Un hombre corre en la penumbra, vemos sus pies descalzos enterrarse en el lodo. La referencia es clara: los pies de Jesucristo cargando una cruz, llevando a cuestas los pecados de los otros. Detrás de él se desarrolla en claroscuros una batalla. Quien camina es uno de los padres: Nicolás (interpretado por el recurrente de los hermanos Dardenne, Jeremie Renier). Está escapando de una guerrilla en el Amazonas mientras el resto del poblado muere. La culpa, incluso más que a cualquier sobreviviente, lo acechará. El otro padre es Julián (Darín). En su primer close up parece muerto. En realidad le están haciendo un estudio para el que debe permanecer absolutamente quieto. Está grave. No ha resucitado, pero podría decirse que vive de tiempo prestado.
Estos dos religiosos llevan a cuestas el elefante blanco del título. No se trata del paquidermo parado en el cuarto –como en el enunciado en inglés there’s an elephant in the room–, sino del cuarto mismo obstruyendo el flujo de la comunidad cuando quizá sería mejor que el poblado se detuviera. La expresión, dicen, proviene de Asia. Un rey regalaba elefantes blancos, animales sagrados, para castigar aristócratas. No podían matarlos, ni dárselos a alguien más; debían además dejar que cualquiera fuera a visitarlos. El obsequio, que requería de onerosos cuidados, los dejaba en la ruina. Se trata entonces, en el lenguaje coloquial, de gastos excesivos e inútiles. Pero es interesante el vínculo religioso de la expresión.
En el filme de Trapero, el elefante es un hospital en ruinas construido en los treinta en uno de los barrios más marginados de Buenos Aires, Villa 15, Ciudad Oculta. El realizador argentino tuvo la paciencia y la valentía de filmar en locación, y ahí reside uno de los principales atributos de la película. Los planos secuencias que recorren los pasillos abultados por las derruidas viviendas que parecen a punto de explotar sobre quienes por ahí transitan, y los senderos enlodados y encharcados ambientan el filme de asfixia y desesperanza, tristeza y compasión. Trapero es un director que retrata la realidad con deseos de mejorarla. La gente de esta zona lo sabía y accedió a colaborar con el proyecto.
También sus protagonistas son personas atadas al deber de hacer algo por el prójimo. Aunque ambos tienen el mismo objetivo, ejercen distintos tipos de liderazgo. Julián está ahí por voluntad propia. Nicolás ha sido arrastrado a esa encomienda por las circunstancias. Julián ejerce una autoridad dirigida férreamente por las reglas de la iglesia. Nicolás se ha dejado llevar por sus creencias individuales, por sus deseos humanos. Pero la enfermedad –tanto la suya, como la del pueblo que pretende sanar– le ha corroído a Nicolás lentamente la fe, ha puesto en duda su vocación, y la sombra de la muerte que se aproxima lo obliga a preparar su partida. No tiene demasiado hacia dónde voltear. Nicolás no tiene suficiente visión y abandono de sí mismo, de entrega hacia los otros. Los otros, los que han recibido parte de ese amor que tanto defiende, viven más que abrumados por las circunstancias; el consuelo que reciben no les es suficiente para cambiar. Adonde voltee encuentra razones para querer salir de ahí corriendo. Pero ‘ahí’ es también su fe, y su fe es su vida.
Sin acercarse al cinismo jactancioso, Trapero retrata la crisis de la fe en tiempos modernos. Es una crisis que se nutre de la violencia del mundo. Al mismo tiempo, muestra cómo en este estado de violencia la fe es imprescindible para la supervivencia de lo que todavía llamamos ‘humano’. Sobre todo porque no hay razones tangibles para creer en los otros (menos en un ambiente de pobreza y ruindad, invadido por el tráfico de drogas), pero sí una profunda necesidad de amor. Y las personas religiosas tienen el deber de ejercer como profesión el amor al prójimo sin tomar en cuenta adjetivos, niveles socioeconómicos, historial criminal o abanico de oportunidades.
Sin embargo, Trapero no brinda demasiada claridad sobre su postura. Tampoco es que tenga que hacerlo. Se trata de una encrucijada compleja. Pero la falta de respuesta parece más el reflejo de ciertos cabos sueltos en algunos detalles de la trama (sobre todo con los personajes secundarios. No queda claro el papel ni la historia de algunos. La crisis de Nicolás está desdibujada. El rol del religioso barbón no termina de avanzar. La protagonista femenina, Luciana –interpretada porMartina Gusman–, se ve resquebrajada sin demasiado análisis.) y de lo predecible de ésta (el romance sacrílego entre Julián y Luciana forzado por el poco desarrollo del conflicto que implica, por las escenas eróticas sumamente sensualizadas para el contexto, pero se ve venir casi desde la primera mirada entre ellos), más que una postura asumida.
El elefante blanco es el edificio interminable, pero también la fe, que pareciera ser, según Trapero, un lujo impagable en tiempos de tanta miseria.