Conoce aquí 'El código enigma’, la verdadera historia de Alan Turing
Escucha aquí el soundtrack de El código Enigma
Ante la crisis creativa de Hollywood, las biopics parecen ser una alternativa confiable para buscar cierta originalidad. La industria toma vidas extraordinarias para crear películas de fórmula con diferentes calidades. Para El código enigma, el director noruego, Morten Tyldum, y el guionista, Graham Moore, supieron elegir el momento perfecto en la vida de un genio para dar a conocer de manera emocionante a una de las mentes que cimentaron nuestros tiempos modernos, Alan Turing, cuyo mote al final del filme expira contundencia y claridad: “el inventor de la computadora”. El resultado es una película con tintes de thriller, en un contexto de guerra, con mensaje y denuncia, cuya variedad de ingredientes están empleados con puntualidad para no saturar el resultado, sino para sumar a favor de la película misma, sin que haya demasiada profundidad en alguno.
El código enigma siguió por lo menos dos de las reglas básicas para lograr una buena película biográfica. Primero: tiene como protagonista a alguien ya muerto, por lo que no pesa ni pesó su opinión ni su existencia sobre lo que vemos sobre él en pantalla. Sus realizadores pudieron actuar con libertad, honrando a su manera, aunque maniobrando con la realidad según su conveniencia y prioridades. Segundo: la película no intenta abarcar toda la vida de Turing; a través de un periodo muy concreto, da cuenta de su ímpetu, de su carácter, de las dificultades a las que se enfrentó y de sus inigualables logros. Y lo adereza con flashbacks, sin olvidar cuál es el platillo principal. Lo hace con soltura y el típico humor inglés sarcástico y autodenigrante, ideal para exacerbar personalidades fuertes, antisociales y seguras de sus objetivos.
Spoiler alert
El filme se enfoca en el periodo durante la Segunda Guerra Mundial en el que el matemático fue contratado para descifrar, junto con un grupo de especialistas, el Código Enigma, creado por una computadora, que usaban los Nazis para comunicarse estrategias de guerra. Los mensajes se transmitían por señales de radio, flotaban en el aire al alcance de cualquiera, pero eran intraducibles. Y Turing fue el líder del equipo que logró descodificarlo, como una especie de hacker, y lo hizo rompiendo paradigmas: inventando una máquina que, mediante un algoritmo, pudiera leer en minutos cualquier mensaje que hubiera sido creado con el mismo código de programación que otro y que otro y que otro, y que todos los que se enviaban entre sí los alemanes. Se trató de una guerra entre computadoras, en la que la británica venció a la alemana. Aunque el trasfondo de la historia son campos de batalla, las armas y los muertos, los familiares devastados, las ciudades bombardeadas, en El código enigma no vemos la catástrofe, pero sí una verdad aún más injusta y cruel, que ya habíamos visto, aunque en su vertiente burocrática, en Zero Dark Dirty (2012): mientras que en las guerras hay hombres dando su vida en los campos de batalla, son solo carne de cañón; las grandes decisiones se trazan con el cuerpo caliente, seguro, bien comido y bien vestido, y con la mente fría y calculadora, entre caras paredes. Es ahí donde se decide el destino de miles de vidas, donde se opta por el mal menor. El código enigma nos permite ver, aunque de forma apresurada, el dilema trágico en el que estos hombres de mentes y condiciones privilegiadas vivían, sabiendo que mientras ellos estaban relativamente seguros, de su trabajo dependían las vidas de millones. La película, creada para dar zancadas de emoción en emoción, no permite que nos detengamos en estos sufrimientos y les dedica apenas un puñado de diálogos. La mayor atención que recibe el tema es cuando uno de los colegas de Turing pide que eviten que se bombardee un barco de guerra británico (que, han descubierto, es blanco alemán), porque su hermano soldado estará ahí, y todos en el equipo saben que el precio de salvar a ese hombre podría ser perder la guerra misma, pues los alemanes se percatarían del conocimiento de los británicos y cambiarían inmediatamente el código ya descifrado, lo que retrasaría indefinidamente el fin de la guerra. Lo único que volvemos a saber de ese personaje es que, tiempo después, mientras trabajan, le da un empujón a Turing con el hombro, sin voltear a verlo, porque obviamente no ha superado el rencor. Pero ese choque más bien es un pretexto para seguir avanzando la historia hacia otros asuntos.
Como suelen resolverse las tramas demasiado especializadas en algún campo científico, la película simplifica la ciencia, sobreexplica los descubrimientos esenciales, exagera y/o trastoca rasgos de la personalidad y anécdotas de la vida íntima de los implicados, a favor de un guión y edición con ritmo, y de la accesibilidad y de la empatía que puedan provocar las situaciones más coloquiales en las que puedan verse envueltos los personajes. Todo le funciona a El código enigma. Aunque jamás intenta acercarse a la complejidad de los descubrimientos del matemático, muestra y dice lo suficiente para atrapar, envolviendo con las bien equilibradas actuaciones, sobre todo de Cumberbatch, con esa personalidad de genio, encantadoramente odioso, y de su contraparte en el equipo, Matthew Goode, que se muestra lo suficientemente seguro de sí mismo y perspicaz, para soportar, sin conceder demasiado fácilmente, sus desplantes a Turing. Lo mismo hace la música de Alexandre Desplat, que balancea suaves armonías con melodías aceleradas, o viceversa, acentuando la lejanía de la época que vemos y lo apremiante de la situación.
Los pequeños nudos en la historia que crean expectativa se destensan con humor, haciéndolo todo sumamente entretenido; por ejemplo, sucede así con la entrevista de trabajo entre Turing y un general de alto mando del ejército, en la que Turing no se pliega a la jerarquía marcial y desde su presentación en pantalla desafía a la autoridad con conocimiento y determinación, lo que será su modus operandi hasta el cumplimiento de la misión. Está también la subtrama de la única mujer matemática que colaboró en el proyecto, Joan Clarke (Keira Knightley), que aunque en la realidad ya estaba ahí cuando Turing se incorporó, en la película es reclutada por él. La relación entre ambos sirve para exacerbar el tema de las presiones sociales y legales que vulneraban a homosexuales y mujeres en ese entonces. En el caso de los primeros, eran ilegales; en el caso de las segundas, como siempre, no debían destacar como profesionistas, sino como amas de casa.
Por el tiempo que se le dedica, podría parecer que la homosexualidad de Turing es tratada como secundaria, pero en realidad la denuncia que se hace contrastando sus logros con el trato legal que recibió y las consecuencias que tuvo, termina siendo lo más importante en la película. Es claro que evitaron darle demasiado peso al tema para que no fuera etiquetada como una película progay. Toda la historia del desciframiento del código está impregnada de regresiones a su niñez, que ayudan a comprender su dificultad para relacionarse y comunicarse, su pasión por los códigos y las matemáticas, pero que sobre todo dan cuenta de su primer amor hacia un niño del internado en el que creció que lo ayudó a descubrir su vocación, a creer en él mismo y por quien eventualmente bautizó a su máquina como Christopher (en la película, no en la realidad). Las tribulaciones matemáticas están enmarcadas por el robo que sufrió Turing en su casa después de que terminara la guerra; así inicia el filme. Intermitentemente seguimos la subsecuente investigación que iniciaron las autoridades, de la que se desprendió su encarcelamiento por haber tenido una relación con otro hombre; tras ser enjuiciado, se le dio la opción de mantenerse en la cárcel o someterse a un tratamiento hormonal. La última vez que vemos a Turing en pantalla, Joan lo va a visitar. Él se ve como un remedo de sí mismo, ansioso, con manos temblorosas, incapaz de resolver un vil crucigrama de periódico. En realidad, las consecuencias del uso de las hormonas fueron mucho más drásticas. Prácticamente, las reacciones a las sustancias lo desaparecieron en vida, después de torturarlo. El verdadero drama que padeció este hombre, después de que sus descubrimientos, su tenacidad y su temperamento lograran acortar la guerra salvando así millones de vidas, se muestran en la película con subtítulos: su suicidio por las insoportables inyecciones. El tardío perdón de la Reina otorgado en 2013, 61 años después de su muerte.
Como al terminar la guerra, el expediente de Turing y de todas las investigaciones que se realizaron, se clasificaron durante décadas, ni su nombre, ni sus logros, ni su tragedia, son tan conocidos como debieran. El código enigma saca ventaja de esa ignorancia generalizada para llevarnos a trote de suspenso. Sus realizadores privilegian la imagen de un genio y los logros de un país (una vez más), frente a la de un reprimido y sacrificado por el sistema. El regusto es un tanto esquizofrénico: el fundador de uno de los pilares de nuestra época fue héroe y mártir casi en simultáneo. Es un acertijo que la película no intentó resolver.