Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
Si algo han buscado recalcar tanto realizadores como críticos es que (cito al director): “aunque se llame The American, ésta es una película europea en casi todos sus aspectos”. Con este oximoron que coloca en el extremo de la frivolidad a lo ‘americano’ y en el reflexivo a lo ‘europeo’ han intentado advertir al público sobre el tipo de audacia que George Clooney presume en este filme.
No es tan importante la velocidad que alcanza al correr como la paciencia que pone al construir un arma. Es verdad que en una de las primeras secuencias (después de mostrar sus dotes de amante enamorado) el guapo protagonista percibe al enemigo con radar de murciélago, dispara con tino de misil soviético y es más implacable que el tiempo, pero ya en la siguiente secuencia sabemos que el frío de la blanca nieve en el paisaje sueco no era sólo un pretexto para vestirlo con botas, sino una metáfora del alma que conoceremos y que se transformará a lo largo de la trama. Vemos la locura, descubrimos el método.
Clooney interpreta a Jack, un asesino que antes de retirarse tiene que cumplir con un último trabajo cuyos fines desconoce. Actuar sin conocimiento de causa no es problema pues la película ofrece suficientes pruebas para pensar que siempre se ha comportado como peón, moviéndose una casilla a la vez. Durante este lapso se retira a un pueblo en las montañas italianas donde además de ejercitarse en su pequeña cabaña, en contra de las órdenes de no hablar con alguien, entabla una amistad con un padre (Bonacelli) y se enamora de Clara, una prostituta (Placido).
Entre largos silencios y la contemplación de hermosos paisajes magistralmente encuadrados, con tomas más abiertas que en su trabajo anterior Corbijn devela el conflicto interno del protagonista de naturaleza tan contenciosa y desafiante como el ojo que lo filma. Jack quiere dejar atrás el asesinato, la soledad, superar el bloque de hielo que es y vivir una vida más cálida, como la noche que pasa en el cuarto de tonos rojizos de Clara, y con un propósito menos efímero que el de solo sobrevivir. Su lucha es de un solo hombre y se entreve en pequeños detalles, como la manera en que mira, camina, besa o maneja, o a través de rasgos del paisaje, como un halo de luz, un bosque oculto, una mariposa que se eleva entre las copas de los árboles.
El fotógrafo y videoasta de origen holandés, Anton Corbijn, con un fuerte bagaje musical, después de haber fotografiado a personajes icónicos de la cultura pop como David Bowie o Madonna, debutó en 2007 con una película sobre el líder de Joy Division, Ian Curtis, a quien conoció y retrató en los setenta al llegar a Inglaterra. Con Control se puso a prueba como cineasta, una prueba que según su elección abarcaría tres películas. The American es la segunda. En ambas muestra una manera paciente y muy controlada de filmar, y un anclaje a los años setenta, en lo visual y en el tempo. También, ambas comparten un personaje central que se debate entre las frivolidades de las apariencia y los dictados de su alma.
Este filme, aunque carece de la pasión del primero, el resultado sigue siendo notable. El actor demuestra saber actuar y el fotógrafo, saber dirigir. Algunas de sus fallas menores son huecos narrativos que se deben en gran medida a la manera tan contenida de narrar. Se dice poco, todo se muestra, el campo de la interpretación es vasto. Es difícil hilar la presencia del padre con la trama principal o justificar el enamoramiento de un momento a otro con la prostituta. Sin embargo, la falla obvia, la falta de acción, es su mayor virtud. Corbijn con solo dos películas se constituye como un director que a través de su estilo está dispuesto a confrontar las figuras más representativas de la cultura pop y así mantenerse constante como artista.