Gatsby creía en la luz verde, en el orgiástico futuro que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa en el momento presente, pero ¡qué importa!; mañana correremos más deprisa, nuestros brazos extendidos llegarán más lejos… Y una hermosa mañana…
Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados sin descanso hacia el pasado.
-The Great Gatsby (1925), F. Scott Fitzgerald
La novela de F. Scott Fitzgerald, The Great Gatsby, no tiene como eje fundamental una historia de amor, sino la transformación que sufre Nick Carraway, un joven escritor frustrado proveniente de una familia acomodada y educado en Yale, que decide abandonar su sueño de ser escritor y mudarse a Long Island en busca de un mejor futuro vendiendo bonos en Wall Street. Al lanzarse a este viaje, hacia una vida que parece atraerle, su ingenuidad se enfrenta con una sociedad vaciada de sentido, para la que solo interesa el estatus, el poder, el dinero, las fiestas, el derroche y mantener una falsa apariencia de estabilidad. A través de la desilusión y, más tarde, de la confrontación de Nick, Fitzgerald mostraba la deformación del sueño americano en un momento de abundancia y prosperidad sin parangón en la historia de Estados Unidos, tras la Primera Guerra Mundial.
El Carraway literario es un testigo que se ve afectado por su entorno. Nos presta sus ojos y su mente para sentir el amor, la obsesión, el engaño y la nostalgia por viejos valores que le inspiran el resto de los personajes. Y es hacia el final de la novela que se aleja de un mundo que deja de atraerle al evidenciar su falsedad, y así alcanza él una transformación positiva. Su figura está en permanente contraste con los valores que estaban surgiendo en ese momento: el culto al dinero, el materialismo, el hedonismo momentáneo, el cinismo… que se apoderan del resto de los personajes.
En su lugar, el guionista de cabecera del director Baz Luhrmann, Craig Pearce, coloca a este personaje, interpretado porTobey Maguire, no como un testigo en primer plano que observa las decisiones de quienes lo rodean, sino que lo reduce a ser un narrador tras bambalinas cuya presencia se desdibuja frente al resto de los personajes. Baz Luhrmann comienza esta adaptación con un Carraway recluido en un hospital mental, sumido en la depresión y el alcohol, desilusionado después de haber pasado quizá su mejor verano, pero también el más terrible. A través de flashbacks, el derrotado Carraway narra a un médico las experiencias vividas en ese lapso. Entonces, el espectáculo comienza.
La fascinación del director Luhrmann está en el personaje de Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio), un hombre muy rico, dueño de una enorme propiedad a las afueras de la ciudad de Nueva York, que es conocido por ser un anfitrión extravagante al convertir cada fin de semana su mansión en el escenario donde todo es posible, algo parecido a un parque de atracciones que permite los excesos, el lugar más atractivo de la región. Pero él se mantiene en el más absoluto misterio; nunca se deja ver por sus invitados en las desenfrenadas bacanales.
Fitzgerald dibuja una sociedad que vive la reconstrucción tras La Gran Guerra, inmersa en la era del jazz y el boom del cine, pero también padeciendo un colapso económico y la gestación de ideologías que derivarían en una Segunda Guerra Mundial. En lugar de retomar el contexto político, el australiano convierte esta historia en un estrambótico espectáculo casi musical en el que la historia desaparece en el bullicio de las fiestas en la mansión de Gatsby, donde las luces y la música son tan glamurosas y apantallantes como los vestidos Prada de las bailarinas. Las escenografías art déco deslumbran, el formato 3D (integrado más como una obligación con efectos comerciales) pretende crear una sensación en el espectador de estar inmerso en este despilfarro, y la música totalmente alejada del jazz –a cargo de una larga lista de primeros lugares en ventas recientes–, evidencia aún más una película de por sí vaciada de su sentido original, pues no ofrece una nueva lectura con estas canciones. Como complemento, Luhrmann cae en escenas cliché, como la de un hombre afroamericano tocando apasionadamente una trompeta en el balcón de algún edificio de Nueva York.
Como lo hiciera en Moulin Rouge! (2001), Luhrmann emplea las viñetas y los planos aéreos que cubren velozmente los espacios, así como con una cámara que no recorre ni busca descubrir el entorno que se muestra ante Carraway, sino que da una sensación de dominarlo todo a través de un montaje plagado de cortes. Estos recursos acentúan el ritmo frenético que intenta hacer correr al espectador desde el primer instante, atrapando su atención con escenarios teatrales y cancelando la posibilidad de reflexión. Tal como sucede cuando Gatsby conduce veloz y frenéticamente su auto amarillo hacia la ciudad con Carraway como copiloto, mientras le narra la historia de su vida: como espectadores estamos más preocupados de no chocar que de cuestionar la veracidad sobre los orígenes de Gatsby. Todas las críticas políticas que pulsan en la realidad social de Fitzgerald, como el racismo abiertamente expresado por el personaje de Tom Buchanan (Joel Edgerton), o el personaje igualmente misterioso del judío Meyer Wolfsheim (interpretado por el famoso actor de Bollywood, Amitabh Bachchan) –con quien Gatsby entabla sus turbios negocios de contrabando de alcohol y químicos, y fraudes mediante la venta de bonos en Wall Street– son apenas mencionadas o han sido totalmente eliminadas de la versión de Luhrmann.
Las actuaciones tienen sus claroscuros. Como un traje hecho a la medida, al actor Leonardo DiCaprio le sienta bien la fingida soberbia, la melancolía y nostalgia que carcomen a Jay Gatsby por el deseo de recuperar a Daisy Buchanan. Su amada es interpretada con gracia y naturalidad por Carey Mulligan, quien se asume como esa joven ingenua e inmadura que sacrifica el amor por una posición social. A pesar de ello, todos los personajes parecen caricaturas. Sus cuerpos rara vez son afectados por las emociones que los rodean o por el intenso calor del que constantemente se quejan. Hay pocos momentos en los que los protagonistas pueden dar muestras de sus capacidades histriónicas: cuando Gatsby comienza a arrojar la vasta colección de camisas que posee a la cama donde Daisy se encuentra. Ella se suelta a llorar, quizás en el fondo añorando esa vida que se negó a tener al lado de Gatsby. O en el Hotel Plaza, en el que Gatsby confiesa a Tom Buchanan que Daisy nunca lo amó y planea dejarlo, mientras Jordan Baker (Elizabeth Debicki) y Nick miran el enfrentamiento entre ellos. Esto despierta en Daisy dudas sobre su futuro, que parece estar en manos de ambos hombres, que disputan su amor o, más bien, que están por decidir quién acabará por poseerla. En el encuentro, Jay Gatsby se encoleriza ante los cuestionamientos de Tom sobre su origen familiar y la procedencia posiblemente ilícita de sus bienes.
Los espacios son fundamentales en la obra de Fitzgerald, pues representan obstáculos que cada uno de los personajes debe atreverse a librar o cruzar para lograr sus propósitos. La mansión de Gatsby esta ubicada en West Egg, la zona de los nuevos ricos, mientras que al otro lado de la bahía de Long Island se encuentra East Egg, donde habitan las tradicionales familias de abolengo. La colosal propiedad de Gatsby tiene otra particularidad, que se encuentra justo frente a la de Daisy, separadas solo por la bahía. A Gatsby lo obsesiona el muelle de Daisy con el faro del que brota una intensa luz verde, que lo hace sentir cerca de ella y a la vez incapaz de atravesar el agua y sacarla de la vida que lleva junto a Tom Buchanan. La humilde casa a la que Nick llega colinda con las propiedades de Gatsby, lo que provoca que siempre se sienta observado o invadido por él.
No es difícil sentirse seducido por el gran Gatsby, ante esa ilusión de poder que proyecta, a través de su elegancia, su porte y los objetos que lo rodean y del misterio que podemos rellenar con nuestros propios deseos y fantasías. Pero detrás de este hombre que supo llegar a esa luz verde de riquezas impulsado por la esperanza, había un espíritu obsesionado nadando contracorriente hacia un pasado perdido. Este Nick no es lo suficientemente importante para hacer ese contrapeso fundamental a la parte deslumbrante de Gatsby, que permite que su perfil faraónico se derrumbe a favor de uno más humano. Tampoco la narrativa de Luhrmann lo deja ver con suficiente claridad. En parte por eso era fundamental que nos dejara conocer al padre de Gatsby, como sucede en la novela, que nos narra al pasado humilde de Gatsby. Pero, parafraseando al doctor de Carraway, al inicio de la película, estas historias nadie tiene que leerlas, siempre puedes quemarlas. Y así, bailar hacia el futuro dejándose llevar por la corriente, como si el pasado no existiera.