Los hermanos Dardenne encontraron una vez más la premisa ideal para hacer gala de su economía al filmar y con poco decir mucho, muchísimo, sobre la compleja doble moral que está desestructurando el mundo laboral actual. Estamos todos inmersos en una red de intereses globales de mero crecimiento numérico, aislados de toda compasión. Se asume que el tiempo es dinero y cada segundo debe producir al máximo. Rendir o morir. Casi todos los rincones del globo están tocados por esta ética psicópata estructurada en una pirámide social de desigualdad, que paradójicamente se estrecha más cuando los trabajadores cumplen con miedo, sin cuestionar, las exigencias de las grandes empresas. Mientras más cerca de la base estés, más vulnerable eres. Y parece que no hay manera de mantenerse ajeno a esta lógica: o atacas o te dejas. Además, es una dinámica en constante movimiento. Quien no está cercano a la cima piramidal, no tiene seguridad alguna. Bajo estas reglas, parece difícil, casi imposible, conservar la dignidad.
En Dos días, una noche, Marion Cotillard interpreta con apabullante intensidad y diversidad emocional a Sandra, una mujer, esposa y madre de dos, de clase trabajadora, que acaba de salir de una depresión por la que faltó durante un periodo considerable al trabajo; cuando está por regresar, se encuentra con que sus jefes, alegando crisis financiera, han sometido a su equipo a votación para que sean ellos los que elijan entre estas dos opciones: que Sandra conserve su empleo y ellos dejen de trabajar horas extras a la semana, pero pierdan un bono de mil euros; o que ella pierda el empleo y ellos trabajen más pero conserven el bono. El planteamiento, que viene disfrazado de libre albedrío desde la dirección general de la empresa de paneles solares es, de entrada, cruel. Pero el capataz a cargo del equipo, el villano de la película, le ha añadido por cuenta propia una dosis extra de inhumanidad (inspirado seguramente en la cobardía, el miedo y en el deseo de ascender), amedrentando a los dieciséis trabajadores advirtiéndoles que si votan a favor de Sandra posteriormente serán ellos los que perderán el puesto. La votación ha quedado 13-3, sin demasiada esperanza para la protagonista.
Dicen que Dios aprieta pero no ahorca, y los Dardenne siguen ese ejemplo, así es que le dan a su heroína una leal aliada en el equipo, Juliette, que empuja y anima para que juntas aborden al director en el estacionamiento mientras él conduce su –¡ojo!– reluciente Mercedes Benz nuevo, y le soliciten realizar una nueva votación sin que los empleados sean amedrentados. El joven empresario acepta. Es viernes a la hora de la salida. Lo que sigue es que, durante el fin de semana, Sandra busque uno a uno a sus compañeros de trabajo pidiéndoles que la elijan a ella, que le permitan conservar los escasos privilegios que ha adquirido para ella y su familia con el esfuerzo diario de su trabajo. En solo unos minutos, con un personaje aparentemente inofensivo, en un pueblo provinciano de Francia, una narrativa estructurada como cuento, en la que la joven inocente debe cumplir una misión para vencer al malvado y, durante el camino, madurar, los Dardenne nos dejan ver la maraña de intereses que caen como hado funesto sobre los hombres sencillos, como los indefensos insectos que serán devorados por el capitalismo monstruoso en su telaraña.
Con ese sello tan característico de su cine, al seguir a Sandra en su pulido estilo de realismo social, con la cámara montada sobre sus espaldas, respirando sobre sus hombros, observando lo que nadie más: sus momentos de insoportable debilidad y los de deslumbrante entereza, los traspiés y la incertidumbre; los Dardenne nos dejan ver el reverso de ese tapiz de intereses económicos, hecho a base de nudos humanos. Sandra quizá no fue la mejor empleada, quizá no ha tenido la mayor convicción, definitivamente ha perdido mucha confianza en sí misma, pero es una persona padeciendo una pena injusta, más producto de su contexto que de sus debilidades. Al principio ella no se siente capaz de salir de su casa y poner manos a la obra. Su esposo, Manu (Fabrizio Rongione), está en la incómoda posición de tener que presionar a una mujer que todavía necesita drogarse para no ahogarse en un ataque de ansiedad, que a cada segundo corre el riesgo de caer a un precipicio con un ligero empujoncito, que ha sido menospreciada por la mayoría de sus compañeros a los que ahora tendrá que confrontar. Ella preferiría sumergirse bajo las cobijas de su cama hasta desaparecer, pero él sabe que eso terminaría por exterminarla de alguna u otra manera. Además, se lo dice, sin su sueldo, no podrían pagar su casa y tendrían que regresar a los multifamiliares donde vivían antes, esos gigantes que en Europa suelen estar plagados de vicios, drogas y delincuencia. Él no puede permitirlo y debe encontrar la dosis exacta de presión y amor para incentivarla a manifestar la fuerza interna sobre la que está estructurada.
Los encuentros entre Sandra y sus compañeros son el punto bullente de la encrucijada moral que han montado los Dardenne. Revelan el valor que cada uno de los personajes le da a las personas y al dinero. ¿Qué ven y qué escuchan cuando su compañera los aborda? ¿Es Sandra un ser humano como ellos o un obstáculo para sus mil euros? La pregunta puede parecer irrisoria –o al menos debería–, pero la necesidad económica tiende a ser dura y egoísta; y a veces no tiene que ser necesidad, basta con postrar los objetivos sobre el dinero para preferir el tener, por encima de la compasión. Estos, lo sabemos, son los valores sobre los que están sustentados nuestros mecanismos económicos y que con tanto ahínco fomentan algunas políticas empresariales y el acumulamiento de sus dueños.
Sandra conserva su dignidad durante toda su aventura. Podría llorar, podría chantajear, podría decir cosas como “esto te podría estar pasando a ti”, y estaría en todo su derecho, pero opta por preguntar, explicar y aceptar. Lo que está buscando, aunque no se da cuenta, es mucho más valioso que un trabajo. Las respuestas son todas distintas. Hay quien ni siquiera le abre la puerta, incluyendo una que se decía ser su amiga que no le da la cara; varios no pueden votar por ella porque el dinero lo usan para cubrir gastos imprescindibles: la luz, la educación de sus hijos; para alguien más es una remodelación de una terraza; para otra, artículos nuevos para el hogar; para un joven, Sandra es un obstáculo que debe ser derribado a toda costa. Pero hay quien la apoya; hay quien reestructura su vida a partir de ella; hay incluso quien le agradece por haberlo confrontado para hacerlo cambiar de opinión (en un gesto políticamente correcto de los directores, esta persona es un musulmán). La aventura es larga y el marcador de votantes va cambiando con extrema lentitud en comparación con el apremio de Sandra. SPOILER ALERT Las cosas se van dando con tal tensión que Sandra debe anotar un punto en el último minuto, sin que esto sea garantía. Y el final es resuelto con precisión algebraica, pues le permite a ella decidir, y dar(se) su propia lección de fortaleza, justicia y empatía. FIN DEL SPOILER
Dos días, una noche expone las complejas, paradójicas y cínicas jugarretas empresariales a las que están sometidos los trabajadores del mundo, y dentro de esta maraña de intereses centra a cuadro una verdad esencial para trascender esta ética tan pobre: no importa cuánto dinero haya de por medio, cuántas discrepancias, qué tan complejos estén planteados los reglamentos; para hacer un cambio primero hay que reconocer que el otro, siempre, al igual que nosotros, es un ser humano.