Salvador (Leonardo Alonso) es un hombre común, un ciudadano de a pie. Es una buena persona que busca salir adelante trabajando todos los días, cuidando a su familia. No tiene mayores aspiraciones; no es codicioso ni vanidoso. Quiere ver a salvo a los suyos, hacer bien su trabajo, estar tranquilo; nada más. Se desempeña como vigilante en una enorme construcción alejada del bullicio de la ciudad, en lo alto de una colina. La ópera prima de Diego Ros, El vigilante, estudia a un personaje que conocemos muy bien, alguien que sueña que con esfuerzo y trabajo diario las cosas puedan estar mejor –o, al menos, no peor–, y lo postra en un contexto oprimente y violento, que acaba asfixiando y revirtiendo sus buenas intenciones. Las referencias directas a México son mínimas, pero al pasar rápidamente del realismo al absurdo, se establece una alegoría sobre la pequeñez del hombre “de bien”, cuya necesidad de bienestar, de no confrontar, lo arrastra hacia la inercia de un sistema violento –como el imperante status quo mexicano–, que lo acaba haciendo cómplice de aquello que lo aplasta. Este filme de autocrítica, que sin juicios estudia la pasiva complicidad de los bienintencionados, resulta un importante eslabón en la abundante cadena de películas mexicanas que denuncian el crimen y la corrupción.
Salvador ha terminado su turno y quiere volver a casa lo antes posible al lado de su esposa, que está a punto de dar a luz. La noche anterior, cuando coincidía su turno con el del otro guardia, Hugo (Ari Gallegos), una camioneta aparcó cerca de la caseta de seguridad, fuera de la construcción, y ahí se consumó un crimen. Un par de policías ha venido a tomar su declaración. Pero aunque Salvador vio la camioneta desde arriba, no sabe nada más. Los oficiales tendrán que esperar al otro vigilante que estaba más cerca a la hora que ocurrieron los hechos para continuar con su investigación. Estos hilos son suficientes para establecer una trama que comienza mostrando un hecho muy concreto, retratado con mucha precisión y pulimiento, y conducirá a una realidad alejada del realismo sin apartarse de la verosimilitud. El bien atornillado guion está sustentado por excelentes actuaciones que lucen gracias a la buena edición también de Ros –hay que prestar especial atención al cantadito de los actores, que parece trasplantado de las calles defeñas-, la enorme construcción es retratada con una estética que resalta su enormidad, sus laberintos, su capacidad de esconder misterios en sus arrinconadas sombras, es decir, la fotografía señala estéticamente lo inabarcable que resulta ese monstruo de concreto para un solo guardia, lo indefenso que está él frente a esa construcción (metáfora de un país en ciernes), a pesar de la tarea que tiene asignada. Pronto la estructura es despojada de su potencial de residencial de lujo y comienza a verse como un cansado elefante blanco.
La salida de Salvador se va retrasando por deberes con los que siente que tiene que cumplir. Primero se le atraviesa un robo. Se da cuenta de que alguien se ha llevado artículos valiosos de una bodega de la construcción, así es que forma a los trabajadores que se disponen a volver a casa y revisa uno a uno sus mochilas. Se afana en resolver el crimen, en cumplir con lo suyo, pero aunque espía y persigue a quien pudo ser el culpable, no encuentra pruebas que sustenten sus sospechas. Ros establece así que el carácter de su personaje tiende al bien de reglamento, a la honestidad, a la justicia, al cumplimiento de las normas, al respeto de la autoridad. Pero pronto ese carácter será puesto a prueba por su compañero de trabajo. Hugo trae algo entre manos. Casi en cuanto aparece en escena se revela como un personaje poco confiable y cínico. Salvador intenta hacerse a un lado cada vez que puede, pero siempre acaba involucrado en los asuntos de Hugo. Por ejemplo: Hugo no quiere declarar qué fue lo que vio en la camioneta, porque sabe que decir la verdad podría meterlo en problemas con los policías, así es que contradice la declaración de Salvador. Para ahorrarse problemas, Salvador decide cambiar su declaración, sabiendo que está mintiendo pero que aunque dijera la verdad difícilmente se resolvería el crimen, y más bien su acto de honestidad podría revertirse en su contra. Así, por sobrevivir, Salvador comienza a volverse cómplice de algo que no logra entender bien, pero que sabe que está mal. Un balazo marca la transición de la realidad al absurdo. Y entonces queda claro que hemos entrado al territorio de la normalización de la violencia, de la desacralización de la vida humana. Lo más doloroso y perturbador del trance, y a la vez, una de las mayores virtudes de la película, es que el cambio no es agresivo, ni malintencionado, simplemente sucede cuando un personaje que se rige por un contrato social promedio, cruza la línea de la honestidad por mantenerse a salvo y acelerar la llegada con su esposa. Al principio puede causar extrañeza este salto, pero para quienes estamos acostumbrados a leer encabezados sobre muertes violentas, desaparecidos y cuerpos que brotan del suelo, como lo estamos los mexicanos, este escenario pronto parece familiar. Y produce mucha incomodidad.
El vigilante muestra a un personaje cuyas decisiones morales lo van atrapando en un laberinto de un horror que no es capaz de confrontar, y el precio es formar parte de él. A manera de thriller, y con hechos aparentemente inocuos, Salvador se ve obligado a tomar decisiones con las que, sin querer, va empoderando a aquello con lo que no simpatiza; es decir, va tomando decisiones morales cuyo alcance minimiza, pero que tarde o temprano tendrán repercusiones en él y en la colectividad, y que contribuyen a la proliferación del crimen. Con cada decisión que lo hace más cómplice del mal, el sentido de una presencia maligna se va incrementando. Y no pasa demasiado para que él forme parte de este monstruo, una parte insignificante para el monstruo mismo, pero esencial para su existencia cada vez más mísera.
El vigilante tiene mucho de teatral: todo sucede en una sola locación, con pocos personajes en escena y durante una sola noche. Diego Ros optó por ser sobrio en los recursos, tener absoluto control sobre ellos, y maximizar sus significados a través del poder de la cinematografía, aprovechando el espacio y la multiplicidad de planos en cada cuadro. Aunque él cita a Buñuel como una de sus influencias, su manera de introducir el absurdo, lo insólito, lo violento, el humor, lo opresivo y laberíntico de un sistema y la manera en la que lo interiorizamos, el estilo narrativo aparentemente neutral y llano, pero que evoca una multiplicidad de lecturas, remiten a Kafka. El vigilante nos muestra lo diminutos que nos hacemos cuando a través de decisiones acabamos formando parte del Leviatán que bajo la promesa de bienestar y seguridad no deja de alimentarse de los obedientes. Sus dimensiones dan pánico. Y en el pánico se desvanecen minuto a minuto las necesidades del hombre común, sus valores, su amor, sus prioridades, su tiempo. Por proteger su vida, el hombre acaba entregando su esencia. El vigilante es una obra producto de tiempos de decadencia y desesperanza, que nos refleja como cómplices y rehenes de aquello que no hemos sido capaces de confrontar.