Por Richard Parkin
Traducción: Martha Arrieta
Exuberante, inventivo y agudo, Il divo de Paolo Sorrentino teje una telaraña brillante y seductora con hilos hechos de materiales tan obscuros como la política italiana de la posguerra; la araña en el centro es Giulio Andreotti (Servillo), el siete veces Primer Ministro, símbolo del ahora extinto Partido Demócrata Cristiano que gobernó el país, sin oposición alguna, durante 45 años. Andreotti era (o es) una personalidad famosamente enigmática, un estratega consumado, un sobreviviente político, y también, supuestamente, un monstruo: socio de la mafia y autor intelectual de varios asesinatos.
Astuto y circunspecto, el guión de Sorrentino hace una especie de danza periodística entorno a Andreotti. Probando, examinando, especulando, mientras Andreotti hace poco más que recibir invitados, murmurar comentarios sarcásticos y sufrir migrañas. Un venerable editor periodístico lo confronta con una letanía de crímenes, sólo para toparse con su elegante negación de los hechos. Esto es Ricardo III, de Shakespeare, sin los soliloquios. Casi. Nunca logramos atrapar al ficticio Andreotti en el acto; no hace nada malo; pero hace una impresionante declaración, una excusa maquiavélica para el mal: “Debemos amar enormemente a Dios para entender lo necesario que es el mal para el bien”, dejando pocas dudas acerca de su culpabilidad.
Es cierto, el sujeto pierde mucha de su relevancia fuera de la Península y, a pesar de la exposición inicial y final, sólo un lugareño podría entender el enorme reparto de politicos y mafiosi interconectados. Sin embargo, la película no está diseñada para causar indignación ante las maldades de la corrupción política. Sus placeres son más barrocos.
La película es visualmente impactante, en el grandioso estilo de ópera italiana, articulada y muy ingeniosa –un enfrentamiento surrealista entre Andreotti y un igualmente enigmático gato blanco, una envalentonada secuencia que presenta a su facción política como si fueran los Perros de reserva (1992) de Tarantino. La influencia de Scorsese es notoria en el vertiginoso montaje inicial de asesinatos, acompañado o escoltado por música rock, y la caída en cámara lenta del carro explotado de Giovanni Falcone. Sorrentino está consciente de la deuda que tiene con el aclamado director, e incluye varios guiños al famoso, incongruente y efervescente close-up de Taxi Driver (1976), pero lo paga con intereses. Sus preocupaciones –acerca de hombres de mediana edad, alienados y moralmente incorrectos– son específicas; su voz autoral, madura.
Como Scorsese con De Niro, Sorrentino encontró en Toni Servillo un actor principal cuyas habilidades para interpretar un personaje no tienen par en Italia. En su tercera colaboración, (después de L’uomo in Più, 2001 y Le conseguenze dell’amore, 2004), su conexión es de una alquimia positiva. La caracterización es sobresaliente y adecuadamente exagerada. Su inmobilidad facial y su corporalidad desfasada, todo manos y hombros, le dan a este Andreotti la chispa inexpresiva de Buster Keaton. Servillo ganó, merecidamente, premios en toda Europa. Será muy interesante ver cómo Sorrentino se las arregla sin él: su siguiente proyecto, This Must Be The Place (2011) (actualmente en posproducción) será esteralizado por Sean Penn.
Es difícil imaginar algo tan bien concebido o tan críptico y tan particularmente entretenido como Il divo.