Aquí pueden escuchar el soundtrack de El Hobbit: la batalla de los cinco ejércitos
Reseña: El Hobbit: la desolación de Smaug
En 1995 Peter Jackson se interesó por los derechos de las obras de J. R. R. Tolkien. La faena cinematográfica que emprendió, finalmente redituó en logros tecnológicos de efectos especiales generados por computadora para batallas masivas, y un nuevo enamoramiento del público cinéfilo –y hasta lector necesitado de aventuras y epopeyas sin concesiones– de las épicas caballerescas y los viajes en busca de uno mismo, el bien común, y la lucha contra el mal –quizá Juego de tronos (2011) no sería el fenómeno televisivo que hoy es sin este antecedente–.
Las armaduras, los seres fantásticos, las armas poco funcionales y con diseños barroquizantes que fundían lo mejor del spaghetti western o las artes marciales versión Hollywood con clásicos como Excálibur (1981), Espartaco (1960), Willow (1988), The Dark Crystal (1982) o La historia sin fin (1984), plagaron la mirada de niños, jóvenes y adultos a principios del siglo XXI con el amor por las imágenes y las iconografías deudoras de la pintura romántica. Volvimos el rostro a la ficción cuya manda es que lo más importante de la batalla descansa en el amor a los seres queridos; y cuyo objetivo es la búsqueda de que el mundo sea un lugar cada vez más hermoso —incluso a costa de la propia vida. El destino, una vez más, gracias a este prodigio cinematográfico, se ofrecía misterioso en el despliegue audiovisual y lucrativo en las taquillas. La novela de Tolkien (El Hobbit, 1920) servía en bandeja un filme repleto de emoción, aventuras, épica, paisajes oníricos, magia, fuego, batallas en desfiladeros o movimientos imposibles al borde de cualquier precipicio. Cuando el realizador neozelandés confirmó que ese cuento se dividiría en tres episodios necesarios para cerrar sólidamente el círculo, se intuyó que era una decisión netamente comercial (convertir una novela de 324 páginas en una trilogía de 480 minutos y unas 500 páginas de guión, es casi una obscenidad sin sentido). Y Jackson, después de 13 años y al cabo de seis películas, ha concluido su alianza con la mítica mitología de Tolkien en la tercera y última parte de El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos.
Hasta ahora, de Bilbo Bolsón (Martin Freeman) y los 13 enanos liderados por Thorin Escudo de Roble (Richard Armitage), sabíamos sobre su viaje de la Comarca al reino de Erebor; que habían cruzado las grutas de las montañas brumosas, donde Bilbo había encontrado un anillo, y unas águilas amigas del mago Gandalf (Ian McKellen) habían trasladado a la compañía hasta un lugar seguro tras una batalla con un personaje temerario y villano llamado Azog, al mando de una cuadrilla de orcos; y también, que Gandalf se había enfrentado a un mal que acezaba desde la oscuridad de unas ruinas encantadas. Pero después de muchos traspiés, la pandilla continuó el viaje que inició en la primera parte de la trilogía; una travesía hacia el Este en busca del tesoro custodiado por el dragón Smaug (que porta la voz y el temperamento del polifacético Benedict Cumberbatch). La Batalla de los Cinco Ejércitos se conecta directamente a la segunda parte de la trilogía La desolación de Smaug y comienza con una primera secuencia en la que un furioso Smaug –expulsado del castillo en la Montaña Sagrada por Thorin, Bilbo y la tropa– destruye a bocanadas de fuego Esgaroth, la Ciudad del Lago, donde uno de los sobrevivientes, Bardo el arquero (Luke Evans), toma valor y hace frente a la bestia derrotándola. Todo esto sucede antes de que pasen siquiera 15 minutos de vértigo, filmado bajo un fantástico plano aéreo que abre campo progresivamente, para recordarnos el poder y la fuerza que atesoraba el dragón.
Después de la muerte de Smaug (envuelta en un despliegue de efectos especiales y secuencias de acción justificadas a cada movimiento, ateridas de un ambiente de destrucción, frustración e impotencia), la trama se centra en los relatos complementarios a esta aventura. Thorin recupera su reino y ahora es el dueño de los tesoros. Pero el rey enano sufre una transformación: su mente se perturba ante las riquezas, y la codicia se apodera de él. Los enanos llaman a esta afectación “la fiebre del dragón”. El otrora noble rey de los enanos es ahora capaz de sacrificar la amistad y el honor para conservar los tesoros. Bilbo y los súbditos de Thorin están preocupados, saben que la noticia de la muerte de Smaug debió expandirse de manera rápida por los diferentes reinos, y tanto los habitantes de la Ciudad del Lago, los orcos, los pueblos vecinos como los elfos, querrán una parte de la fortuna. Mas Thorin no está dispuesto a compartir el tesoro. Incapaz de hacer entrar en razón a su amigo, Bilbo se ve obligado a tomar una decisión a escondidas de éste. A la par de estos acontecimientos, Gandalf, que fue apresado por Saurón, “el señor oscuro”, es presa de la ira de éste mientras Galadriel (Cate Blanchett —la elfa mejor conocida por los entendidos de la Tierra Media como la Dama del Bosque), junto con otros aliados que incluyen a Saruman (Christopher Lee) y Elrond, el Medio Elfo (Hugo Weaving), luchan por abolirlo; y mientras ellos se distraen luchando contra él y los nueve fantasmas de los reyes malditos –ahora lacayos de Saurón–, Azog comanda las huestes que azotan a la Montaña Solitaria. El despliegue de armas, así, convoca a cinco batallones conformados por elfos, humanos, enanos, orcos, trasgos y trolls, que se han reunido a las puertas de la ciudad de los enanos. A medida que la oscuridad gana terreno, los hombres, elfos y enanos se enfrentan a un dilema: luchar entre ellos, o morir juntos defendiendo a los suyos de la devastación del mal.
Si Un viaje inesperado tenía un ritmo sereno y pausado y La desolación de Smaug nos sumergía en el misterio y el peligro, La batalla de los cinco ejércitos hace honor a su caos. Es una película bélica que trata, en realidad, del precio del odio, la avaricia, la deslealtad y la traición; donde la amistad es el único puntal que permite a los personajes mantenerse en pie, para luchar a favor de la luz. La acertada banda sonora a cargo de Howard Shore incrementa las sensaciones que se quieren y se logran transmitir: un terror oscuro y bruto, ignoto y primigenio. Peter Jackson trabajó de nuevo con los más altos estándares de la tecnología CGI y captura de manera detallada panorámicas majestuosas de los paisajes y los personajes fantásticos, como el ataque de Smaug a la Ciudad del Lago. Es también una cinta que sigue apoyándose en un reparto experimentado, sobre todo en Martin Freeman, que se las arregla para navegar entre el humor ingenuo y la pesadumbre, el heroísmo y la sordidez de la pérdida; y Richard Armitage en la piel de Thorin, el rey enano que se ve corroído por la ambición y el dolor hasta terminar consumido por las afrentas a su estirpe. Su lucha final contra Azog, es, quizás, el momento más sofisticado del combate en toda la película.
La recta final de La batalla de los cinco ejércitos posee una atmósfera cálida, por momentos trágica. La película es encantadora, heroica y dolorosa, con un regusto a melancolía digna de aplausos para los seguidores de la saga. Sin embargo, los vicios de Jackson se mantienen visibles: las secuencias de acción bobas y chistes audiovisuales (tan al estilo de George Lucas) creados para un público infantil en batallas no aptas para menores, la premura de apretar tantos elementos en una sola filmación, las historias cursis de amor melodramáticas… todo esto, por momentos da la apariencia de que la película solo es una concatenación de historias que se cruzan por circunstancias bélicas. Los diálogos escuetos y atropellados también se dan encontronazos con suspicacias comerciales en busca de la aceptación de las masas —muy evidente: el romance meloso y ñoño de la elfa Tauriel (Evangeline Lilly) y el enano Kili (Aidan Turner).
Y, a pesar de plagarse de fórmulas comerciales que sí evitó en la primera parte con inteligencia y don de fantasía (la mano de Guillermo del Toro en el guión de El Hobbit: un viaje inesperado (2012) es evidente), Jackson consigue mezclar el espectáculo de blockbuster con algunos momentos íntimos y tiernos gracias a dos decisiones clave: se asegura de que este sea el paseo más breve por la Tierra Media (no hay sitio para relleno innecesario) y reserva el final de la historia de Smaug para abrir la película con una economía de minutos digna de la dramaturgia clásica. Entre la última media hora de La desolación de Smaug y la primera de La batalla de los cinco ejércitos, se encuentra el Peter Jackson que logró una proeza para el cine como El señor de los anillos: Las dos torres. Una apropiada conclusión para la trilogía de Jackson y un adiós triunfal a la Tierra Media de la pantalla grande (¿acaso El Silmarillion —el libro pendiente en la pantalla grande de la Tierra media— podría devenir en una nueva saga? Hollywood podría sorprendernos). Ahora completa, El Hobbit se erige como una precuela que no demerita a El Señor de los anillos, aunque nunca llegue a superarla dados los esmeros por alargar un solo libro, sencillo y ameno, en más de ocho horas y media con fines meramente lucrativos.