por Alfonso Flores-Durón y M. (@SirPon)
Cuatro puntos resaltan cuando se revisa la todavía breve filmografía del cineasta iraní, Asghar Farhadi: su gusto por contar historias; su interés porque éstas sean retratos de conflictos matrimoniales; su intención por mostrar la complejidad de cada elemento involucrado en estas disputas; y su convicción de que el tipo de confrontación más severo que tiene un individuo, en última instancia, es consigo mismo, por lo que –el propio Farhadi lo admite-, más que un discurso político, o incluso social, su propuesta tiene que ver con interrogantes de orden moral. Porque ese bien podría ser el quinto punto a destacar, zona de desemboque de los anteriores. A Farhadi no le interesa ofrecer respuesta alguna al espectador, lo suyo es cuestionar, plantear preguntas que propicien que el filme sea apenas el punto de partida de una reflexión prolongada. Aunque sus estilos son muy distintos y su forma de abordar los temas también, no es disparatado pensar, establecido lo anterior, en Michael Haneke como un director con el que pueda identificarse a Farhadi, más allá de los Oscar que ambos han ganado. También Kieslowski viene a la mente; e incluso un aspecto de Bergman.
Puede resultar fácil confundir el análisis de la propuesta fílmica de Asghar Farhadi. Particularmente para los prejuiciosos, pero también para los perezosos. En apariencia sus películas son historias con tramas sencillas, apuntaladas en narrativas simples, que corren de forma lineal, en las que habrá quien busque explicaciones simbólicas por doquier, y en las que otros querrán ociosamente encontrar puntos de comparación con los autores consagrados, consumados alegoristas de Irán (Kiarostami, Makhmalbaf, Panahi, incluso Rafi Pitts).
Para Farhadi, sin embargo, no es anatema hablar de la vida de la clase media iraní (alguien tiene que hacerlo), y tampoco lo es hacerlo desde el realismo. Siendo iraní le es imposible evitar uno que otro guiño metafórico en sus cintas, pero su preocupación fundamental tiene que ver con el momento en que cada uno de sus personajes queda ubicado frente a una encrucijada moral. Y, dado su gusto por proponer situaciones que exigen un ensamble de involucrados, el autor iraní enfatiza la forma en que las intenciones y decisiones (acciones u omisiones) de unos, al intersecarse con las de los otros, hacen estallar en pedazos las posibles interpretaciones de quienes, como observadores, atestiguamos a la distancia el doloroso choque de consecuencias. Farhadi, entonces, exige del espectador recoger los fragmentos de información esparcidos e intentar unirlos para remendar, hasta donde es posible, una realidad que se percibe ofuscada por los orificios que impiden su plena lectura. Al hacerlo, hace evidente la naturaleza misma de esa realidad, perforada de por sí; y la manera en que la percibimos y la narramos: cuando empezamos a ser conscientes de esos huecos es fácil que nuestra confusión propicie más orificios. Pero ¿qué acciones son las que contribuyen a la creación de estos abismos?
En 2009, en el London Film Festival, tuve oportunidad de ver About Elly, el cuarto largometraje de Farhadi (en el que un grupo de matrimonios clasemedieros de Teherán viaja de fin de semana, con sus hijos, la maestra de uno de ellos y un amigo recién divorciado, a una costa del Caspio, donde entre la diversión y el desahogo se colarán el misterio y la tragedia). Entonces, me cautivó su forma de generar tensión hasta en el reposo, y su maestría para mantenerla sostenidamente, secuencia a secuencia; su capacidad para orquestar situaciones, sembrando enigmas, en las que las mentiras, las medias verdades, la evasión de responsabilidades y asignación de culpas detonan rompimientos irreparables; y su talento para, sin forzarlo, sin artificios, criticar de forma oblicua, a través del microcosmos fabricado, la falsedad inherente al sistema político y social iraní. Algo similar hizo con su filme previo, Fireworks Wednesday (2006) y, por supuesto, incluso con su aclamado, A Separation (2010), aunque en lienzos diferentes, con menos personajes principales y, es cierto, en éste último lográndolo de manera más cohesiva, más rotunda. Como buen autor, con The Past, Farhadi ha dado seguimiento a la exploración de las mismas inquietudes, logrando consolidar su estilo para confeccionar minuciosamente historias en las que prive la incertidumbre y le sea imposible al espectador adjudicar culpas a la ligera una vez que las máscaras comienzan a resquebrajarse; en las que la audiencia es obligada a profundizar su entendimiento sobre la forma en que el humano intenta asimilar su relación con el tiempo, y también con el espacio. Con la irrevocabilidad del pasado y la forma en que los ecos de lo que hicimos o dejamos de hacer nos persigue, y lo hará siempre.
Ahmed (Ali Mossafa) regresa a París para finiquitar su divorcio de Marie (Bérénice Bejo), cuatro años después de haber sufrido un colapso nervioso y haber huido a su natal Irán. Desde que se sube al auto en el que ella lo recoge, queda claro lo nebuloso que les resultará mirar hacia atrás. Ya en el trayecto a casa de Marie, entre broma y en serio, comienzan las recriminaciones mutuas. Parece como si Ahmed tuviera la esperanza de una reconciliación, pero el deseo de Marie de quedar legalmente libre tiene como fin, le hace saber, el poder casarse con Samir (Tahar Rahim) –dueño de una lavandería vecina de la farmacia donde ella trabaja-, quien a su vez está casado con una mujer que se encuentra hospitalizada, en coma, como resultado de un intento de suicidio.
Ahmed deseaba hospedarse en un hotel, pero Marie decidió que lo ideal es que se quedara en su casa, en buena medida para que conviviera con sus hijas, la adolescente Lucie (Pauline Burlet) y la pequeña Léa (Jeanne Jestine), ambas producto de un matrimonio previo, pero a las que él quiere como propias. La casa es un caos (aunque quizá ligeramente más ordenada que la cabeza de Marie), está en remodelación, y además también es ya el hogar de Samir, y de su hijo Fouad (Elyes Agui). El niño de inmediato resiente la presencia de Ahmed, convirtiendo aún más irritable el comportamiento de quien no tiene idea de qué es lo que ocurre a su alrededor. Ni él, por su escasa edad, ni Léa que la comparte, ni Lucie que vive una etapa de por sí atribulada; pero tampoco los adultos parecen entender cómo es que llegaron a la situación en que se encuentran. Todo es confuso; la atmósfera está infestada de resentimiento, culpas, secretos y vacilaciones.
Lucie no soporta a Samir y, le hace saber a Ahmed, nunca lo aceptará; no admite compartir el techo con él. Está convencida de que el amorío con su madre fue la causa del intento de suicidio de su mujer. Marie está harta del errático y rebelde proceder de su hija, y le pide a Ahmed platique con ella e intente convencerla de aceptar a su nuevo hombre. La petición lo incomoda pero al mismo tiempo le hace sentir que sigue siendo el pilar de la familia. “Mi madre ha estado casada con tres hombres desde que nací”, le dice Lucie, frustrada ante la inestabilidad emocional que advierte en su progenitora. Samir resiente la familiaridad con que Ahmed se mueve en lo que ahora considera su territorio y, pese a que Marie le pide regrese a su departamento durante los días en que su exmarido ahí permanecerá, no resiste el impulso de retornar e instalarse también en la casa, consolidando un borrascoso y desamoroso triángulo que tensará el ambiente hasta el sofoco. Difícil prever que alguien salga ileso de esta intoxicada cámara.
Si bien es nítido que lo arriba descrito delinea un severo drama (Farhadi ejecuta la complicada urdimbre con pericia evitando precipitarse a los terrenos de un melodrama que parece acechar delicados episodios de la trama), el supremo manejo que el realizador iraní hace de la tensión nos hace sentir como si se tratara de un thriller (incluso reitera tomas desde alguna ventana en la que alguien –no siempre la misma persona- espía qué es lo que ocurre en otro sitio de la casa), como antes igualmente lo fraguó en About Elly. Es cierto que en el último cuarto del filme la duda sobre en quién recae la responsabilidad del intento de suicidio de la mujer de Samir añade un genuino elemento de suspenso a la historia, pero los sentimientos de perplejidad y desasosiego quedan establecidos desde las secuencias iniciales de la película. Desde entonces, el incremento de la tirantez es paulatino, pero resuelto. Lo que verdaderamente hincha el entorno es el proceso de reconstrucción, pieza por pieza, recuerdo por recuerdo, de un pasado flébil que tiene fracturado el presente y parece ofrecer pocas garantías para que brote el futuro. Cuentas pendientes que no terminan de saldarse, que impiden que las llagas suturen; culpas agudas que imposibilitan la serenidad necesaria para que el alma edifique una nueva vida en paz, con la conciencia limpia, habiendo clausurado debidamente los ciclos previos.
“Quiero hablar del presente”, exige Samir a Marie. “El pasado murió”, remata él mismo, inconsciente de que al negarlo entorpece su redención. El pasado no puede eliminarse por decreto, ni por ninguna otra vía.
La tarea de reconstruir el pasado, incluso de la propia vida, no siempre es plácida. Las grietas de la memoria en ocasiones lo dificultan. En el cine, para lograrlo, se suele invocar al flashback, a la intervención de un narrador, o incluso a la recapitulación utilizando el recurso de la historia contada desde distintos ángulos, a partir de los testimonios de los diversos involucrados, como lo patentó Kurosawa en Rashomon (1950). Farhadi lo hace sin atenerse a esos patrones. Él desenmaraña delicadamente el presente, entre tensión y tensión (como desactivando una bomba aunque, al hacerlo, irónicamente, vaya salpicando pecados en mayor o menor grado a todos los implicados –incluso a la mujer en coma-) y al hacerlo salen a la luz los fulgores de esa vida que transcurrió antes de iniciar el filme y que ahora, ante nuestros ojos, se impone sobre la voluntad de quienes parecen incapaces de encarrilarla.
En Le passé, a diferencia de lo planteado en A Separation, ni la religión ni la intromisión del gobierno estorban a los personajes, a las decisiones que toman. Pero ni así logran ser dueños del control de sus vidas. En Francia, Marie vive en condiciones de libertad que aparentemente envidiarían las mujeres iraníes. Pero no parece ser por ello más feliz. Ahmad, habiendo caído en depresión, prefirió dejar Francia y a su familia para volver a ese Irán autoritario, pero regresa a divorciarse comportándose como un caballero, capaz de pasar por alto su dolor y humillación al compartir espacio con la nueva vida de su ex –en lo que parece un acto vindicativo de ella por su abandono- con tal de ayudar, aunque sea incapaz de incidir decisivamente en la situación. Samir, de origen árabe (no es gratuito el dato), también es apto para soportar la incomodidad que le representa la aparición de Ahmed, el ser puesto a competir en desventaja contra quien fue el líder de la familia, pero no puede terminar de asumir su responsabilidad en el desenlace del embrollo del que es protagonista. Dos hombres en torno a una divorciada serial comportándose aunque torpe, civilizadamente. Eso es lo que Farhadi plantea. Se trata de su primer filme ubicado fuera de Irán y él, aún viviendo en su país de origen, decide colocar a una mujer como centro alrededor del que gira el desarrollo del relato. A primera vista, parecería que su perplejidad respecto a la forma de desenvolverse del sector femenino en Occidente hace que coloque a Marie en una posición en la que, aparentemente, su historial y actitudes la convierten en presa del juicio fácil, incluso del veredicto terminante. Sin embargo, la manera en que desenvuelve una narración sostenida con firmeza en complejidades que resisten las revisiones superficiales, hacen que más bien se trate de una provocación insertada para jugar más profundamente con las preconcepciones del observador.
Es, pues, además de con esgrimas verbales, con la siembra de detalles, aquí y allá, que Farhadi patentiza lo incómodos que se encuentran los personajes en toda circunstancia: un gesto, un comentario mínimo, una mirada, un silencio fastidioso, una omisión, hacen que, uno a uno, Lucie, Ahmed, Marie, Samir (e incluso los niños, en su limitada conciencia) sientan lo fuera de lugar que parecen estar dentro de esta compleja cuadratura. Por ejemplo: Ahmed, al descubrir la foto de Samir en el coche en que es recogido del aeropuerto; Samir, al recibir la maleta que la aerolínea le había perdido a Ahmed, cuando el mensajero cree que él no es el jefe, sino el pintor de la casa; Marie, al percatarse lo bien que sus hijas se llevan con Ahmed; Lucie, al enterarse del embarazo de su madre; todos, en la brillante secuencia de cocina en la que Ahmed intenta arreglar el grifo descompuesto hasta que llega Samir y le pide lo deje a él solucionarlo, frente a los niños y Marie. Ya cuando se dan confrontaciones abiertas, con discusiones decididamente combativas (como en la que Ahmed y Marie discuten sobre el suicidio; cuando Samir y su hijo, en la estación del metro, jaloneos de por medio, hablan sobre el estado de la madre y el niño de seis años dice que si quiso suicidarse quiere decir que ya no quiere vivir; Ahmed y Samir, en la secuencia dentro de un auto, pidiéndose explicaciones mutuas; o Marie corriendo de su casa a Lucie, hastiada de lo que, siente, es un sabotaje a su precaria estabilidad, con la pequeña Léa como aterrado testigo; o Samir y Marie apenas dándose muestras de amor en una relación que da la impresión de estar muerta de nacimiento); particularmente hacia el desenlace del filme, cuando se antoja inevitable que todos los hilos comunicantes entre ellos terminen por romperse. La duda sobre quién es el verdadero culpable del intento de suicidio de la mujer de Samir termina por embarrar hasta a Ahmed y, se devela, igualmente a una inmigrante (Sabrina Ouazani), empleada de la lavandería de Samir. El peso de la culpa es mayúsculo. Tan grande que tiene una vida a punto de no serlo más.
De fundamental importancia para Farhadi es la utilización del espacio físico dentro de las secuencias. Gran parte de las escenas son filmadas en planos medios, constriñendo la capacidad de movimiento de los personajes que apenas se desplazan un poco y tienen cuerpo a cuerpo al interlocutor con quien debaten, o algún objeto o pared que los hace recular para colocarse de nuevo de frente (o costado) al otro. La cámara observa atenta, ajustando sólo en lo preciso, respetando continuamente las dimensiones del cuadro y las coreografías que en él se montan. Los personajes no parecen tener escapatoria más que chocar entre ellos. De esa forma queda acentuado el comportamiento infantil de los adultos, ineptos para asumir con madurez el contexto que ellos mismos se han confabulado. Los auténticos niños, como ocurre habitualmente, quedan a merced de las torpezas de quienes usurpan su inconciencia. La adolescente, naturalmente en búsqueda de asideros, es el epítome del aturdimiento y desorientación reinante en este retablo.
Pese al cuidado extremo con que Farhadi va tejiendo la historia, es cierto que en el último tramo parece engolosinarse en la develación de sorpresa tras sorpresa sobre el esclarecimiento del meollo moral sobre el que descansa todo. Cada que parece desentrañarse el pasado, aclarándose lo que en realidad sucedió, el director da otra vuelta de tuerca al guión, volviendo a enmarañar las salidas que apuntan a la verdad. Aunque lo hace -termina siendo evidente-, para resaltar la importancia de los matices y la óptica desde ángulos de todo tipo necesaria para desmenuzar lo complicada que es la asimilación de una realidad esquiva y nebulosa como la que nos ha presentado.
Le Passé es, incuestionablemente, un filme exigente, severo, hecho por un director serio, interesado en analizar pormenorizadamente las consecuencias del resquebrajamiento de los matrimonios. Lo hace sin juzgar a sus personajes, ofreciendo un robusto armazón que, si bien no justifica, sí arroja explicación sobre los móviles que cada personaje argumenta que fueron motivos de su proceder. “Creo firmemente que el mundo actual necesita más preguntas que respuestas”, apunta Farhadi. “Las respuestas impiden que cuestiones, que pienses”, remata.
El cine de Asghar Farhadi que se ha vuelto indispensable para entender de forma más completa e íntegra el Irán contemporáneo. Y al mismo tiempo, con Le Passé lo certifica, establece una propuesta que repudia prejuicios, preconcepciones y trivializaciones; las fórmulas precisas para desvirtuar el presente.