Tiene casi diez años desde que vimos a Frodo (Wood) arrojar el anillo al corazón del Monte del Destino, poniendo fin a toda la maldad en el mundo, y pavimentando desde ese mismo instante la llegada al cine de la otra gran historia que el sudafricano J.R.R. Tolkien escribió sobre la Tierra Media: El Hobbit. La expectativa no podía ser más grande, principalmente porque la trilogía cinematográfica de El Señor de los Anillos plantó la semilla de una nueva especie de culto a esta obra que, si bien ya tenía a los académicos de su lado, ahora cuenta también con el amor incondicional de los devotos del cine fantástico. A pesar de las objeciones de los lectores más puristas de Tolkien, Peter Jackson se desvivió por imprimir con veracidad la esencia de esta singular mitología que tiende a sentirse familiar luego de unas cuantas páginas. A nivel técnico, no le podemos objetar demasiado al cineasta de Nueva Zelanda. En los demás aspectos, sin embargo, tampoco sería justo no objetarle algo.
El Hobbit: Un viaje inesperado abarca seis de los diecinueve capítulos de la novela de Tolkien, y para el que haya leído el libro esto significará algo obvio: que el desarrollo de la película se encuentra accidentado por la falta de acción relevante. En la trilogía anterior se suprimieron detalles importantes de las novelas debido a que había demasiado material. Jackson lo hizo tan bien aquella vez que incluso llegó a omitir a Tom Bombadil –un personaje bufonesco, poderoso e inmune a la influencia del anillo−, y el relato no perdió su naturalidad. En El Hobbit sucede justo lo contrario: Jackson toma hasta el más mínimo detalle de la novela –incluso introduce personajes que no aparecen en el libro– y se esfuerza por acomodarlo en pantalla, todo por el bien de una nueva trilogía.
Esta saga da inicio justo el mismo día en que empieza la trilogía de El Señor de los Anillos. De la misma forma que en La comunidad del anillo (2001), aquí hay varios preámbulos a la historia que son totalmente justificables –pues sería imposible comprender un mundo como éste sin algo de trasfondo−, además de que en ellos se muestran algunas de las mejores secuencias de toda la película. El relato inicial se enfoca en la civilización y cultura de los enanos, de quienes hasta el momento solo sabíamos que eran unos guerreros obesos y bufones. Excepto uno de ellos, al parecer: el atlético y poco jovial Thorin “Escudo de roble” (Armitage). Este personaje –que parece el reemplazo de Viggo Mortensen– es un príncipe que guarda un gran resentimiento hacia los elfos, y cuyo reino le fue arrebatado por el dragón Smaug. Luego de que Bilbo Bolsón –interpretado por un avejentadoIan Holm– relata esta anécdota, El Hobbit comienza de manera oficial con la llegada de 13 enanos a la casa de un joven Bilbo (Freeman), quien no tiene idea de por qué Gandalf (McKellen) los ha invitado.
Ya hemos visto en el pasado películas como The Deer Hunter (1978) o El padrino (1972), que comienzan con un banquete que se prolonga demasiado pero que funciona, pues nos introduce a los personajes importantes dándoles una forma definida y, de esta manera, relevancia a cada acto que realicen en lo sucesivo. La escena del banquete en El Hobbitse alarga más de lo necesario, y falla en presentarnos a los personajes como es debido. Primero llega Dwalin (Graham McTavish), luego Balin (Ken Stott), y luego entran todos los demás al mismo tiempo, sin ningún tipo de etiqueta o rasgo distintivo que nos haga diferenciar uno de otro, y el hecho de que Gandalf musite sus nombres mientras corren por la casa no ayuda mucho. Tampoco ayuda el hecho de que sus nombres sean tan semejantes (Dori, Ori, Nori, Fili, Kili, y cosas por el estilo). Al encontrarse despojados de su reino y abandonados por las otras razas –quienes ven con indiferencia los pesares de estos guerreros–, el grupo de aventureros podría despertar fácilmente la simpatía del público si no fuera porque, con excepción de su líder, su papel se reduce a comer, pelear y contar chistes de enanos.
En cuanto a Bilbo, Martin Freeman tiene más potencial como hobbit que Elijah Wood, y su actuación se apoya en una serie de tímidos titubeos que parecen sacados de una comedia británica (¿acaso no es cierto que los hobbits son como un inglés que se esfuerza demasiado por aparentar que tiene clase?). Pero el encanto no dura mucho, pues una vez que Bilbo se decide por acompañar a los enanos, su personaje se queda sin mucho que hacer o decir, y esto es culpa, nuevamente, de la extensión que sufrió el guión para abarcar casi tres horas de película. La misión de Gandalf, Bilbo y los enanos es mucho más simple que la realizada por la Comunidad del Anillo. Estos últimos debían salvar al mundo; Bilbo y los enanos, por su parte, solo lo estremecen al preparar su batalla contra el dragón. Esta empresa le es tan indiferente al mundo que Gandalf debe de convencer a los elfos de que él y su compañía están haciendo algo importante. Sobra decir que el enfrentamiento final con Smaug no sucede en esta primera parte, por lo que el grupo se ve obligado a pelear con todo lo que se cruce en su camino. Si bien esto puede resultar irrelevante en el primer episodio de la trilogía −pues de los enemigos principales solo se muestran cameos−, las batallas siguen siendo tan buenas como antes. Como siempre, las escenas de acción son exageradas –cada enano es capaz de enfrentarse a diez enemigos a la vez, y salir ileso– pero realizadas con maestría, y mucho de esto se debe a la imaginería de Tolkien, quien, según la gente que lo conoció de cerca, escribió parte de su obra mientras se encontraba en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
La mejor escena de la película, no obstante, poco tiene que ver con batallas. Se trata del capítulo cinco de El Hobbit, “Riddles in the Dark” (uno de los capítulos más importantes y famosos de toda la obra de Tolkien), en donde vemos a Bilbo tratando de salvar su vida mediante un juego de acertijos con Gollum (Serkis). La técnica del motion capture ha mejorado bastante desde la última vez que Andy Serkis dio vida a Gollum, y para este punto el actor inglés ya tiene tan dominada su técnica de interpretación corporal que bien podría interpretar con credibilidad a cualquier criatura de nuestro mundo, o de cualquier otro. Lo que nos lleva al asunto de la tecnología. El Hobbit es la primera película que se proyecta en un formato de 48 fps (cuadros por segundo), el cual ha tenido en su mayoría una reacción negativa por parte del público desde que se proyectó un adelanto de diez minutos en la CinemaCon de Las Vegas de este año. Los defensores del formato dicen que se acerca más a la manera en que ve el ojo humano, confiriéndole un gran realismo al aspecto visual de la cinta, pero al tratarse de una historia cuya mayor virtud se debe a su atmósfera fantasiosa, dudo que esto sea lo que El Hobbit necesita.
En esta época de franquicias prolongadas –ya sea a través de remakes, reboots o secuelas tardías–, era lógico que apresuraran a Jackson para hacer esta película. A poco más de diez años de que se filmó la primera trilogía, ya hubo complicaciones con Ian Holm y Christopher Lee, quienes debido a su edad y salud tuvieron que filmar sus respectivas escenas en los estudios Pinewood, en Londres. En una película donde la textura lo es todo, era casi obligatorio que el resultado fuera idéntico al que se obtuvo con las tres cintas anteriores, y para evitar la furia de los seguidores (y asegurar el éxito en la taquilla, independientemente de las críticas), era indispensable el regreso de Ian McKellen como Gandalf, o que Elijah Wood –que sigue pareciendo un adolescente– volviera como Frodo, y sobre todo, que Andy Serkis retomara a Gollum.
Todos estamos conscientes de que El Hobbit es una de las películas más esperadas de este año (o más bien, de los últimos cuatro años, desde que supimos que Guillermo del Toro la dirigiría). Es uno de esos acontecimientos que el mundo querrá ver a pesar de todo lo bueno o malo que se pueda decir al respecto, y por eso es una desgracia que la cinta sufra de aquello que en el futuro quizás sea conocido como el “efectoPrometheus”, ya que la división en tres partes hace que este primer capítulo se sienta como un escalón hacia el gran evento que todos esperábamos. Es un gran salto para la tecnología, pero un pequeño paso para el hobbit.