A veces, para contrarrestar nuestra ceguera, los astros arrojan luz sobre las bifurcaciones entre los caminos que otros forjan. Aún así, para algunos pasará por desapercibida la coincidencia temporal entre el estreno de El escritor fantasma (2010) en México y la publicación de la autobiografía de Tony Blair en Inglaterra. Con la complicada distancia que guarda la ficción de la realidad, el ex Primer Ministro británico del más reciente filme de Roman Polanski, Adam Lang, –interpretado con justo recato por Pierce Brosnan- que contrata a dos escritores fantasma (‘negros’ es la palabra que en español designa a quienes ponen sus letras al servicio de otra firma), uno, a quien no vemos en pantalla, para escribir sus memorias, al otro (McGregor), más adelante, para sustituir al primero tras su misteriosa muerte, refiere con obviedad al polémico Tony Blair.
En el filme, este personaje, al tiempo que reconstruye verbalmente su pasado (el escritor le da forma y tinta a sus palabras), se encuentra en la incómoda posición de tener que motivar sus decisiones como mandatario tras las acusaciones de su otrora ministro de relaciones exteriores (Robert Pugh quien ostenta un asombroso parecido con Robin Cook, el ex Secretario de Relaciones Exteriores). A saber, ha sido inculpado de secuestro y tortura de prisioneros de guerra durante su ya terminado gobierno. Ante la remota posibilidad de que fuera declarado culpable, en algún momento se contempla la probabilidad de no poder volver a Inglaterra y quedarse varado en su casa de playa, una especie de cuartel de trabajo, en Estados Unidos. Pero el carácter del mandatario da para más. Decide entonces enfrentar a los medios y defender su prestigio; en el intento, como su esposa lo señala, la corona deviene sombrero de bufón.
No es la primera vez que Polanski trata las paradojas del poder: sus recipientes parecen más víctimas que autores del destino. En Macbeth (1971) (donde también ronda un fantasma, el de la culpa) mostraba a un rey visiblemente desorientado que deambula en un ambiente caótico donde el crimen de asesinar es un mal mucho menor que el de fracasar tratando de alcanzar la corona. No hay fin que justifique un crimen (tampoco autobiografía que lo haga), pero en el intento surgen balbuceos con tono de heroísmo como :“Se puede poner en duda cómo lidiar con esto, o no, y sigo pensando que es una pregunta muy difícil, por lo que digo en última instancia, instintivamente, creo que teníamos que enfrentarlo de esa manera.” La cita es de Blair.
En el cine de Polanski la tensión se establece entre lo que sucede dentro y fuera de toda clase de espacios encerrados. Entre lo que se dice y lo que se calla. Entre lo que se muestra y lo que no. En este filme la gama es amplísima: una casa (fría y minimalista, con muros de piedra que acogen y amplios ventanales que muestran, a veces con poca nitidez, el exterior), una isla poco poblada, el clima gris y cada vez más lluvioso, un ferry que más vale no abordar e, incluso, la personalidad de alguien más. El protagonista, el escritor anónimo del título, carece de pasado, de relaciones estrechas, vaga entre la historia del ex gobernante y la estela de pistas que ha heredado de su ya sepultado antecesor. El suspenso se construye con sutil elegancia balanceando cada uno de estos elementos en la versión más modesta de la fórmula del thriller. Sin alcanzar una obra maestra (está lejos de, por ejemplo, Repulsión, 1965), Polanski logra lo que sólo los grandes, darle algo a todos los públicos. Las referencias biográficas y extratextuales no distraen; son invisibles para quien las ignore y están ahí para quien las goce. Añade además una chispa de humor: ante las fallas de la razón y del lenguaje queda una risa kafkiana, la de la desesperanza.