“A Lover’s Complaint” (la queja de una amante) es el nombre del poema de William Shakespeare frente al cual, en una página en blanco, John Keats, otro clásico inglés, escribió en 1819 el soneto dedicado a su amada, Fanny Brawne, “Bright Star”, nombre tomado por Jane Campion para titular su más reciente película, estrenada en español como El amor de mi vida (2009). Adoptando el punto de vista de Fanny (Cornish), la directora enmarca el amor entre ella, modista, y el poeta, que floreció entre 1818 y 1820, años que coinciden con la etapa más creativa y prolífica del bardo. Campion nos adentraen territorios del amor y la poesía inglesa del siglo XIX, de la literatura del romanticismo y las causas perdidas, con sutileza y profundo y honesto entendimiento de su fuente de inspiración, esto es, la vida y obra de Keats.
Desde la primera secuencia, con un acercamiento a las afanosas puntadas de Fanny que atraviesan un delicado algodón, Campion retoma y reinterpreta uno de los rasgos fundamentales del romanticismo: concebir el universo como un proceso. Las costuras de un bordado, los enramados de un árbol y la cuenta de las sílabas de un verso son, a los ojos de estos artistas, equivalentes. Así es que cuando Fanny le pide a John (Whishaw) que le explique cómo se escribe poesía y él le contesta que ésta debe surgir con la misma naturalidad con que brotan las hojas de un árbol, sabemos que aunque ella no tenga consciencia, ya se ha integrado a este proceso universal. Anteriormente, nos enteramos de la muerte del hermano más joven de Keats, Tom (Olly Alexander), y ella, que comienza a dar las primeras señales de amor por él, realmente consternada, la noche de la muerte de Tom vela para bordarle un árbol en la funda de la almohada en la que su cabeza descansaría por siempre. A través de un delicado manejo de cámara y un guión lleno de guiños, Campion transforma los árboles, así como los actos de coser, bordar y escribir, en símbolo de unión de los amantes. Ambos paseaban por el brezal y los caminos colindantes a la propiedad que habitaban al cobijo de sus ramas y, en uno de los momentos de embeleso creativo, cuando sugiere Campion que Keats compone una de las odas más hermosas jamás escritas, que se repite dos veces durante la película, “Ode to a Nightingale”, vemos a John retozando en la copa del árbol fuera de su casa en Hampstead, donde una tarde epifánica vio a ese ruiseñor inmortal perderse entre sus laberintos. Es a través de estos apenas perceptibles detalles que Campion vuelca en su película su precisa interpretación de la sensibilidad del romanticismo. “Sentir, no racionalizar” era la consigna.
Keats vivió a la sombra de la muerte. Su padre murió en un accidente cuando él tenía ocho y cuando tenía catorce, su madre, de tuberculosis. De joven fue aprendiz de médico, pero cambió el bisturí por la pluma. No recibió una educación formal, al contrario de los poetas que admiraba, como Wordsworth, quizás el más cercano a él en cuanto a ideas, Coleridge, con quien daba paseos, o Shelley, con quien se carteaba. Nunca aprendió, por ejemplo, griego y latín. Su poesía, entonces, se fundamentaba en la experiencia, y, aunque sabía que su tiempo estaba contado (tenía principios de tuberculosis) y conocía sus limitantes formales, soñaba con llenar un librero con sus obras. Su vida tuvo la pasión y la tragedia de los cuasi héroes de sus poemas. Y él, como ningún otro después de Shakespeare, tuvo la sensibilidad, creatividad, libertad y desprendimiento suficientes para encontrar un balance poético en el hecho del completo estado físico nuestro y de este mundo y, como complemento, en la capacidad de imaginar más allá de lo que podemos conocer y entender. En la película lo vemos a través de la trágica aceptación con la que los dos jóvenes viven su amor a pesar de la enfermedad, las limitantes económicas de él y los vaivenes de la pasión. En una carta enviada mientras él se retira con su temporal mecenas y amigo Mr. Brown (Schneider) a la isla de Wight, separación que confina a Fanny a una real enfermedad de amor, John le escribe: “Casi deseo que fuéramos mariposas y viviéramos sólo durante tres días de verano –tres días así contigo tendrían más dicha que lo que cincuenta años comunes podrían contener”. La respuesta visual de Campion a estas líneas es una recámara que Fanny y sus hermanos llenan de mariposas revoloteantes. El brillante, esperanzador e inquieto azul de sus alas deviene cadáver al cabo de unos días.
Pero el mayor atributo de Bright Star reside en la genialidad con la que Campion transmite el mayor atributo de Keats, que es quizás la razón por la que sus poemas son tan atractivos: su capacidad para abrazar a un ser distinto al suyo, a un mundo fuera de él y del alcance de su percepción, y de comunicarnos el milagro que puede despertar en nosotros el hacer uso de este don. Campion, además de transmitir a través de imágenes y experiencias sensoriales estas complejas ideas, se desprende, con una estética única y personal, del costumbrismo y la cursilería de las películas inglesas de época. Su filme es una mezcla balanceada e interesante de poesía e imagen. El guión es ingenioso y poético, no sólo hace recitar a sus actores versos de Keats con una modulación que denota entendimiento, sino que traslada sus tropos a situaciones cotidianas. En un momento, por ejemplo, Brown muestra falsa fascinación por la mano de Keats, un guiño a su poema “This Living Hand”. Quizás, si Campion hubiera quebrado su admiración explorando las paradojas del romanticismo –una de ellas, que la confianza en el sentimiento conducía a una crisis que sólo podía ser superada por la razón- la suya hubiera sido una película arriesgada y hubiera podido aspirar a ser un extraordinario trabajo. Claro que esa no era su aspiración. Lo que sin duda hace es, al igual que los poemas del romanticismo, despertar en el público nostalgia por la necesidad de la búsqueda del amor y la belleza ideales que sólo pueden llegar a nuestras existencias posmodernas de manera inacabada e imperfecta.