La relación que el presente establece con el pasado está generada a partir de huellas de distinta índole. Walter Benjamin define la huella como “la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás”. La huella no es únicamente un indicio de hechos ocurridos; para Benjamin, es ante todo un material donde el pasado puede reconstruirse y actualizarse en el marco de los cuestionamientos planteados en el presente. Como Robinson Crusoe en la orilla de su isla, ante “el vestigio de un pie desnudo impreso en la arena”, el artista posmoderno recorre los límites de su presente, y visita esas playas donde el otro aparece sólo como un rastro de lo que ha pasado. Esta imagen no sólo subraya que los rastros son cambiantes -las olas, por ejemplo, son una amenaza para la existencia de esas huellas en la arena-, sino también que el artista caminando por la playa está elaborando un nuevo discurso en el presente. Las huellas del pasado, entonces, son adoptadas por el artista en el presente y cobran sentido a través del uso, la referencia, el tributo, el homenaje.
Una de las obsesiones del cine posmoderno es el enfoque revisionista del pasado. Toda huella acontecida es susceptible de ser analizada, de ser trastocada. Nacido hace 36 años en New Hampshire, en el corazón de Nueva Inglaterra, una región abierta a las leyendas, el joven cineasta Robert Eggers ha centrado su breve e impetuosa filmografía en la reelaboración y reinterpretación de viejos mitos norteamericanos asociados a la categoría de lo siniestro a partir de los tropos cinematográficos del terror psicológico: la estilización monocromática en Hansel y Gretel (2007), la dualidad instrumento-órgano del ojo humano en El corazón delator (2008) y la rigidez puritana en La bruja (2015). Ahora, resulta difícil, casi imposible, no deslumbrarse frente a las imágenes que El faro (The Lighthouse, 2019) envía desde la pantalla. Claustrofóbica, poderosa, misteriosa, sublime, experimental y elegante, la nueva incursión de Eggers en el horror combina ambición narrativa, refinamiento estético y la fascinación de la oscuridad del alma humana para generar una pesadilla capaz de arrastrar al espectador a un estado alucinante, completamente paranoico, en el que se derriba sin rodeos el límite inherentemente endeble entre lo real y lo imaginario.
A finales del siglo XIX en la región de Nueva Inglaterra, un viejo y gruñón marinero, Thomas Wake (Willem Dafoe), y su nuevo subordinado, Ephraim Winslow (Robert Pattinson), desembarcan en una remota franja de tierra rodeada de aguas tormentosas e intensa neblina. Son relegados durante cuatro semanas hasta la llegada del ferri que los lleve de regreso a casa. Thomas -obsesionado con la mitología marítima- permanece despierto durante las noches para fungir como guardián de la intensa luz del faro que considera exclusiva y cuyo acceso está prohibido a los demás. Durante el día, Ephraim -que dejó su trabajo de leñador en Canadá para esta nueva asignación en el mar- se dedica a las labores manuales más difíciles y humillantes -por ejemplo: operar la maquinaria giratoria del faro, recoger leña, limpiar los jarrones, reparar lo que se necesita y cuidar los alrededores de la edificación-. Los dos hombres humildes y atormentados, taciturnos e inestables, comienzan a tener fricciones, haciendo de su convivencia algo más complicado y difícil de tolerar, especialmente cuando el barco que esperan se ha demorado más de lo previsto y los suministros comienzan a agotarse. Sin comida ni agua, después de unos días, los dos comienzan a perder el orden y control, también porque el único líquido disponible en abundancia es el alcohol. Thomas es despótico con su ayudante; a menudo le lanza largas diatribas sin sentido, lo obliga a todo tipo de tareas, lo critica ásperamente y le grita aparentemente sin razón, amenazando con reducir su salario a la mitad, cuando se atreve a defenderse o responderle. La situación para Ephraim es indudablemente agotadora, aún más después de saberse atrapado en ese lugar, indefinidamente, debido a una tormenta. Además, el joven comienza a tener visiones inquietantes, arrebatos de ira y experimenta la falta de compañía femenina con inquietud y obsesión, imaginando sirenas y tritones. El hostigamiento y la ausencia de una ruta de escape se convierten en una mezcla explosiva, que amenaza con hundir a los dos hombres en una espiral de locura y delirio.
La configuración del filme, como algunos de los elementos fundamentales de la trama, ciertamente no son novedosos. Anteriormente, el faro -como dispositivo narrativo- había sido elegido por una notable escritora como Virginia Woolf en una de sus más famosas novelas, To the Lighthouse (1927), para favorecer el lado introspectivo y psicológico de los personajes en aislamiento. El mismo escenario estaba en el centro de The Light-House (1849), el último cuento -por cierto, inacabado- de Edgar Allan Poe, en el que el narrador expone sus intenciones de escribir un libro mientras vive en completa soledad, únicamente acompañado por el mar, su perro Neptuno y unos extraños ecos que atraviesan los muros. Incluso en el campo cinematográfico no es precisamente innovador; no faltan los títulos recientes que retoman el mismo tema fascinante, incluido Lighthouse Keeper (2016) de Benjamin Cooper, The Light Between Oceans (2016) de Derek Cianfrance, Cold Skin (2017) de Xavier Gens y Keepers (2018) de Kristoffer Nyholm. Y aunque existen los precedentes, algunos similares en contenido y sugerencias, Eggers configura una obra que tiene la extraña apariencia, al mismo tiempo, de lo antiguo y lo inédito. El crescendo inexorable de la tensión y la locura se transpone en primer lugar de una manera única y muy personal. Sin duda, esto se debe a la elección audaz y antimoderna de filmar en 35 mm, con un formato de 1.19: 1, en blanco y negro con lentes Baltar de la década de 1930. Privado entonces del color, El faro es un espectáculo perturbador freudiano; estamos presenciando una experiencia visual vagamente familiar, reconocible, pero al mismo tiempo distante y alienante. La presencia constante de gaviotas y aves marinas como portadoras de desgracias y maldiciones -tal vez una reminiscencia del albatros en el centro de La balada del viejo marinero (1799), poema de Samuel Taylor Coleridge-, las rocas inundadas por la espuma del mar, la lluvia torrencial y las sucias habitaciones en las que viven los dos hombres, todo está teñido de una atmósfera sobrenatural. La mimesis de la realidad es reemplazada por su inevitable abstracción, construida en tonos de gris y negro, luminismo hecho de blancos y sombras que recuerda los claroscuros expresionistas de El gabinete del Dr. Caligari (1920) de Robert Wiene y Nosferatu (1922) de F.W. Murnau.
A Eggers le gusta recuperar las escalofriantes mitologías de siglos pasados. Aquí, entonces, parece que Prometeo y el robo del fuego sagrado se abre paso entre H.P. Lovecraft, Poe y Stephen King. El resultado es la sensación de estar frente a una película filmada en otros momentos, en un período más cercano al descrito en el filme que en la actualidad. La reconstrucción histórica es admirable, tanto en la representación fotográfica de Jarin Blaschke como en la composición visual. Al principio, si no fuera por la velocidad de fotogramas, realmente se transmite la impresión de ver una película de hace un siglo. Y también en el uso del lenguaje de los dos protagonistas: Robert Pattinson habla inglés antiguo con acento campesino, mientras que Willem Dafoe parece haber salido directamente de las páginas de Moby Dick (1851) de Herman Melville, con una pronunciación irresistible y un léxico de auténtico marinero. La actuación es antinaturalista, extremadamente cargada e impenetrable por elecciones lingüísticas inusuales, que influyen en la doble sensación de sofocación y alucinación que se respira en la atmósfera de horror del filme. Pattinson y Dafoe se desafían mutuamente con bravura, y donde el viejo está perfectamente a gusto emulando al despótico Capitán Ahab con un montón de pipas y tradiciones marineras que deben ser respetadas, el joven puede dar rienda suelta a una gama de expresiones y reacciones que, muy probablemente, su ya vasta filmografía aún no había tenido la oportunidad de explorar. Nos enfrentamos a un teatro de cámara posmoderno, claustrofóbico e íntimo. Todo el desarrollo de la trama depende de los encuentros, desencuentros y choques de los dos protagonistas; a menudo encerrados en el crepúsculo del interior que se cierne sobre ellos, agudizando la idea de la imposibilidad de escapar, no sólo de esas cuatro paredes, sino también del otro. Por un lado, un Dafoe excepcional en el papel de un viejo malévolo y alcohólico, un tipo de otra época, por momentos caricaturesco y grotesco. Su contraparte, Pattinson, mucho más silencioso, pero igualmente expresivo, es un individuo oscuro que oculta claramente un secreto; la parábola de su personaje está construida con gran habilidad y es interpretada de manera impecable, incluso en los pasajes más arduos de disociación mental y explosión física que intenta reprimir.
Los espacios en El faro se reducen y las distancias entre los personajes también se acortan gradualmente mediante repentinos destellos de violencia verbal y física y reconciliaciones alcohólicas, canto y baile. Para Eggers, los espacios estrechos no se convierten en una limitación, sino que representan una oportunidad para confeccionar imágenes con sombras y cambios de luz, creando surcos en los rostros de hombres ya desgastados por la fatiga y el tedio. El flujo de las acciones y palabras de uno y otro nos capturan en una danza hipnótica, descendiendo al abismo poblado por criaturas hechizantes y demoniacas, en donde el espectador casi puede oler el barro, la sal, la tierra y la suciedad que acompaña fielmente a los dos hombres dentro de esa choza olvidada por Dios. Sobre ellos se encuentra el tercer personaje principal del filme: el faro. Su único sol, artificial, que arroja luz y calor, siendo así una fuente de vida. El faro respira con latidos intensos y pulmones ásperos que el diseñador de sonido Damian Volpe creó a partir de barras de hierro. En las entrañas del faro hay una máquina de vapor que impulsa los engranajes para encender la luz; se trata de rugidos repetitivos de los motores que atormentan a Ephraim. Mientras tanto, en el exterior, desde la inmensidad del mar, provienen los desgarradores chillidos de sirenas, así como gimientes sonidos de ballena fusionados con la hipnótica música de Mark Korven que amplifica la siniestra atmósfera sonora que sobresalta los oídos.
El efecto final es proyectarnos en un universo de ensueño, en un espejismo que adquiere cada vez más contornos, más posibilidades, más preguntas que respuestas. Eggers rechaza resolver las interrogantes sobre si lo sobrenatural es una realidad objetiva o la proyección subjetiva de un intelecto desequilibrado, es decir, presenta una obra en la que la idea de lo sobrenatural resulta ambigua debido al carácter psicológicamente distorsionado de los personajes. El final es consistente con el universo planteado por Eggers desde el inicio: misterioso, violento, sutil, vengativo, delirante y doloroso. Además de retratar las camaraderías y rivalidades masculinas que se balancean en un lugar infernal, El faro es una película maravillosa e inquietante que evoca la superioridad y el poder del mar, la hostilidad sombría y maligna del paisaje natural, la furia de la soledad, el aislamiento forzado que crea alucinaciones mortales y el deseo de poseer esa luz salvadora, pero engañosa.