Una violenta energía para remover las consciencias de los espectadores une los cuatro largometrajes que conforman, hasta ahora, la filmografía del director, Michel Franco. En los tres filmes que ha dirigido en solitario (A los ojos, 2013, lo dirigió con su hermana Victoria Franco), ataja la naturaleza destructiva del tabú en la clase media: aquello de lo que no se habla, emerge en una impetuosa explosión.
En su ópera prima, Daniel y Ana (2009), es el incesto entre hermanos, forzados a punta de armas por un grupo de pornógrafos, lo que lleva a los protagonistas a autocensurarse. ¿Por qué no pueden compartir con sus padres el trauma que vivieron? Ana acude a terapia para trabajarlo, pero es el silencio de Daniel lo que estalla salpicando descontrol. En Después de Lucía (2012), la adolescente Alejandra se muda de la provincia a la Ciudad de México, junto con su padre, después de la muerte de su madre. El luto, el complicado proceso de adaptación, la ausencia parcial de su padre, el deseo de pertenecer, la van disminuyendo, convirtiéndola en una frágil víctima del bullying en su escuela. La falta de comunicación con su padre, el que los padres de los agresores opten por ignorar –y, así, proteger– la criminalidad de sus hijos, crea una capa de aparente normalidad que termina por asfixiarla.
En los filmes de Franco, los personajes acumulan impotencia, frustración y coraje que revierten contra sí mismos, fraguando finales que muestran una realidad dislocada. El funcionamiento del pensamiento de los protagonistas, la esencia de su existencia corrompida por los abusos de su torturada razón, terminan rebasando sus circunstancias.
En Chronic (2015), Franco nos ofrece un inesperado retrato del enfermero ideal. David (el elegido de Dios, en hebreo) está totalmente comprometido con tratar de la manera más suave y compasiva a sus pacientes. Tiene el talento de saber introducirse en su intimidad, de acompañarlos en su desnudez más frágil –la del cuerpo que ya no controlan del todo, corroído por la enfermedad–, sin que se sientan juzgados ni vulnerados. Tim Roth interpreta a este personaje con una profundidad que le añade dimensiones a Chronic. La psicología en la que descansa el éxito de este papel se expresa complejamente en la presencia de Roth, en su caminar desgarbado, en su disciplina al correr, en la profesionalidad con la que “maneja” a los pacientes, en la segura conmiseración (no lástima) y resignación con la que afirma sobre uno de ellos que “cualquier cosa podría pasar, pero no va a mejorar”, en la presteza con la que logra acercarse a sus pacientes, incluso más que sus propios familiares, en el abandono con el que imagina y recrea las vidas de quienes atiende, haciéndose pasar por uno de ellos u ostentando un título de parentesco que no le corresponde. Su compasión bordea la locura, pero quién podría culparlo si ha elegido una vida de renuncia para servir a los otros, en una zona de guerra corporal, emocional y espiritual.
El filme está estructurado para mostrarnos a David atendiendo a diversos pacientes, de edades, sexos, profesiones y estratos sociales distintos. Tanto David como la cámara tratan a todos con la misma entrega. El mostrarnos esos cuerpos enfermos desnudos, en prolongadas tomas fijas, es una advertencia que nos hace el director sobre nuestra propia mortalidad, llamándonos, desde el primer cuadro, a involucrarnos con lo que vemos, pero sin formas sentimentalistas, sino auténticas, dolorosas y reveladoras. El rango de pacientes nos enseña la esencia del carácter de David: entregado y tranquilo por fuera, atormentado por dentro. A través de sus acciones, de los pequeños espacios por lo que se asoman sus pensamientos, descubrimos la narrativa que lo acecha, un pasado que nunca lo deja solo.
Al inicio, ese fantasma que lo perturba y acompaña se muestra como su hija. La actriz Sarah Sutherland le hace una firme contraparte a la actuación de Roth. El dolor y la ternura (probablemente heredados de su padre), se combinan con la esperanza –quizá producto de su juventud– para proyectar fuerza interior. Pronto sabremos a qué encrucijada se enfrentó David, dónde se entrelazaron el amor y el dolor, hasta convertirlo en una sombra. Es ahí donde Chronic tiene resonancias con Amour (2012), el perturbador filme de Michael Haneke, con sus cuestionamientos sobre los dos ejes que rigen nuestras pasiones: el amor y la muerte.
Franco lleva la historia íntima del personaje a los territorios de la discusión pública, insistiendo repetidas veces sobre la cuestión de la eutanasia y obligando al espectador a tomar una postura, no solo personal, sino una que atañe a la historia que vemos en pantalla. Cada quién tendrá que interpretar –una vez pasado el susto- qué fue lo que sucedió y por qué. El acto final es efectista pero efectivo, pues abre un abanico de preguntas sociales y personales sobre los temas ya postulados y desarrollados. El rango que abarca Chronic sobre la antesala de la muerte, con sus distintos pacientes, sus desesperaciones y renuncias, es lo suficientemente amplio para extrañar omisiones sobre la trascendencia y el apego, que generalmente se exacerban en esta etapa final, y que en el filme no se postulan mas que acaso como un deseo de sexo o de muerte. En una atmósfera tan lúgubre, el espacio para el amor es tan estrecho, que entendemos que la vida tan desgraciada de David es producto no solo de haber silenciado un daño, sino también de haber soterrado su pasada felicidad.