Por Alfonso Flores-Durón y M. (@SirPon)
Desde su debut como realizador cinematográfico con The Seventh Continent (1989) Michael Haneke demostró tener una visión nítida de lo que quería decir a través del cine. No había titubeos ni medias tintas. Sin complacencia alguna enfiló todas sus baterías a demoler las hipocresías, frivolidades y el hastío de la burguesía austriaca; sus intensas resonancias fácilmente podían dejarse sentir en buena parte de las sociedades del resto del mundo.
Veinte años más tarde, habiendo dirigido diez largometrajes en ese trayecto al presente, con una colección de premios y alabanzas por parte de crítica y público exigente en idénticas proporciones, consolidado como uno de los directores fundamentales en activo, Haneke ha esculpido en celuloide, con The White Ribbon (2009) un clásico instantáneo del cine. Un filme decisivo en su carrera. Una auténtica obra maestra de la expresión artística.
La avejentada y ecuánime voz de un narrador nos comunica que, si la memoria no le falla, intentará reconstruir los hechos ocurridos en un pequeño pueblo alemán, en julio de 1913, sólo unos meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Muchas de las preguntas generadas por los sucesos, quedaron sin respuesta, él mismo nos hace saber, informándonos además que en esos días su ocupación consistía en impartir clases en el colegio local, por lo que atestiguó de cerca todo lo que nos relata.
La comunidad, endogámica, estaba rígidamente amparada en el puritanismo luterano más férreo y autoritario. Las solemnes formas que revestían la convivencia cotidiana entre los habitantes y el estricto espíritu con que resolvían sus afanes de orden moral no impidieron, sin embargo, que se llevaran a cabo perversos actos cuya dosis de maldad, de resentimiento y de brutalidad eran, a primera vista, inexplicables; por el contrario, éstos parecen haber sido salvajes reacciones a la asfixiante y opresiva disciplina que imperaba.
Nadie sabe bien a bien cómo sucedieron y mucho menos quién provocó los accidentes sufridos por distintos habitantes del pueblo, pero desde que se tuvo noticia del primero de ellos el ambiente se hinchió de zozobra; el horror y la perplejidad se afincaron entre ellos.
El comportamiento de los niños es observado con especial detenimiento. Son criaturas tremendamente sometidas; adoctrinadas con severidad tal que parecerían encontrar en la planeación y ejecución de actos de terrorismo –aceptando sin conceder que ellos fueran los perpetradores- la válvula de escape con la cual liberarían su represión; porque nunca es del todo definitivo que los infantes sean en realidad quienes se encuentran detrás del horror sembrado en la comunidad. Y Haneke, fanático de plantear cuestionamientos que se niega a resolver, no tendría por qué hacer una excepción en esta oportunidad.
A Michael Haneke nunca le ha gustado explicar las razones ni las motivaciones de sus personajes; en ocasiones incluso ha dejado sin develar la identidad de quienes ejecutan los actos de brutalidad habituales en sus cintas -como en el caso de este filme ó de Hidden (2005)- que desestabilizan y descomponen la sociedad en la que se llevan a cabo. Para él, son más importantes las consecuencias que las causas pues éstas, en situaciones complejas como las que gusta representar, suelen tener orígenes variados y su deseo es que la historia personal y los prejuicios de cada espectador intervengan en su propia complementación de los cabos que él deliberadamente deja sueltos.
Mucho se ha comentado acerca de que The White Ribbon fue planteada por Haneke como una alegoría sobre el surgimiento del fascismo. El propio realizador lo ha negado, acusando de simplista esa observación. Reconoce lo innegable; que la generación de niños presentada en el filme podría ser la masa cautiva para el surgimiento de cualquier tipo de totalitarismo ya sea de derecha o de izquierda y que sí, en esta coyuntura, fue ésta a la que sedujo el siniestro discurso de Hitler. El listón blanco, elemento utilizado en la película para amarrarse al brazo de los niños cuando cometían actos inmorales, actuaría como recordatorio permanente de la pureza anhelada, su presencia evitaría tentaciones y, de tenerlas, impediría que éstas fueran ejecutadas; de manera particular en esos sitios del cuerpo donde “Dios eleva barreras sagradas”. Inevitablemente, también, remite a la swástica nazi. En cualquier sitio donde las personas sufren represión, humillación, sufrimiento y agonía, subraya Haneke, está abonado el terreno para que pueda desarrollarse el radicalismo. “Una idea puede ser buena o mala; institucionalizada se vuelve peligrosa porque se convierte en ideología”, remata él mismo, categórico.
Michael Haneke ha conseguido algo que pocos directores en la historia del cine, incluso los más renombrados, han conquistado: el evolucionar consistentemente entre obra y obra, pese a que cada una de ellas, principalmente las de los últimos años, parecen, todas, inmejorables. De por sí es un cineasta obsesionado por ejercer un control exhaustivo en el proceso de traducir en imágenes cuanto está escrito en el guión desde sus primeras incursiones en el medio, en The White Ribbon el grado de maestría alcanzado en el aspecto formal es rotundo. La hermosa fotografía en blanco y negro de Christian Berger fue hormada a partir del evocativo trabajo de August Sander, cronista fotográfico de la Alemania de principios del siglo pasado. La forma de encuadrar y mover la cámara es en extremo cuidadosa; revelando con sutileza hasta donde se nos permitirá conocer y omitiendo aquella información que no nos será expuesta. El nivel de las interpretaciones, pese a mezclar actores profesionales con quienes no lo son, y con un reparto mayúsculo de niños, es extraordinario. Se trata de una película de una sofisticación estilística que ronda los terrenos de la perfección absoluta.
Los pecados de los padres, y de los padres de los padres, acostumbran tener un peso aplastante en los filmes de Haneke; una carga casi genética que marca a sus descendientes y a los de éstos, dejando como saldo una propensión a la violencia social cuyos resortes están activados para actuar en cualquier momento. Deshumanicen nuestro mundo, llegó a decir Kafka, y la consecuencia será una sociedad privada de emociones y predispuesta a la crueldad y la maldad. Por si las dudas, Haneke no deja de recordárnoslo.