Muchos filmes de animación más o menos recientes presumen que uno de sus encantos reside en conectar simultáneamente con niños y adultos, pero si hay una obra que por antonomasia hable, con igual profundidad, a estos dos públicos, es el libro El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, escrito en 1943. Desde la dedicatoria, el nexo entre estas dos etapas de la vida está aludido y mediado por la melancolía. El aviador y escritor francés se disculpa por dedicar su libro a un adulto, y luego rectifica: “A Leon Werth cuando era niño”. Leon Werth, por cierto, fue uno de sus mejores amigos. Cuando él escribía este texto en Nueva York, Werth pasaba la Segunda Guerra Mundial “solo, frío y hambriento”, en una pequeña aldea cerca de Suiza. La distancia entre ambos, intervenida por una guerra atroz, debió haberlo hecho sentir que él, su amigo, estaba a una distancia infranqueable, como en otro planeta.
El libro inicia con la voz narrativa de un piloto aviador que en un naufragio ha conocido a este extraño ser, el principito. Eventualmente sabremos que el principito se ha autoexiliado de su planeta –un pequeño meteorito– por haber reñido con quien más amaba, una rosa, su rosa. El sentido de pérdida que amedrenta a ambos personajes aviva su interés por comprender, aprehender y ejercer temas esenciales en la vida como el amor y la amistad, y su relación con el tiempo, la imaginación, la entrega y la responsabilidad frente al otro. Cada uno de estos valores está explorado desde los ojos de un adulto (el piloto) que intenta ponerse en los zapatos de un niño (el principito). Las ideas que expone el libro se vuelven cercanas a los infantes a través de un lenguaje sencillo y de las alegorías en las que intervienen pintorescos personajes como la mentada amada rosa, el amigo zorro, el rey que lo gobernaba todo en el universo, el geógrafo que no podía hacer mapas porque no conocía exploradores, el hombre de negocios que solo tenía tiempo para contar, entre algunos más. Cada uno de ellos muestra diversas caras que separan la vida adulta de la niñez, como la avaricia, la vanidad, la prepotencia, el sentido del deber llevado hasta sus últimas consecuencias sin un claro objetivo. La actitud honesta, desinteresada y profunda del principito desnuda las manchas que la edad deja en el alma y que a veces ocultan hasta hacer imperceptibles la esencial necesidad afectiva del ser humano y su capacidad de amar.
El principito es el libro francés más vendido y traducido en el mundo, por lo que no es extraño que alguien haya querido adaptarlo como un filme animado. La batuta le fue dada al director Mark Osborne (Kung Fu Panda, 2008), quien quiso rendirle tributo a través de una historia que mostrara el poder que puede llegar a tener la lectura de este libro. La adaptación de Irena Brignull y Bob Persichetti enmarca el relato original –que permanece como un libro en la película– con otro situado en la actualidad, protagonizado por una niña que ha sido educada por su madre a actuar como un adulto amargado. Ha hecho a un lado su espontaneidad y curiosidad frente al mundo con tal de cumplir con la exigente rutina que su mamá le impone para eventualmente convertirse en lo que la señora considera que es una adulta maravillosa –una adulta independiente y con un trabajo bien remunerado. El planteamiento de este marco no carece de simpatía. La niña es odiosita. Todos hemos conocido niños así con padres obsesionados con el éxito. Pero Osborne no se conforma con el desdén del público; pues la humaniza al punto de que nos es fácil simpatizar con ella. Vive bajo una presión constante que compensa con la aceptación de la madre, quien a su vez lucha contra ella misma para crearse una corteza dura que le ayude en la difícil tarea de llenar el hueco que el padre prácticamente ausente dejó.
Su vecino, el viejito loco de la cuadra, es el que introduce a la niña al El principito, del que él –en esta ficción– es el escritor. Y este libro, como sucede cuando la buena literatura llega a buenos lectores, le abre un mundo desconocido y fascinante a su primera lectora. Para empezar, como lo recibe por entregas, página por página, empujada por la curiosidad, tiene que salir de su morada de la disciplina, cruzar la barda y encontrarse con la casa del desorden en la que vive el anciano, atiborrada de tiliches aparentemente inútiles pero cargados de significado emocional. El anciano y la niña establecen un tierno vínculo que remite al del anciano viudo con el pequeño boy scout en Up (Pete Docter, Bob Peterson, 2009), solo que en este caso la niña es la amargada y el octogenario es quien se encarga de contagiarla de vida, devolviéndole su capacidad para preguntarlo todo, imaginar, creer y proyectar.
Osborne combina la animación por computadora –que usa para el tiempo presente– con un fino stop motion con textura de papel arrugado para los pasajes que recupera del libro. Sin duda estos últimos son los mejores momentos de la película. Como el libro está ilustrado, Osborne replica los dibujos justo como los imaginó el autor, pero les da movimiento y voces a los personajes que se acoplan a la perfección con sus personalidades (al menos en la versión en inglés). El resultado de la recreación de los episodios que emanan de la fuente es fino y fiel, ideal para un libro que inspira tanta vulnerabilidad y fuerza a la vez.
El relato que enmarca este notable trabajo no logra mantenerse estable y sucumbe a lo que se ha convertido en una de las fórmulas de las películas animadas para niños que aspiran a ser un blockbuster: inician con un buen planteamiento emocional (en el que se mezclan la pérdida y la búsqueda) y, antes del final, siempre satisfactorio, hay una persecución que generalmente sale sobrando. Pareciera que hubiera un acuerdo de educar a los niños para ser consumidores de películas de superhéroes y, a juzgar por las taquillas, funciona. Ejemplos de esto: la mencionada Up, Toy Story, Intensamente, Kung Fu Panda, Buscando a Nemo, La oveja Shaun… El problema de recurrir a esta receta en esta película es que El principito es un relato único, original, antifórmula, y el contraste resulta abrumador pues, para conectar las historias, el guion explica lo que Saint-Exupéry decidió dejar a la interpretación de sus lectores. Es decir, el didactismo al que recurre el tramo final del filme, explicando alegorías y mostrando metáforas (lo que obedece también a una estrategia comercial), atenta contra la capacidad de conmoción que tiene la interpretación personal. Pero el espíritu del El principito está llevado a la animación con tanta vida y vigencia que ni siquiera esa avalancha de persecuciones y sobreinterpretaciones puede hacerle daño. La lección de fuerza y trascendencia cósmica que podemos lograr gracias a lo frágiles que nos vuelve amar a alguien, dedicarle tiempo, hacernos responsables de ese otro y someternos al yugo de ese amor, permanece intacta y crucial en tiempos de egoísmo e individualidad.