Andrey Simonovich (Guskov) finge estar dirigiendo una orquesta, durante un ensayo en el Teatro Bolshoi de Moscú, sus brazos se mueven al ritmo de la música mientras siente la nota de cada instrumento, abre los ojos y la emoción y la concentración se esfuman: la realidad es que limpia pisos en el recinto. Treinta años atrás, Andrey fue director de orquesta, pero su carrera terminó en 1980, época del dictador Leonid Brézhnev, en la que se condenaba a todo residente judío. Andrey contradijo a la autoridad al incluir judíos en su orquesta, decisión cuya consecuencia fue el veto para volver a dirigir.
Treinta años después, la oportunidad de sostener la batuta se le presenta de nuevo, por accidente, cuando, limpiando una oficina, llega un fax en el que piden un remplazo para la filarmónica de Los Ángeles en el Teatro Châtelet en París, y se lo roba. Junto a su mejor amigo, Sacha Grossman (Nazarov), se da a la tarea de reagrupar a los 80 músicos de su vieja orquesta que, como ellos, han dejado su talento musical en el pasado. El reto más grande es conseguir a la estrella del concierto: Anne-Marie Jacquet (Laurent) —actriz que se dio a conocer internacionalmente por su papel en Bastardos sin gloria (2009)— una hermosa y joven violinista con la que insiste en trabajar para que interprete el concierto para violín de Tchaikovsky (obra que Andrey está empeñado en interpretar) ya que su forma de tocar el instrumento tiene la fuerza para sacar una lágrima a cualquiera.
Los obstáculos no terminan ahí, a la orquesta le suceden una serie de eventos inexplicables en su camino y llegada a París que hacen de El gran concierto (2009), dirigida por Radu Mihaileanu, una historia sin coherencia ni sentido. Nunca se sabe cómo es que los personajes obtienen sus instrumentos o la habilidad para interpretar la compleja obra de Tchaikovsky. Este contraste entre el absurdo y la sutilidad de la música es lo que hace a la película lo que es: una mezcla entre comedia y drama que no da lugar a cuestionamientos. Está destinada a gustar, entretener y, para los amantes de la música clásica, provocar algunas lágrimas.
Este es el cuarto largometraje del director Mihaileanu, nacido en Bucarest, quien debido a sus raíces judías se ha interesado en plasmar la represión contra quienes practican su religión. En El tren de la vida (1998) cuenta cómo una comunidad judía escapa de su pueblo de origen después de enterarse de que los nazis están al acecho de su escondite; compran un tren para huir a Palestina fingiendo ser el enemigo. Vete y vive (2005) retoma el drama de miles de etíopes judíos que cruzan la frontera de Sudán para escapar de una muerte segura. En ambientes de caos social y político, Mihaileanu arroja un rayo de esperanza que hace soportable la crueldad humana. En El gran concierto se rayo es musical. Como anuncia su título, el momento más emocionante es el GRAN concierto con el que cierra. La pasión que transmiten los músicos a través de las partituras de Tchaikovsky, hace que perdonemos, al menos durante esos instantes, las faltas de la trama.