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En El rascacielos (High-Rise, 2015), el cineasta británico, Ben Wheatley (A Field in England, 2013), y su habitual coguionista, Amy Jump (Sightseers, 2012), realizan la adaptación cinematográfica de la famosa novela, High Rise, de J. G. Ballard. En un sofisticado y disparatado espectáculo cinematográfico, el director recrea el microcosmos distópico del autor inglés, en el que se desata una violenta lucha de clases –causada por los desequilibrios sociales y la vulnerabilidad de sus habitantes– en una altísima torre de departamentos de lujo.
Ambientado en una visión alterna (o alterada) de las afueras de Londres, a mediados de la década de los setenta, el relato transcurre dentro de los apartamentos que configuran el rascacielos del título, un enorme edificio donde cada uno de los pisos representa un estrato de la estructura, divida en clases sociales. Los pobres viven en la planta baja, la clase media se instala en unos pisos más arriba y la élite descansa cómodamente en la parte superior. Se trata de una idea similar a la planteada en Snowpiercer (2013), en la que las clases sociales también se reparten en una estructura alargada, pero en esta otra se trata de un tren en movimiento.
En este contexto, Robert Laing (Tom Hiddleston) es un médico cirujano que decide instalarse en esta fálica construcción. Debido a su condición social, a Laing le corresponde habitar un departamento en el piso 25, justo a la mitad de la escala social; la posición neutra que mantiene a su llegada es congruente con su temperamento cordial y sereno. Pero conforme entra en contacto con sus vecinos de abajo –en particular con el impredecible y salvaje Richard Wilder (Luke Evans)– y después de tener un encuentro con el hombre que habita la cúspide, Anthony Royal (Jeremy Irons), el arquitecto que diseñó el rascacielos como un “crisol para el cambio”, Robert comienza a descubrir las olas de odio, abusos, envidias e injusticias que permean cada pasillo de la opulenta edificación. Atrapado en estos mecanismos, él empieza a perder contacto con la realidad conforme el bloque que habita y su sistema social muestran signos de fallo estructural, con frecuentes averías ideológicas que desestabilizan los condominios.
Ben Wheatley es audaz e inteligente al revelar, de manera pausada, los misterios y las dinámicas que se viven al interior del edificio, negándose a mimar y complacer al espectador con mecanismos de fácil digestión, pero conforme avanza el relato, nos lanza el desafío de sacar nuestras propias conclusiones, mientras vemos cómo se cae el barril de pólvora que Wheatley había estado llenando con calma y paciencia hasta llegar a la explosión final.
“Se necesita mucha determinación para remar contra corriente”, sentencia el protagonista, Robert, cuando se percata que la movilidad social no es tan simple como montar el ascensor de espejo cristalino y trasladarse del piso 25 al 40. La clase alta sostiene un desprecio burlón contra los peldaños inferiores; el choque de estos dos grupos, instigado por Richard, detona la orgía de excesos. Un estallido de violencia destruye la frágil paz dentro del edificio; cualquier idea de civilización racional empieza a desmoronarse. La basura se acumula, la electricidad deja de funcionar, las áreas comunes se vuelven contenedores de cadáveres, las mascotas son sacrificadas para convertirse en alimento. Mientras ocurren estos actos grotescos, Robert tiene encuentros ocasionales con la enigmática Charlotte (Sienna Miller), una seductora mujer con un turbio pasado, pero él continúa sereno y calmo. Tom Hiddleston deslumbra en la piel del médico cuya alma parece tan vacía como su apartamento minimalista; él encarna la distancia esencial que sostiene el personaje principal con su entorno, y lo ejecuta con la combinación adecuada de simpatía, inteligencia y cruda sensualidad. Él parece ser el único cuerdo en medio de este lío. Wheatley se desprende de cualquier proceso morboso precisamente para mostrarnos cómo se configura el comportamiento de Robert como un testigo de lo que ocurre en su entorno, y este personaje también funciona como la mirilla para que el espectador pueda apreciar lo que ocurre en aquel recinto.
El caos y el libertinaje se aprecian desde una distancia segura, como si estuviéramos dentro de uno de los edificios vecinos, en lugar de ser consumidos desde las entrañas de la vivienda. La anarquía que ahí se padece está subordinada al orden estético que proviene de las indicaciones del director. El desorden que anhelan los personajes es representado con una edición cuidadosa y pulcra a cargo de Wheatley y Jump; y una banda sonora de Clint Mansell que oscila de la majestuosidad orquestal hasta el nihilismo de piezas minimalistas. La habitual y constante cinefotógrafa de Wheatley, Lauire Rose, utiliza la arquitectura para configurar grandilocuentes imágenes, incorporando los marcos de la edificación para generar deslumbrantes juegos de líneas horizontales, verticales y diagonales; propuestas visuales caleidoscópicas, enigmáticas y sugerentes sobre la violencia desquiciada que se desata en el fastuoso complejo arquitectónico. Es un diluvio de imágenes de impresionante rigor formal, pero que contiene el horror indefendible de la desbocada ambición humana.
Aunque el bloque de pisos de Wheatley tiene antecedentes cinematográficos –quizá el referente inmediato es la aspiración industrial de la sociedad futurista plasmada en una especie de torre de Babel de Metrópolis (Fritz Lang, 1927)–, el realizador británico configura una nueva construcción imponente, brillante y al mismo tiempo opresiva, construida con hormigón y vidrio, con amplios espacios de ventilación, pero con algunos rincones oscuros donde la luz del sol no es invitada. El enorme bloque vertical de pisos, creado –a partir de los ideales de la estética del hormigón en bruto– por el diseñador de producción Mark Tildesley, posee elementos que hacen recordar la Torre Woermann (diseñada por Abalos & Herreros, y ubicada en Gran Canaria) mezclada con la Alexandra Road Estate (construida en 1978 en Camden Town por el despacho de arquitectos de Neave Brown). Las gruesas columnas interiores diseñadas a partir de líneas diagonales que se extienden del suelo hasta el techo, los contrafuertes en forma triangular, los balcones como breves espacios que se prolongan hacia el exterior configuran un espacio que en apariencia brinda todas las comodidades lejos del ruido y caos de la metrópolis. El majestuoso rascacielos incluye supermercado, piscina y banco; de esta manera se erige la arquitectura como metáfora de las aspiraciones idealistas de la vida urbana moderna instaurada por el arquitecto Royal que ha creado una fantasía interna, aislada y decadente que la misma María Antonieta envidiaría.
Resulta atractiva y sugerente la manera en que Wheatley crea la sensación de aislamiento mediante la arquitectura ‘high tech’ y no por medio de los personajes, otorgándole así un estatus preponderante al edificio como contenedor, testigo y protagonista de las acciones cruciales del relato. A diferencia de la sobreexposición al aire libre que se percibe en su filme anterior, A Field In England, y recuperando por momentos el encierro que se padece en Down Terrace (filmada casi únicamente dentro de la angosta casa del director, 2009), los personajes de El rascacielos están mucho tiempo conectados a su edificio, sabemos que el exterior todavía existe –Robert, por ejemplo, sale cada mañana para ir a su trabajo–, pero el director sólo muestra en un par de ocasiones esos otros espacios debido a que desea crear un sentido de aislamiento –no de claustrofobia– para comprender las dinámicas de una sociedad distópica regida por la arquitectura.
En la vida cotidiana, la experiencia física de la arquitectura es, en apariencia finita, delimitada por el tiempo, el espacio y la movilidad. Pero la literatura y el cine ofrecen la oportunidad de habitar múltiples arquitecturas y experimentar los espacios desde una perspectiva verbal o visual con resonancias poéticas. En la novela de Ballard –y por consecuencia, en el filme de Wheatley– hay ecos de dos teorías arquitectónicas opuestas: “la muerte de la calle” de Le Corbusier (que propone un nuevo patrón urbano con edificios que se elevan) y “el espacio perdido” de Roger Trancik (que critica las consecuencias de los principios modernistas, entre ellos, la construcción de edificios verticales). Lo que en la década de los setenta era el sueño utópico de la arquitectura moderna, hoy en día es la consagración del capitalismo como parte de lo cotidiano: la interacción social, la vida doméstica y la intimidad, fundidos en un mismo recinto. Un lugar como éste fue el centro de la alegoría de Ballard, que vislumbró el arribo de la postmodernidad. La novela fue publicada por primera vez en Gran Bretaña en 1975, año en que Margaret Thatcher se convirtió en la líder del Partido Conservador y posteriormente Primer Ministro, un detalle que vuelve a la obra literaria un tanto aterradora por ser profética en cuanto al malestar social que desencadenaría el neoliberal y despiadado thatcherismo. En el epílogo de El rascacielos, Wheatley recurre a la voz de Thatcher para hacernos pensar que la política es sólo una nota al pie subordinada a su estética. No obstante, el cineasta inglés, acostumbrado a configurar alegorías políticas en sus filmes, lanza un comentario incisivo sobre los intereses corporativos del siglo XXI y los instrumentos postmodernos y tecnológicos predilectos del capitalismo (la arquitectura y el internet, como plataformas física y virtual) para narcotizar, alienar y aislar a la población. Las zonas corporativas de la urbes modernas se constituyen a partir de torres de departamentos en las que todo sucede en sus interiores; no hay vida en la calle, no hay comunidad, sólo individuos que trabajan y compran. Estos mecanismos son aludidos a través de la dinámica del rascacielos: la manera en que los pisos superiores devoran descaradamente los recursos de los de abajo para disfrutar de sus costumbres mundanas. La frustración se acumula y cuando se produce un evento importante dentro de este equilibrio que pende de un hilo, inevitablemente se desata la estampida de los disturbios. El filme logra, de manera coherente y visceral –aunque en momentos demasiado controlada y artificial–, explorar la ruptura social y mental del fallido –pero imperante- proyecto modernista.
El reto intimidante en la adaptación de High-Rise consistía en hacer una película que existiera por sí misma, independiente del texto. Más allá de las libertades que el filme se toma respecto a la novela, o de los pasajes del texto literario que son ignorados en el texto cinematográfico, El rascacielos no cae en las trampas estéticas de Ballard respecto al exacerbado –casi apocalíptico– fetichismo de la sociedad capitalista. Y Wheatley no se acobarda fácilmente. Aunque no es lo suficientemente sucia y es un tanto contenida y estilizada al momento de representar el caos, El rascacielos es una mezcla desconcertante de humor negro, horror no tradicional, con una narrativa al interior del edificio cada vez más siniestra sobre la disparidad de clases y con una aguda observación sobre la sociedad capitalista contemporánea.