Despojado de su sotana para recordarnos un viejo adagio (“el hábito no hace al monje”), su delgado cuerpo decorado con tatuajes de trazos gruesos que denotan sus secretos y mentiras del pasado, pero también su ferviente devoción, Daniel (Bartosz Bielenia), el protagonista de Corpus Christi (2019), sale de la iglesia condenado y al mismo tiempo redimido. Esta duplicidad semántica enfatiza la ambigüedad de comprender si el hombre está destinado al paraíso de la absolución o al infierno del castigo. En definitiva, no está -deliberadamente- claro si Dios debería volver a conceder su perdón a un joven que fue autor de una gran estafa -y por tanto merecedor de expiación- o si debería acoger bajo sus brazos divinos a un expresidiario que, no obstante, pudo ayudar a cicatrizar las heridas de una comunidad que lidia con la venganza y el resentimiento.
Perteneciente a una larga tradición cinematográfica interesada en plasmar las condiciones existenciales del ser humano solitario en relación con Dios -desde La pasión de Juana de Arco (Carl Dreyer, 1928) hasta First Reformed (Paul Schrader, 2017), pasando por Diario de un cura rural (Robert Bresson, 1951)-, el filme dirigido por el cineasta polaco Jan Komasa se concentra en el tormento y la perturbación de la fe, particularmente dentro de los confines del catolicismo estructurado; es la fe que va más allá de la creencia, la fe como elemento de identidad, la fe como la incapacidad de frenar los instintos que anhelan hallar un lugar en el mundo. La película parte de un episodio real, el de un joven de 19 años que durante tres meses se disfrazó de sacerdote, llegando incluso a dirigir ceremonias religiosas tan importantes como las de los sacramentos del bautismo y matrimonio. Con guión de Mateusz Pacewicz, el periodista que encontró la historia por primera vez e hizo un reportaje sobre ella, Komasa utiliza los datos objetivos para elaborar una ficción que reflexiona libremente sobre algunos de los temas religiosos que la motivan -el crimen y el castigo, fundamentalmente- teniendo mucho cuidado de ser consciente de los matices y reacciones de los personajes. Aunado a ello, el filme se consolida como un análisis profundo, doloroso y sincero sobre la culpa y la redención dentro de una religión fundada en la gran fuerza tradicional y conservadora de la Polonia católica.
El director muestra de inmediato a su protagonista, interpretado por un Bielenia espléndidamente trastornado por la idea de ser un fiel y cercano sirviente de Dios, en el centro de detención juvenil donde está encerrado por haber asesinado a otro hombre. Daniel está acostumbrado a una dieta diaria de violencia y hace lo que puede para mantenerse vivo y consciente; tiene impulsos espirituales sinceros, pero no lo suficiente en sí mismos como para hacerle tomar el camino del seminario. En la Polonia católica, la compasión hacia los jóvenes se reduce en las inusuales oraciones del sacerdote iconoclasta que periódicamente les lleva el mensaje de Dios. No hay -al menos en esa línea que traza Komasa- un interés genuino por la recuperación espiritual, la regeneración moral y la reintegración social de los presos, hombres condenados a la perpetuación de sus errores. Incluso cuando finalmente está en libertad, Daniel recurre a las drogas y al sexo casual -antes que a Dios- porque parecen ser las únicas formas -profanas, sí, pero inmediatas y certeras- que tiene de deshacerse del defecto social -del pecado- que lo marcará de por vida.
La vida de Daniel da un giro inesperado cuando llega a un pequeño poblado, asumiendo rápidamente el papel de un nuevo sacerdote enviado para reemplazar al párroco local. Usando su educación religiosa, el protagonista intenta hacerse pasar por un líder de la comunidad que con su peculiar metodología -lejos de toda ortodoxia- toca las fibras sensibles de los lugareños, incluida Eliza (Eliza Rycembel), una joven que se siente atraída por el liderazgo y la amabilidad de Daniel. La comunidad que lo acoge está atormentada por el peso de una gran tragedia ocurrida unos años antes cuando seis jóvenes murieron, incluso un altar colocado en la entrada del pueblo, en el umbral que divide el espacio sagrado del templo religioso y el espacio profano de la calle cotidiana, recuerda el drama que tuvo lugar y que dejó una larga serie de secuelas en los pobladores. Daniel decide acabar con los odios y rencores de la comunidad, quitar la culpa y estimular el perdón, aunque el sector más conservador, incluido el alcalde, está en contra de rehabilitar y perdonar a quien fue culpable. Entonces el pasado reaparece en la vida de Daniel; la tensión entre el pecado y el perdón -o también la batalla entre la angustia y el olvido- es representada mediante una oposición hecha posible a través de imágenes claras en pleno contraste entre lo sagrado y lo profano. El hombre se encuentra atrapado entre la culpa y el martirio, entre un Ave María y el consumo de cocaína, entre un primer plano de sus ojos exaltados y un plano semisubjetivo del entorno al interior de la parroquia. Es la naturaleza de la fe más allá de la religión expresada en un eficaz trabajo de montaje que otorga ritmo y vivacidad a la historia.
El filme aprovecha el viacrucis de Daniel para hablar de la inevitabilidad -totalmente católica- del pecado; esa piedra que la religión sigue imponiendo obstinadamente a sus creyentes. Desatando las cadenas de la culpa está el padre Tomazs (Lukasz Simlat), quien ha experimentado de primera mano la imposibilidad de escapar de este mecanismo y mejor que nadie comprende la necesidad catártica que sigue a la tragedia de Daniel. Aunque dota a su personaje con un aura cristológica insistente, Komasa logra convertir a su joven protagonista en la contraparte ideal de la inconsciente pero violenta formalidad religiosa de su país. El director, sin embargo, no se ve empañado por su intención crítica. No condena del todo a los habitantes del pueblo ya que los muestra con aguda sensibilidad devastados por el inmenso duelo, pero es capaz de captar las contradicciones que hay en ellos, así como sus intentos de superarlas. El cuestionamiento del canon religioso, por tanto, no tiene lugar desde la cima del ego institucional, sino desde la base de un ego dividido entre un férreo pensamiento religioso y una sincera empatía emocional. Komasa expone una semejanza sutil entre la tradicional fiesta del Corpus Christi -que celebra la presencia del cuerpo y la sangre de Jesucristo en la Eucaristía- y el renacimiento y sacrificio de Daniel. Los momentos finales del relato cinematográfico son brutales, perturbadores e incomodarán a aquellas almas sensibles que desean una trayectoria limpia tanto para la redención de Daniel como para la redención colectiva de los habitantes de la aldea. Pero las heridas en el cuerpo de Cristo, una vez que se ha abusado de él durante tanto tiempo, no se curan tan fácilmente.