Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
To The Wonder abre en el Mont Saint-Michel en Normandía, un promontorio rocoso rodeado por el río Couesnon que llega a soportar mareas de más de catorce metros de altura. Cuando las aguas bajan, se puede caminar del atolón hasta tierra firme por la superficie enarenada. La pequeña fortaleza está coronada por la estatua de San Miguel, posada sobre la iglesia abacial en la cumbre del monte. Esta idílica isla, que parece haber salido de la imaginación del creador del tapiz de Bayeux (y no al revés), le permite a Terrence Malick engolosinarse con las imágenes de lo que muchos creemos que el amor debería ser: un hombre y una mujer en plenitud, calentados por una tierna luz que parece provenir de sus corazones, que les permite ser –gracias a la existencia del otro– en el sentido intransitivo y absoluto del verbo. El agua y la arena pastosa, amenazas en tiempos históricos, se tornan motivos de juego. El universo entero, con todos sus elementos, se hinca ante esa totalidad a la que ellos también se han rendido. El amor es un tirano al que los amantes se han entregado gozosos.
Este espacio, este prólogo, parece estar fuera de toda realidad. Se encuentra alejado de las concepciones humanas de tiempo y espacio. Poco a poco la vida imperfecta, los virus de nuestros tiempos, penetran y polucionan este Edén. Ella, Marina (Olga Kurylenko), es una parisina que tiene una hija de once años. De naturaleza crédula, volátil, resbalosa, bailarina, entregada más que por vocación, por necesidad, decide seguir a Neil (Ben Affleck) hasta las llanuras de Oklahoma, sin ningún compromiso más que ese amor construido por imágenes, imaginario, de por medio.
Bajo la lente de Malick, Oklahoma es semiárido, semipoblado, se encuentra a solo unos pasos de la modernidad, pero no parece estar dispuesta a darlos; carga consigo un rezago social irreparable, que se ha filtrado hasta el subsuelo y que enferma a sus habitantes. El amor que Neil y Marina desean no puede fructificar en esas condiciones. Poco a poco se corroen hasta quedar lo peor de ellos. En ella, su actitud fresca deviene egoísmo al punto de hacer a un lado a su hija y buscar empoderamiento en el sexo casual. Neil trabaja analizando la química de la tierra. Sabe lo enferma que está y, como casi todo a su alrededor, a pesar de su dedicación, parece no importarle demasiado. En secuencias que remiten al documental, lo vemos acostumbrado a evadir a los afectados directos de estos venenos. Escucha sus preocupaciones, las preguntas de quienes se sienten intimidados por el ambiente; continúa caminando. Es el personaje más críptico de To The Wonder. El más mudo, el menos carismático, el más tieso; parece puesto como blanco fácil. Es un hombre incapaz de decir qué quiere y de corresponder al amor.
Al contrario, al padre Quintana (Javier Bardem), otro europeo, todo parece atribularlo. La miseria en el sentido material, físico, de salud, pero, sobre todo, espiritual, lo mantiene en el umbral de la duda, atolondrado por el deseo de creer, de sentir la compasión de Cristo, en un mundo indiferente a la gracia de Dios o viceversa. Combate con persistencia, con oración, con devoción a su trabajo, el atrofio de sus sentidos, de su capacidad de asombro. Un encantador limpiavidrios lo exhorta a regocijarse por la presencia de Dios a través de la luz. Él parece ya no sentir de donde descienden esos resplandores.
Esta luz divina alimenta las imágenes de Malick obsesionadas con el sol, se enmaraña entre los cuerpos de sus personajes, los cabellos y las faldas de la parisina, ilumina los contornos de las fachadas provincianas, las praderas rojas que absorben el vestido también rojo de Jane (Rachel McAdams) o el cabello castaño de Marina. La cámara e iluminación a cargo de Emmanuel Lubezki no sólo enfatizan la naturaleza espontánea del filme, los bailes y las persecuciones amorosas, de manera casi espeluznante encuentra una belleza memorable en lugares donde un ojo común no puede verla así.
The Tree of Life acabó de sellar el adjetivo ‘malickiano’ en el diccionario de términos cinematográficos. En este filme ultraambicioso, que iniciaba con la génesis del mundo para hacer un sutil zoom in al amor en familia, Malick delimitó un estilo único y personal, totalmente fuera de cualquier fórmula y convención. Con fuerza poética y evocativa, la memoria del universo se entrelazaba religiosamente con las remembranzas de sus personajes. La miríada de preguntas sobre nuestro origen y nuestro lugar en él fue atajada con la misma belleza que en To The Wonder se cuestiona la búsqueda del amor y la fe en el mundo contaminado que vivimos, pero no con la misma redondez y puntualidad. En esta última, la aproximación a los personajes es incompleta, un tanto injusta en el caso de los estadounidenses Neil –que no se desarrolla lo suficiente como para que conozcamos los motivos de su hosquedad– y Jane –que es abandonada por la cámara en cuanto Neil decide dejarla para casarse casi obligatoriamente con Marina–, mientras que tiene una fascinación por los europeos, incluso por la mentalidad molestamente aniñada e irresponsable de Marina, quien no tiene reparos en descuidar a su hija al tomar decisiones, pero que siempre se presenta con una delicadeza y elegancia fascinantes.
La trama es desigual. La crisis religiosa que intenta unir las caminatas errabundas del padre con la incapacidad de echar raíces del amor de la pareja se extiende de manera casi imperceptible. Neil simplemente no tiene fe. Es más, no sabe qué quiere. Y, por lo tanto, no puede comprometerse, mucho menos con Dios. Cuando está dudoso sobre su destino con Marina, recurre a un amor de su pasado, Jane, quien ha perdido a una hija y, dice, “no puede darse el lujo de equivocarse nuevamente con un hombre”. Ella pone sus esperanzas en él, se entrega a él como se entrega al trabajo de campo, redescubre sus tierras gracias a esta nueva sensación que rápidamente colapsa y transforma lo vivido en mera lujuria. Marina, divorciada de su primer esposo, no puede volver a casarse por la Iglesia Católica, pero ella quiere “ser una esposa”. Contrae matrimonio por una iglesia protestante, aunque regrese a escuchar homilía a la católica. Ella tampoco es una mujer de principios sólidos. A pesar de estas conexiones, las dos historias no terminan de soldarse. Malick incurre en devaneos repetitivos y, hacia el final, incluso innecesarios.
Además de a través de las imágenes, obtenemos información escuchando los monólogos en off de los cuatro personajes. Apenas hay diálogos entre ellos. Apenas comunicación. La voz del sacerdote durante sus sermones es la que tiene mayor resonancia: “hay un amor que se desgasta, y otro que emana como manantial, el amor a Cristo”. Es el padre quien clama el imperativo del título en español “deberás amar”; deberemos amar, nos dice, aún en contra de nuestra voluntad. Se escuchan ecos de la frase que reza: “Donde hay fe, hay amor; donde hay amor está Dios; donde está Dios, no falta nada. El amor para Malick existe con Dios, y el amor moderno está marcado por su ausencia y, por ende, por la repetición del fracaso.
Pero To The Wonder no es una diatriba, tampoco un lamento. Es la celebración del movimiento, de la existencia, de la tierra y el agua, del cabello y los rostros femeninos, de la posibilidad del contacto humano en momentos de desolación; es una invitación a regocijarse y, en el disfrute, a dudar para poder ver de otra manera, y, bajo la posibilidad de una nueva luz, volver a cuestionarnos, a buscar, a asombrarnos, a maravillarnos.