Reseña, crítica El irlandés - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
The Irishman
El irlandés
 
Estados Unidos
2019
 
Director:
Martin Scorsese
 
Con:
Robert De Niro, Al Pacino, Jesse Plemons, Joe Pesci, Harvey Keitel, Ray Romano, Bobby Cannavale
 
Guión:
Steven Zaillian
 
Fotografía:
Rodrigo Prieto
 
Edición:
Thelma Shoonmaker
 
Música
Robbie Robertson
 
Duración:
209 min.
 

 
El irlandés
Publicado el 15 - Nov - 2019
 
 
Scorsese, como cualquier persona en el crepúsculo de su vida, claramente también tiene sus asuntos que resolver consigo mismo, con los suyos, con su religión y su Dios, de los que tomó su distancia durante algún tiempo y, expresamente, quien de niño fue monagillo y quiso ser sacerdote, confesó regresar a su madre, la Iglesia Católica. - ENFILME.COM
 
por Alfonso Flores-Durón y Martínez

En una gasolinera, cargando e intentando arreglar una falla mecánica del camión de transporte de carne que conduce, le cambió la vida a Frank Sheeran (Robert de Niro). Sin la menor idea sobre cómo solucionar el desperfecto, un (aparentemente) buen hombre se le acerca a ver qué cuál es el problema y, sin mayor contrariedad, lo resuelve. Su nombre, aunque en ese momento no se lo revela, es Russell Bufalino (Joe Pesci). La transformación, empero, no es inmediata. Todavía le faltan muchos turnos por cumplir, kilómetros por cubrir, hasta que el destino lo lleva a venderle carne a Skinny Razor (Bobby Cannavale), un sujeto involucrado en negocios opacos; y un problema laboral a Bill Bufalino (Ray Romano), un empático, hábil y bien conectado abogado. Ambos caminos (quizá todos los caminos) tendrían que llevar a Frank, eventualmente, al encuentro con Russel Bufalino, primo de Bill, quien resulta ser un hombre prominente y poderoso, un respetado y temido líder de la mafia italiana en la zona de Filadelfia. Con la sabiduría propia de quien sabe ser líder y, además, atiende venturas del destino, Russel toma a Frank bajo su resguardo y lo hace su hombre de confianza lo que, en buen cristiano, significa que lo convierte en su gatillero, le permite tener una vida económicamente más holgada y, por supuesto, en ese ambiente, compra su lealtad per secula secolorum. También, claro, a cambio lo apoyará en todo momento y lo vinculará con quien crea que puede utilizar sus servicios y que, en reciprocidad, le permita crecer profesionalmente; siempre, es evidente, a él, a Russell es en última instancia a quien deba rendirle cuentas.

Frank es un tipo calmado, incluso retraído, pero carente de escrúpulos al momento de ejercer la violencia al grado que sea necesario hacerlo, ya sea cumpliendo su deber laboral o en defensa de su familia, lo que lo convierte en una figura temida para su propia esposa y sus pequeñas hijas. Afuera del mundo de extorsiones, venganzas y asesinatos en el que tan tersamente se ha acoplado Frank, se vive un proceso de turbiedad política en los Estados Unidos (plena Guerra Fría, invasión a Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles de Cuba) en aquel momento. Gobierna el demócrata John F. Kennedy y ha colocado como Fiscal a su hermano, Bobby, quien está decidido a acabar con la corrupción, particularmente la de los influyentes sindicatos. Uno de los líderes sindicales más poderosos (el de los camioneros), Jimmy Hoffa (Al Pacino), es particularmente vigilado por Bobby Kennedy tanto por sus notorios nexos con la mafia –cuya alianza le permite mantener a raya a contrincantes que buscan su puesto- como por el hecho de que Hoffa apoyó al rival de su hermano, el republicano, Richard Nixon, en las elecciones presidenciales que lo llevaron a la Casa Blanca. Frank se convierte en guardaespaldas de Hoffa, pero también en su persona más cercana y confidente; y Hoffa le toma un cariño especial a Frank y a su familia, particularmente a Peggy, la hija mayor. Pero Frank, a fin de cuentas, a quien le vendió su alma fue a Russell, a quien le debe su prominente carrera (delictiva) por lo que continuamente debe regresar a rendirle cuentas. Cuando éste le pide a Frank mediar con Hoffa para que baje la intensidad de su rijosidad con el gobierno porque está afectando los amplios intereses de la familia criminal, éste no tiene otra sino cumplir. Pero Hoffa no quiere recibir consejos, mucho menos amenazas de nadie (menos después de haber estado encarcelado, sin el apoyo que esperó de la mafia). Frank queda, pues, atrapado entre los dos pilares de su vida profesional frente a lo que se avecina como una guerra implacable. En el dilema de sus lealtades quedará sellado el destino de Frank: de su familia y de su conciencia.

The Irishman, basada en el libro I Heard You Paint Houses de Charles Brandt (por el esmalte rojo que despedían los cuerpos de las víctimas de Frank Sheeran, hijo de pintor de brocha gorda, y que dejaba embadurnado en las paredes y piso de esas casas), es el filme que durante tantos, tantos años quiso filmar Martin Scorsese (al igual que Silence, su filme previo, y para ayudarlo a cristalizar ambos fue decidida la contribución del productor mexicano Gastón Pavlovich) y, de entrada, presenta una ironía; una que es simultáneamente emotiva, sorprendente y admirable: a sus casi 80 años de edad, Scorsese sigue filmando con el vigor, intensidad y brío de un jovencito (quizá incluso más energético que cuando él mismo era un chamaco –y sin las ayudadotas con las que entonces se condescendía-), pero lo hace para plasmar en celuloide lo que claramente es su despedida o, cuando menos, el segundo paso de su despedida del cine.

The Irishman, como recientemente ocurrió con el filme de Jarmusch (The Dead Don’t Die), y también con el de Almodóvar (Pasión y gloria), (¿coincidente? tendencia entre tres importantes autores de cine) al mismo tiempo que va desarrollando la trama, se va convirtiendo en un robusto despliegue de temas, tropos, obsesiones, bromas y guiños autorreferenciales; en este caso homenajes del Scorsese erudito en cinefilia, cinéfilo apasionado, a Martin Scorsese, uno de los autores de cine más trascendentes y admirados de los últimos 50 años.

Y también, como los otros realizadores, aunque de manera más estructurada y copiosa, reparte a sus grandes amigos y cómplices de años (también varios de los más talentosos e icónicos de la historia reciente del cine) los roles que además de permitirles recuperar su prestigio con interpretaciones como las de sus mejores años (De Niro y Pacino calibrados como hace mucho no se les veía parecen hechos para trabajar con Scorsese, Joe Pesci simplemente supremo), reunidos nos hacen sentir a los espectadores como si asistiéramos a un convivio con familiares que no vemos hace mucho (o al menos no a todos reunidos, juntos). Cada uno, además, parece representar un discurso individual de una parte del testamento de Scorsese; es decir, son una especie de alter ego coral en el que, eso sí, DeNiro (su alter ego históricamente más alter ego) despliega los ‘solos’ principales, fundamentalmente hacia la conclusión del filme que representa un declaración rotunda de Scorsese para sellar su filmografía y, parece, también su vida, con claras notas de arrepentimiento y expiación. A Sheeran les sobraban razones de índole moral, familiar y también espiritual; Scorsese, como cualquier persona en el crepúsculo de su vida, claramente también tiene sus asuntos que resolver consigo mismo, con los suyos (a los que pudo haber lastimado, a los que quizá puso en nivel secundario respecto a las exigencias de tiempo y dedicación que le implicó el cine), con su religión y su Dios, de los que tomó su distancia durante algún tiempo pero -quien de niño fue monagillo y luego quiso ser sacerdote- con los que eventualmente ha limado asperezas; expresamente, hace poco, confesó su satisfacción por haber regresado a los confines de su madre, la Iglesia Católica.

Y ahí están los temas que han obsesionado a Scorsese desde siempre: la importancia de sostener unida la familia (aunque el hacerlo provoque peores problemas), la búsqueda del poder o la fama, la sociedad regida por el machismo narcisista, la violencia como recurso animal de quienes necesitan validaciones constantes, la lealtad como valor sine qua non de la estabilidad social, el mundo en el que existían los códigos y se respetaban (y si no, se pagaba el violarlos), la corrupción como elemento fundamental de convivencia, el respeto a las jerarquías, la rebeldía contra la autoridad, el paso del tiempo que con casi todo arrasa y la religión, tanto en su dimensión cultural, social, incluso como componente accesorio pero, también significativamente, como principio espiritual.

Pero eso, toda la narrativa de The Irishman, con cada uno de los espinosos temas involucrados, con los recursos de la imaginería visual desplegada, nutrida incluso de vistosas explosiones oníricas, todo es contado para que podamos conocer a detalle lo que guarda el alma de un hombre (Sheeran, producto de su tiempo y de su circunstancia, que fue a la guerra y ahí se acostumbró a que la vida de otra persona, del otro, no es sagrada sino desechable, aprendió a normalizar la posibilidad de eliminarla sin involucrar sentimientos) que durante buena parte de su vida pareció incapaz de sentir remordimientos o culpas, pero que al final de su vida (y por eso el filme está planteado a partir de un prolongado flashback con vaivenes temporales) tiene la oportunidad de, cuando menos, orquestar un ejercicio de memoria y, a través de él, de la honestidad con que alcance a confrontar las acciones de su pasado, tener la posibilidad de, quizá, asimilar el daño que ha hecho y la estela de destrucción que eso ha causado, abriéndose así el espacio que permita un posible proceso de redención.

Scorsese ha encontrado una estupenda mancuerna en los ojos  y la mente del mexicano Rodrigo Prieto, su cinefotógrafo desde hace varios años. Mucho más joven que él, Rodrigo no sólo aporta su talento, conocimiento del medio y educado ojo para encuadrar planos y resolver secuencias, sino también la vivacidad para ejecutar ese estilo tan dinámico que implica la personalidad de la cámara en Scorsese y la capacidad de adaptarse a los requerimientos del maestro del cine. En The Irishman, Prieto utiliza distintos tipos de película de 35 mm. para brindar diferentes coloraciones a las épocas que abarca la historia (incluso el período más reciente, con iluminación más tenue, el del ocaso, sí grabado en digital), para iluminar la historia también con diversas graduaciones; el resultado visual es soberbio. Cada plano informa, pero también expresa y evoca, bajo el acomodo siempre juicioso de la eterna editora, Thelma Shoonmaker. Rodrigo Prieto ha contribuido decididamente en la recreación que ha hecho Scorsese (en ocasiones casi en forma de calca) de secuencias que ya había filmado, de fragmentos de historias que ya había reconstruido y que en The Irishman recuperan aquel sentido pero, al mismo tiempo, adquieren un nuevo significado dentro de esto que, sobre todas las cosas, es el rompecabezas de la memoria fílmica de uno de los grandes maestros del cine contemporáneo. Un auténtico testamento del arte de hacer cine como arte. 

 
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