Por Mauricio Marin y Kall
Para quienes están familiarizados con el cuento homónimo de Edgar Allan Poe y buscan en esta versión de Corazón delator algo parecido a una adaptación, se sentirán hondamente decepcionados al darse cuenta de que la trama está muy lejos de relacionarse con el texto en el que asegura haberse basado. Las referencias y alusiones al macabro relato de Poe son apenas reconocibles, además de que han sido distorsionadas y modificadas para encajar de manera forzada en la historia.
Terry (Lucas) es un padre soltero de clase media que vive con su hija pequeña, Ángela (Miller), la cual sufre de un raro padecimiento congénito, factor que a lo largo de la película servirá más para justificar los caprichos del cuerpo humano y la medicina, que como parte estructural del argumento. En realidad, la razón de emplear dicho recurso consiste en predisponer al espectador para aceptar como plausible lo que más tarde le sucederá a Terry, quien después de un transplante de corazón intentará retomar el hilo de su vida.
El triángulo de protagonistas cierra con el personaje interpretado por Lena Heady, la tierna y comprensiva doctora de Ángela, Elizabeth Clemson, con la que Terry ha iniciado una relación sentimental.
Los planes de ambos se truncan cuando Terry nota que los latidos de su corazón se aceleran de forma anormal al estar cerca de un paramédico que cruza por su camino cuando asiste a consulta. Pero no sólo son los latidos, sino el sonido de ellos en su cabeza y los flashbacks que acompañan a este episodio, lo que parece querer decirle algo.
Sin entender lo que pasa, y sin una razón médica que lo explique, Terry investigará por cuenta propia hasta encontrar una pista que le permita comprender que el misterio se encuentra en el pasado de su donante y, sobre todo, en las circunstancias de su muerte.
El mayor defecto de la película es que se torna predecible demasiado rápido. En algunos casos, sus planteamientos rozan el absurdo sin que haya un suspenso efectivo que lo haga tolerable y que mantenga el interés del espectador. En cuanto a los personajes, todos ellos —incluido el policía al que da vida Brian Cox— se mueven en una ambigüedad que irremediablemente los tiñe de gris, aún después de que todos han mostrado sus cartas para explicar las razones de sus actos.
La historia, lejos de tocar el tema de la culpa y la locura —como lo hace el famoso relato en el que se inspiró—, aborda otro argumento no menos efectivo que es el de la venganza. Aquí el problema es que el director neoyorquino Michael Cuesta (Dexter, 2006; Six Feet Under, 2002-2005), habituado a la televisión, parece haber ignorado que en el cine a veces hay más tiempo para contar una historia que en los capítulos de una hora pensados para la pantalla chica. El resultado son secuencias demasiado obvias, además de elementos y diálogos prefabricados que, lejos de enriquecer, revelan de forma burda el apego estricto a un guión plagado de incongruencias y situaciones inverosímiles, aun para su género.
Con todo, la película entretiene, y creo que eso se lo debemos a los productores Tony y Ridley Scott, verdaderos expertos en la materia.