vemos en unas cuantas secuencias) simboliza la contención, la necesidad de un guía externo cuyas directrices suelen contraponerse con cuanto nos dictan los sentidos. El trabajo de las monjas dentro de la película, si bien compasivo, entregado y piadoso, es silencioso, casi espectral. Terminan siendo sombras que no inciden en la disyuntiva fundamental entre Camille y Paul, entre el arte y la religión. Ese duelo en el que, para Dumont, se juega el destino de la trascendencia humana y en el que él, abiertamente, ha sentenciado en celuloide su elección de bando.