Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)
Después de J.C. Chávez (2007), documental acerca de la figura del boxeador sonorense, y Abel (2010), largometraje de ficción sobre la manera en que el comportamiento de un niño es afectado debido a la ausencia paterna, el actor mexicano, Diego Luna, incursiona por tercera ocasión como director con César Chávez (2014), filme que rastrea los esfuerzos y motivaciones del activista y líder campesino en Estados Unidos. La película se concentra en el periodo que comprende de 1962 hasta 1970; desde la fundación de la Unión de Trabajadores Campesinos (UFW, United Farm Workers) –sindicato que fusionó dos grupos: la AWOC, dirigida por el filipino, Larry ltliong, y la NFWA, liderada por Chávez–, sus intentos por lograr que los productores de uva accedieran a otorgarle mejores salarios a los campesinos, hasta el boicot de uva que encabezó en EE.UU. en contra de la compañía productora Victore en 1967.
El actor de Y tu mamá también (2001) es fundador, al lado de Gael García y Pablo Cruz, de Canana, productora y distribuidora de cine que a finales del año pasado anunció una expansión en Estados Unidos para crear y difundir contenidos fundamentalmente orientados a la comunidad hispana. César Chávez, filmado en Sonora hace un par de años, es el filme ideal para cumplir con su objetivo en ambos lados de la frontera, pues recupera una figura de origen latino, un hombre casi olvidado por la historia contemporánea, y lo convierte en un icono inspirador para todos los que se sientan aplastados por la aparente invencibilidad de EE.UU.
Aunque el filme omite detalles biográficos (el alistamiento de Chávez en la Marina o la admiración hacia la figura de Gandhi) que podrían ayudar a tener un mejor conocimiento del personaje histórico, Diego Luna entiende que su ficción no depende de la repetición puntual y escrupulosa del pasado, sino de la recuperación de éste para explorarlo y, más significativo aún, para hacerlo dialogar con el presente.
A modo de introducción, mientras se muestra a los trabajadores agrícolas en los campos de cultivo, la voz en off de César Chávez (Michael Peña) relata cómo su familia, procedente de Arizona y ante las consecuencias de la Gran Depresión, tuvo que trasladarse a California, un extenso territorio que representaba una tierra de oportunidades. Sin embargo, aquello era sólo una ilusión; había más habitantes que empleos. César trabajó desde los 12 años recogiendo cosechas de zanahorias, algodón, uvas y lechugas. Fue testigo de las injusticias, indignidades y malos tratos que recibían los campesinos; los agricultores empleaban contratistas para vigilar a los trabajadores, pero muchos de ellos eran codiciosos y los estafaban. Gran parte de los sucesos relatados se sitúan en los alrededores de Delano, una comunidad dedicada a la agricultura en el Valle Central de California, donde Chávez comenzó a organizar a los trabajadores con el apoyo de su esposa, Helen (America Ferrara), y su aliada, Dolores Huerta (Rosario Dawson), proponiendo reuniones y pláticas, así como la distribución de panfletos informativos.
Estos esfuerzos tenían la intención de dar a conocer los derechos de los trabajadores y convencerlos de unificarse para una lucha común: mejores salarios (ganaban 2 dólares al día) y óptimas condiciones de trabajo (les prohibían el consumo de agua potable, por ejemplo). La contraparte de Chávez es representada a lo largo del filme por Bogdanovich (John Malkovich), un productor de uva que busca transferirle su negocio a su hijo (Gabriel Mann), y que no está dispuesto a ceder ante las demandas y peticiones de los migrantes –a pesar de que él mismo es uno de ellos, sólo que procedente de Croacia–. El desprecio hacia los campesinos era una actitud que, en aquel momento, también respondía a una especie de paranoia ante el amenazante contexto de la Crisis de los misiles de 1962.
La película es el retrato de un firme defensor de la protesta pacífica, un hombre que se “rompió” la espalda desde niño con la intención de alimentar a su familia –primero a sus padres y hermanos; después, a esposa e hijos–. Chávez anhelaba un cambio social sin el uso de la violencia. De esta manera, convocó y realizó una marcha de casi 480 kilómetros (300 millas) desde Delano hasta Sacramento. También soportó una huelga de hambre de 25 días. Se ganó la admiración del senador Robert Kennedy (Jack Holmes) y la enemistad del entonces gobernador de California, Ronald Reagan, y la del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, que no dudaron en considerar como “inmorales” los actos de boicot de uvas con los que presionó a los productores. Ambos políticos son mostrados en pietaje original, en blanco y negro, procedentes de noticieros de la época.
Chávez luchó incansablemente en contra de la discriminación, permaneciendo humilde y con un perfil muy bajo, sin protagonismos, y con el temple necesario para no entrar en provocaciones. Michael Peña encarna la determinación, el idealismo y el espíritu afable de Chávez; interpreta al activista con voz suave, carismático y que, a diferencia de otros líderes sociales como Martin Luther King o Nelson Mandela, no era quizá un orador brillante, pero la fuerza de su mensaje –no el artilugio y decoro de sus palabras y discursos– y el compromiso que asumió por mejorar la vida de los trabajadores, lo volvieron una persona de confianza, un símbolo de esperanza, un héroe terrenal.
Diego Luna cae en la deificación de su personaje y elabora una especie de hagiografía. No sólo vemos al Chávez líder, sino también al mártir; aquella figura cuasidivina que sufre y se sacrifica por el resto de la comunidad. El resultado: un hombre inspirador, de moral incorruptible, un ejemplo de fortaleza a seguir, sobre todo entre aquellos que permanecen aplastados por el poder, que se sienten abandonados y solos pero que comparten con miles su condición vulnerable y que, si dejaran de victimizarse y se unieran con sus semejantes, se harían fuertes y poderosos. Está claro por qué Luna hizo a un lado los aspectos negativos del verdadero Chavez, por ejemplo, el descuido y desatención que sufrieron sus siete hijos más pequeños. Y por qué (a diferencia de lo que sucede en Abel) sacrificó la exploración del tema del abandono del padre, solamente expuesto a través de las reprimendas, consejos y diálogos ríspidos con el hijo mayor, Fernando (Eli Vargas).
Aunque la familia de Chávez, específicamente Paul (su hijo más joven), estuvo muy involucrada en la elaboración del guión –otorgaron información y comentaban sobre lo ya escrito–, éste es el punto débil del filme. Los guionistas, Keir Pearson (Hoterl Rwanda, 2004) y Timothy J. Sexton (Libertador, 2013), resumen rápidamente la lucha de Chávez para entregar una conclusión satisfactoria de acuerdo a los estándares de la industria de Hollywood. Una fórmula que Luna, probablemente, tomó de Gus Van Sant cuando actuó bajo la dirección del cineasta norteamericano en Milk (2008), filme biográfico sobre el activista Harvey Milk y su lucha a favor de los derechos de la comunidad homosexual. Aunque sólo resulta anecdótico que ambos tienen como escenario el estado de California, Diego Luna recupera la intención de Van Sant al retomar a un líder social y construirlo como un hombre que –mediante discursos y acciones– busca darle esperanza a las minorías, a los marginados. En ambos filmes hay una constante presencia de pietaje de archivo, así como el uso de lemas significativos dentro de los discursos (el “sí se puede” de Chávez” y el “quiero reclutarlos” de Milk), el sentido de solidaridad para crear una comunidad, y el alejamiento de sus seres queridos por una serie de desatenciones (Milk con sus parejas, interpretadas por James Franco y Diego Luna; Chávez, con sus hijos).
En lo que más se parece es en el armado, en los esquemas: se intercalan hazañas públicas con disputas privadas, para crear tensión y engrandecer el climax. Chávez discute con su hijo, quien le recrimina por qué todo tiene que convertirlo en una lección de vida, posteriormente se muestran las acciones de organización (pláticas con los campesinos en Delano) encabezadas por el líder, y finalmente el arribo del sheriff, una autoridad que lo encara para, amenazantemente, preguntarle los motivos de sus reuniones. A diferencia de Milk, donde el protagonista, interpretado por Sean Penn, es también la voz narrativa que guía al espectador a través del tejido histórico, en César Chávez, no hay una voz narrativa, pero sí el manejo de intertítulos que funcionan para situar temporal y espacialmente los sucesos narrados a lo largo del filme.
Los personajes de Helen y Dolores Huerta, las principales aliadas del protagonista, no son explorados; ellas sólo son empleadas para condimentar la lucha de Chávez. No hay momento alguno cuando los pequeños conflictos se expandan; los principales acontecimientos son fácilmente resueltos y se perciben apresurados. En repetidas ocasiones, hay escenas intrigantes que se centran en las la disensiones dentro del movimiento por la cuestión de las tácticas no violentas. Y ahí, en los momentos de mayor tensión, se transita a otra situación, o incluso a otro espacio (puede ser la panorámica de uno de los campos de cultivo o cualquier otro escenario rural), para que las pugnas queden sin resolverse.
En términos visuales, el filme propone un constante manejo de close-ups de la gente del campo; son los rostros sudorosos, fatigados, de piel morena, que están dispuestos a realizar las labores que otros desdeñan, y que en la política y en el cine de Hollywood han sido casi invisibles. En los momentos de mayor tensión, recurre al común recurso de la cámara trémula, que se muestra tambaleante para sentirse mucho más presente e involucrar al espectador en la angustia de los personajes.
Más que en su hechura, la aportación del filme radica en que, mientras muchas calles, parques e incluso escuelas –principalmente en zonas de California, Colorado y Texas– llevan el nombre de “César Chávez”, ésta es la primera película que se realiza sobre el icónico líder de los derechos laborales de la comunidad campesina en EE.UU. Es un intento por introducir la importancia de las acciones de Chávez a una audiencia joven; es un deseo de recuperar la historia de un grupo marginal que carece de sentido histórico, pero, sobre todo, es un esfuerzo oportuno que llega justo cuando la fuerza de los sindicatos se está desmoronando, y cuando siguen las discusiones y divisiones en torno a las leyes migratorias. Debido a su condición de trabajadores, los campesinos anhelan obtener un status legal dentro de EE.UU. y no ser deportados, ni mucho menos, separados de sus familias.
Al recuperar a este personaje histórico, las intenciones de Diego Luna superan el acontecimiento meramente cinematográfico para convertirse en un llamado (de atención, quizá) social y político evidenciando que, a pesar de los logros de Chávez hace casi 45 años, los trabajadores latinos siguen padeciendo no sólo discriminación, también marginación, violación de derechos… ¿Por qué se opacaron los triunfos de Chávez? ¿Por qué en cuatro décadas no hubo un avance significativo en materia migratoria? La puerta permanece cerrada para aquellos mexicanos que anhelan llegar a EE.UU., y los que ya están dentro tienen que luchar contra una serie de obstáculos que les impide acceder a la legalización. El filme busca apelar a todos aquellos involucrados –comunidad latina en EE.UU., ciudadanos, políticos, activistas–, y por supuesto, al actual presidente, Barack Obama, para que contemple en su agenda el tema de la Reforma Migratoria y apresure su discusión pues, desde su primer mandato en 2009 y a dos años de concluir su segundo periodo en 2016, ha concentrado sus esfuerzos en las reformas sanitarias y económicas, dejando en el limbo del silencio lo referente a lo migratorio.
En Abel, Luna demostró que como director podía ser atrevido e inquisitivo, que no necesitaba de modelos de Hollywood para manejar con éxito y humor el retrato de una familia mexicana. De naturaleza más compleja que Abel, César Chávez carece de la audacia que le imprimió a su anterior largometraje, se ajustó a la fórmula de la tradicional biopic que busca resaltar los logros y bondades del protagonista con la intención de convertirse en una obra masiva, incluso del otro lado de la frontera, donde están más acostumbrados a modelos ya determinados. Como película, César Chávez no es intrépida; como suceso cultural, podría contribuir a continuar los éxitos de las batallas justas de los mexicanos en territorio estadounidense.