Por Jaqueline Avila (@franzkie_)
El conjuro (The Conjuring) es una cinta de terror, sí, pero también es un ejercicio de estilo y de evocación a las películas del mismo género realizadas hace más de dos décadas. Dirigida por el joven diestro para el pavor, James Wan (Saw, 2004; Insidious, 2010), su más reciente filme tiene varios de los ingredientes letentes en las cintas de terror basadas en exorcismos (hay un padre sacando demonios, el demonio se apodera del más débil de la familia –siempre una mujer–, el demonio habita un lugar en el se cometieron terribles hechos en el pasado) y, sin embargo, es capaz de darles un giro y robarle dos o tres buenos sustos al espectador.
Su atractivo se basa en la manera de retomar la experiencia de sus predecesoras. Es una certera mezcla de El exorcista (The Exorcist, 1973) dentro de The Evil Dead (1981), oculta en Poltergeist (1982), que a su vez se encubre en La morada del miedo (Amytville, 2005) y le da la vuelta a todo con recursos tomados de Actividad paranormal (Paranormal Activity, 2007).
A diferencia de una de las anteriores y emblemáticas obras en las que el director participó como escritor y director, Saw (2004), que basaba su horror en la tortura que el ruido visual que la sangre explícita provoca, en El conjuro, su cámara, en momentos trepidante, se mezcla con secuencias más sutiles orientadas a estudiar los espacios de los que el horror se apoderará (sótanos, lagos, jardines, corredores) e induce así, con un enfoque superficialmente tranquilo e incluso delicado, a sentir los clásicos escalofríos producto de la mirada sobre lo desconocido, que recorren el cuerpo de hasta el más escéptico espectador.
Patrick Wilson y Vera Farmiga interpretan a dos investigadores de lo paranormal cuyo más reciente caso los lleva a la casa, aparentemente embrujada, de la familia Perron (Ron Livingston y Lili Taylor). Esa es la premisa de arranque de El conjuro. Nos podemos preguntar ¿hacía dónde irá una cinta –otra más– que habla de una posesión? Wan lo resuelve con una inquietante tensión que, por ejemplo, la hora marcada en un reloj puede generar. El director malayo coloca su cámara en ángulos que muestran con ingenio no a un ente de voz demoníaca, sino a una madre poseída cubierta por una sábana –que oculta y, por lo tanto, genera aún más expectativas sobre la batalla entre el bien y el mal que se está librando dentro de su propio cuerpo– sentada y atada en una silla.
La decisión de Wan de ser recatado con el uso de efectos especiales recuerda lo hecho en los últimos años por el cine español de este género que, con el respaldo del mexicano Guillermo Del Toro, presentó cintas como El orfanato (2007), Los ojos de Julia (2010) o Mamá (2013), para demostrar que no es necesario el uso de la brutalidad sanguinaria (Hostal, 2005) o el repertorio de clichés fantasmales (La aparición, 2012) para asustar. The Conjuring se basa en uno de los casos reales del matrimonio de investigadores de lo paranormal, Ed y Lorraine Warren, quienes fundaron en 1952 la Sociedad de Investigación Psíquica de Nueva Inglaterra, y han sido tema de varias películas del género. Asimismo, retoma las posesiones demoníacas de una forma lo suficientemente inteligente como para apreciar y desafiar a un público creyente o no de estos fenómenos paranormales.
Con guión de los hermanos Chad y Carey Hayes (House of Wax, 2005; The Reaping, 2007), la película es fácilmente la más refinada hasta la fecha de Wan. El esfuerzo en la construcción de los personajes, sobre todo en la pareja de investigadores que, sin empacho, afirma su fe católica a lo largo del largometraje, genera solidez argumental. Wan arriesga y compromete a sus protagonistas en comparación con otras cintas donde la postura religiosa no es férrea, donde se prefiere que los protagonistas permanezcan en un limbo de ambigüedad que no da pie a discriminaciones a partir de la religión, pero tampoco fortalece el guión.
La casa con muelle, ubicada a la orilla de un lago, así como el enorme árbol en primer plano dentro del paisaje del hogar donde la mayoría de los fenómenos sucederán, lejos de adornar la cinta, forman parte de los acertijos que el espectador debe descifrar paso a paso. Los planos secuencia en los que la cámara que se desplaza en recorridos amplios y serenos por la casa de los Perron, así como la justa modulación de los sonidos para no saturar el audio, contribuyen a la suavidad visual del filme; hay diversos encuadres de espléndida composición y es evidente que muchos de éstos privilegian la perspectiva: el fondo del sótano, del pasillo, del armario. El fuera de campo es usado de manera sugestiva para propiciar, por ejemplo, un momento de máxima tensión en la secuencia del juego de palmadas entre la madre y una de sus hijas, cuando la segunda se esconde de la primera en el clásico proceder del hide and clap.
Quizá sea paradójico que justo uno de los impulsores del torture porn, tendencia que toma la sierra en mano como elemento principal de choque, intente regresar con El conjuro a la vieja escuela de narración y forma de factura terrorífica. No sólo porque la cinta esté ambientada en la década de los setenta, sino también porque la colección de sustos que Wan ofrece no deja, como otras cintas de la misma parcela temática, que la deshumanización y los huecos emocionales de los personajes sean suplantados con sangre y gritos. Por el contrario, resulta estimulante que sea justo el amor entre el equipo de marido y esposa de investigadores el que los impulse a continuar en el caso y resolverlo, y el que le otorgue, asimismo, un poco de corazón a una película de terror.