Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
La familia es el territorio del director estadounidense Derek Cianfrance. Y la nostalgia, su vehículo. Su ópera prima, Brother Tied (1998) nunca fue estrenada comercialmente porque nadie que pudiera quiso pagar los derechos del soundtrack –que incluía canciones navideñas de The Five Keys, The Moonglows, The Orioles y The Drifters–. Con Blue Valentine (2010) –que aborda la historia de una pareja, en un ir y venir del tiempo abarcando desde su gestación hasta su ocaso por un periodo de seis años– caminó a paso seguro por la delgada línea azul que separa el sentimentalismo y el dolor del melodrama, la honestidad del lugar común, la veracidad de las fórmulas. Con su más reciente The Place Beyond the Pines, un tríptico sobre la paternidad, ha puesto la cuerda floja más alto y el vértigo lo ha hecho trastabillar.
El filme abre con un plano secuencia que presenta con abrumadora y a la vez empática cercanía a un Ryan Gosling a la Drive (2011), un chico malo y solitario, con un corazón todavía vivo aunque capaz de mucha perversidad, de corteza dura, tatuajes abundantes, chamarra de piel y motocicleta, con look ochentero como salido de Blade Runner (1982); es un redneck (como en Blue Valentine) que trabaja como showman, destinado a una vida mediocre, aunque sabe manejar como muy pocos su moto, y eso le da esperanza. Se vale de este rudo talento cuando se entera que tiene un bebé con una chica que no estaba segura de que él recordaría su nombre (Eva Mendes), de la que no ha sabido nada durante meses y que ya tiene una vida armada (pareja incluida) de la que él no forma parte. Pero él es padre y quiere ejercer esa paternidad. Si algo va a cambiarlo, si algo le dará sentido a su vida, es ese regalo divino. Dentro de lo limitado de su visión (¿dónde está el padre de este hombre para indicarle la ruta correcta?) encuentra que robar bancos le brinda el dinero necesario para armar la familia que desea. Pronto, muy pronto, su torpeza avivada por cierta prepotencia, reforzada a su vez por su ensayada violencia durante los atracos, lo hace colisionar en grande.
Esta primera parte, la más parecida al filme anterior de Cianfrance, con una pareja protagonista rebotando contra sus deseos y expectativas y contra la realidad, es el mejor fragmento. A partir de aquí corre el punto de fuga que nos deja ver el resto de la historia, siempre a futuro, con más y más lejanía en el enfoque hacia sus personajes. En Blue Valentine, Ryan Gosling y Michelle Williams protagonizaban el filme con una refinada variedad de matices que ponían en evidencia con pequeños detalles el sigiloso paso del tiempo sobre su alma. El paso del tiempo en The Place Beyond… es apenas un aviso entre capítulos, expresado en la televisión o con un intertítulo en la pantalla. Donde más se nota es en los lugares que aunque siempre son los mismos, en cada uno de los tres tiempos parecen renovados.
Durante la segunda parte del filme, en la que la cámara transita del caos ad hoc con la vida del criminal, a las tomas cerradas, típicas del drama de intriga, Avery, actuado por Bradley Cooper, busca con culpa la redención a través de la justicia que él, desde la policía, puede ejercer. Irónicamente, este camino del bien, trazado en gran medida por su propio padre, lo continúa alejando de su hijo, sobre quien, sin querer, ha depositado el peso de sus más fatídicos errores.
Como en una tragedia griega, en The Place Beyond… las condenas de sangre marcan destinos ineludibles en los que cada quien, como trapo, debe jugar el papel que se le ha otorgado desde un pasado remoto. Los caminos (en los que Cianfrance constantemente enfatiza visualmente –hay carreteras, calles, callejones–) están trazados de antemano por la genética. Para estos hombres, la paternidad no es un gesto, tampoco retórica, ni siquiera constancia únicamente (hay un padre putativo que no resulta suficiente), es, sobre todo, sangre y herencia, y, por supuesto, un signo de hombría. Todos ellos siguen códigos de caballería, formales, absurdos ocasionalmente, que resguardan un violento deseo de proteger su territorio –biológico, físico y metafísico–.
La perspectiva ubicada en el pasado más remoto de la película, 17 años antes del final, obliga a que, en la lejanía, el futuro sea cada vez más gestual, menos detallado, más caricaturesco y de fórmula. La última parte, donde los dos hijos se reúnen, a pesar de la calidad de las actuaciones, concluye de manera melodramática y sin demasiadas explicaciones ni misterios. Estos dos jóvenes son más el resultado de una necesidad narrativa, que la mezcla justa de circunstancias con causalidad. El final marca un obligado regreso al origen, y quizá éste sea el trayecto más conveniente para Cianfrance.