Además de la metaficción, una de las estrategias posmodernas más atractivas en la construcción del relato, ya sea literario o cinematográfico, es la repetición. Ambas le permiten al autor el desdoblamiento de varias capas para, en la primera, evidenciar la propia construcción del relato, y, en las subsecuentes, proponer la revelación de motivos que, aunque estaban presentas en la primera capa, no eran evidentes, alterando así la primera percepción del espectador sobre lo que había visto anteriormente. Tomando como referencia el concepto de la paradoja y materializándola mediante la edificación de dos escenarios que aluden a la escalera de Penrose y a la cinta de Moebius, el joven cineasta mexicano, Isaac Ezban, propone, en su ópera prima titulada El incidente (2014), la existencia de realidades alternas que son habitadas por personajes que sufren un encierro perpetuo y están condenados a transitar el mismo espacio una y otra vez sin la posibilidad de hallar una salida.
Dentro del panorama actual del cine mexicano, al ser un thriller de ciencia ficción –género prácticamente ignorado en la producción nacional–, El incidente resulta una propuesta atrevida y estimulante que motiva al espectador a generar especulaciones y meditaciones respecto a la fragilidad de la vida y los misterios inmutables de la existencia vinculados al tiempo, el espacio y la mortalidad. Conformado por dos relatos, en el primero de ellos seguimos a Carlos (Humberto Busto) y su hermano menor, Oliver (Fernando Álvarez), dos jóvenes que son acechados en su departamento por Marco (Raúl Méndez), un detective que busca detenerlos. Cuando los jóvenes pretenden escapar, una extraña explosión se manifiesta al exterior, dejándolos acorralados sin posibilidad de escapatoria. Ahí se manifiesta la primera repetición; los personajes llegan al primer piso, las puertas de salida no abren y se percatan que hay más escaleras hacia abajo. Cuando continúan el descenso, llegan al piso número 9, comenzando nuevamente el recorrido desde arriba, pasando por la misma escalera de Penrose una y otra vez. Siguiendo la tradición de Alphaville (1965), de Jean-Luc Godard, Ezban no necesita un despliegue pomposo de efectos especiales para crear un relato de ciencia ficción; basta una fotografía orientada a capturar los tonos grises de las escaleras, el blanco de las paredes, los juegos de líneas diagonales de los escalones mediante el uso del plano holandés para rememorar los grabados del artista, M. C. Escher, y crear cuadros que transmiten la inestabilidad emocional de los personajes, así como la sensación de estar en el interior de un atosigante laberinto.
Por otra parte, Sandra (Nailea Norvid) emprende un viaje de vacaciones por carretera en compañía de sus dos hijos y su esposo, Roberto (Hernán Mendoza). Durante el trayecto, se escucha nuevamente una explosión similar a la que detonó cerca del departamento de los jóvenes, pero la familia continúa, a bordo de su camioneta, el recorrido en carretera sólo para darse cuenta que han pasado en más de dos, tres, cuatro ocasiones por la misma gasolinera sin hallar una salida que los lleve al destino que habían planeado. La segunda paradoja, basada en la ilusión óptica de la banda de Moebius, se hace presente. Al desarrollar este relato en un espacio exterior, se perciben ecos de dos exitosas series televisivas, La dimensión desconocida (1959-1964) y Lost (2004-2010), principalmente en la manera en que la exploración del paisaje permite a las personas encontrarse con otra temporalidad, la del pasado, así como las secuelas de un accidente ocurrido en campo abierto. Mediante los planos generales, el director captura acertadamente una larga carretera que choca con el horizonte; se trata de una especie de barra extendida que se prolonga pero, para sorpresa de nosotros, está intrincada de tal manera que parece ser un ouroboros, una serpiente que está encerrada en sí misma y condenada a comerse su propia cola, símbolo de la naturaleza cíclica de las cosas, del eterno retorno. A diferencia de la primera historia, aquí se percibe la falta de la dirección actoral por parte de Ezban. Mientras Humberto Busto y Raúl Méndez se muestran en un tono templado que les permite otorgarle verosimilitud a la angustia que padecen sus personajes, Hernán Mendoza (Después de Lucía, 2012) y Nailea Norvind (Chronic, 2015) exhiben un tono exaltado; el primero exagera en su tierna actitud por querer ganarse la confianza de los niños, y la segunda tiene arranques histéricos que agobian al espectador más por sus intensos lloriqueos y berrinches que por el dolor real de la situación.
Al igual que lo hizo Paul Auster en sus novelas, Fantasmas (1986) y Viajes por el Scriptorium (2006), o Christopher Nolan en sus filmes,Inception (2010) e Interstellar (2014), Ezban arroja a sus personajes, por así decirlo, a un espacio vacío, luego apaga la luz y les cierra la puerta; entonces, ellos tantean en la oscuridad, buscando a ciegas el interruptor, pero son prisioneros de sus propias vidas. Todos ellos están atrapados en la repetición de bucles de una idéntica naturaleza, pero de estructura y apariencia distintas, encarnando una especie de nuevo Sísifo (aquel personaje mitológico condenado por los dioses a empujar perpetuamente una enorme roca hasta la cima de la montaña, sólo para que la piedra cayera otra vez, para que el condenado repitiera el acto de manera indefinida). A pesar del encierro infinito, sus cualidades humanas continúan siendo mundanas: no gozan del rejuvenecimiento, sufren el paso del tiempo que vivimos los mortales, están permeados del miedo y la desesperación. El filme plantea que el ser humano es un viajero de realidades que desconoce su situación y, por lo tanto, no es consciente de las decisiones que toma. Los personajes piensan que son libres y consecuentes con lo que piensan o hacen pero en realidad no es así. Sumergidos en el presente, su estado mental está en una especie de adormecimiento; se trata de un estado de semiensoñación donde la mente se deja arrastrar en un modo pasivo y se sumerge en pensamientos y sentimientos condicionados por el entorno, proponiendo que las decisiones y las acciones no son elegidas, sino impuestas por una realidad alterna.
Las dos historias paralelas se entrelazan en un perturbador e inquietante tercer acto. Los cruces entre ambos circuitos y sus respectivas relaciones temporales no se ejecutan de manera inmediata; Ezban es paciente para, en el desenlace, reunir las conexiones prudentes y otorgar las explicaciones necesarias haciendo énfasis en que la existencia de mundos paralelos permiten trasladarse de un sitio a otro, aunque este proceso no es de manera voluntaria, sino inducida por alguien más. Estas conjeturas e hipótesis se perciben desordenadas y evidencian que la resolución del filme está más vinculado a las ideas, que a los personajes. En el tramo final de la historia, un factor que le resta contundencia a las reflexiones sobre el tiempo y el espacio, es la introducción de una burda generalización acerca de los viejos frente a los jóvenes y cómo experimentan los momentos de la vida, cayendo en una representación superficial de los conceptos de felicidad, desdicha, melancolía y tragedia. A pesar de ello, Ezban es un director reflexivo, ingenioso y hábil que se arriesga a crear un filme de ciencia ficción de intrincada narrativa donde, en última instancia, el establecimiento de una dimensión alternativa funciona como un infierno al que, por un breve periodo de tiempo, podemos visitar para explorar nuestros propios miedos, rencores, culpas, responsabilidades, perversiones y debilidades, e indagar sobre nuestras acciones y decisiones que, por mínimas que sean, tienen ligeras consecuencias en el espacio-tiempo aparentemente lineal que habitamos.