Por Verónica Sánchez (@SofiaSanmarin)
Spoiler alert: Esta reseña revela vuelcos de la trama
Luego de la inolvidable ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos 2012 en Londres, que le ganó nuevos adeptos, Danny Boyle, director británico que se hizo famoso en 1996 con sus cavilaciones sobre la mente y la vida de junkies escoceses en Trainspotting, acomete con un nuevo drama cuyo eje es el amor destructivo y la manipulación psicológica a través de la hipnosis. Acaso es un retorno al cuarto en el que Renton, protagonista de Trainspotting (1996) sintiendo el embate de la abstinencia a la heroína, ve a un bebé arrastrándose en el techo; a la jungla en la que Richard (La playa) tuvo que vivir por semanas como paria del paraíso que había descubierto. Lejos de encasillarse en algún género y temática en particular, el inglés nos ha llevado a la depresión de las drogas, a un mundo postapocalíptico (28 days later) o a la felicidad en un sentido casi mágico en Slumdog Millonaire, quizá la película más esperanzadora que ha dirigido.
Aún en busca de un registro diferente al de su película de culto Trainspotting (1996), Danny Boyle estrena este año el thriller psicológico Trance, una historia en la que entremezcla realidad, recuerdos, ilusiones y manipulación al extremo. Y es que Boyle ha labrado su carrera retratando a hombres que pierden la razón –Richard, el antihéroe de La playa, quien pierde la cabeza en la jungla; o bien Aron, que sobrevivió con su brazo derecho atorado entre una gigantesca roca y una pared en 127 horas–. De ahí que esta más reciente cinta signifique un repaso por sus orígenes aunque con un trasfondo perverso y maquiavélico en todo lo que entraña la locura de este caso específico: un sociópata cuya memoria ha sido manipulada y usada a capricho por una mujer que, en realidad, lo ama tanto como le teme.
Trance devela de modo fragmentario y paulatino un aparente descontrol a nivel argumental que se descarrila –siempre a propósito, para acentuar la tensión e incertidumbre del protagonista– del hilo narrativo de la película. En esto es heredera de Memento (2000), de Christopher Nolan. El robo al cuadro Vuelo de brujas de Francisco Goya es el pretexto perfecto. Simon (James McAvoy), aparece en escena: un joven encantador y experto subastador de arte. Los primeros minutos de la película lo sitúan frente a la cámara, describiendo en primera persona, con una voz suave, el cuadro La tormenta en el mar de Galilea, una pintura de Rembrandt. Explica por qué se cree que el artista se autorretrata en una de las catorce personas que ocupan el bote, concretamente en quien sujeta el remo y en ese momento el protagonista mira hacia el espectador. Simon nos cuenta por qué esa obra fue hurtada: “usted no puede verla porque fue robada. Muchas pinturas son robadas”.
Acto seguido, Simon relata la mecánica de tales robos, lo fácil que era en el pasado asaltar una casa de subastas en las que había un tipo de vigilancia menos blindada que la de nuestros días, en la que hay incluso paramilitares resguardando, apoyados con tecnología de punta para proteger las obras de arte.
De pronto descubrimos que Simon tiene una adicción a las apuestas y que las deudas lo han llevado a aliarse con una banda de criminales liderada por Franck (Cassel), con los que ha hecho un pacto: el robo en pleno día de un Goya con valor de más de 30 millones de dólares. El atraco es un éxito, pero al final se resiste a entregar el botín, por lo que es violentamente golpeado en la cabeza por Franck. A raíz del golpe, Simon ya no puede recordar dónde escondió el Goya, y es sometido a una serie de torturas para confesar el escondite de la pintura. Tras comprobar que sufre de amnesia, Franck decide apelar a una hipnotista (Dawson), para tratar de encontrar el botín a través del trance inducido.
A partir de aquí, Simon comienza a vivir una realidad fragmentada, manipulada por Elizabeth, una mujer seductora, pero distante, que le provoca –aparentemente a través de la terapia– que cada persona, cada objeto, y todos los sucesos a su alrededor se vuelven inesperados. La espontaneidad se acentúa por los constantes flashbacks, desconcertantes por su apariencia de meros productos de ensueño y por imágenes que se suceden aparentemente al azar.
Desde el momento en el que aparece Dawson, el estilo visual toma tintes oníricos y la trama se complica. Londres, que en28 days later aparece vacía, desolada y despojada de la vida que le imprimían sus ciudadanos, aquí aparece apabullada por la aglomeración, la histeria colectiva, la plástica atiborrada, con un estilo caótico similar al que ha trabajado Nolan enMemento o Following (1998). Es un Londres dispuesto a derruir la conciencia de un individuo por su exceso de población; un acento crítico que Boyle delata haber tomado de su experiencia durante las Olimpiadas en una entrevista exclusiva para Sight & Sound en abril pasado.
Dawson, quien tiene el temperamento de una viuda negra tan peligrosa como la Catherine de Basic Instinct (1992), dePaul Verhoeven, y la melancolía pasional, autodestructiva y sórdida de la inestable Clementine de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), de Michael Gondry, descubre la razón de las terapias y acuerda con Franck una parte de las ganancias cuando logre descubrir el escondite del cuadro hurgando en la mente de Simon y la de cada integrante de la banda, a quienes les resulta cada vez más difícil distinguir entre el trance inducido y la realidad. Sin embargo, Dawson muestra un amor siniestro por Simon, a quien poco a poco va doblegando. La mujer desata un triángulo amoroso entre Simon, Franck y ella. Y es que el viaje en el delirio se vuelve inesperadamente sexual y violento, y no con un buen final para todos. Trance resulta un filme tan letárgico como su nombre sugiere gracias a que Danny Boyle recrea con su cámara los movimientos casi epilépticos, otras veces tensos, que Simon experimenta durante ese viaje guiado, y al montaje cinematográfico de la mente dislocada: a través de métodos convencionales de episodios surrealistas (escenas disueltas o nebulosas, con movimientos descriptivos poco claros) que acontecen cuando la mente está en el estrecho de la ruptura, ese momento cuando finalmente la inconsciencia emerge. El espectador tiene la sensación de estar mirando a través de un caleidoscopio. La cámara desdoblada en efectos de lente es la retórica perfecta para inducir al público a la sensación del trance. Algo que Boyle utilizó con mayor elegancia durante las secuencias de drogadicción en Trainspottingpero que se advierte como una influencia del Hitchcock de Vertigo (1958). Porque para el director, elegir a una hipnotista paralelamente opuesta a la de este clásico del suspense, no era gratuito, como tampoco lo es la semejanza con los temas de Nolan o Gondry. A diferencia de la rubia de Vertigo, la hipnotista de Trance es una mujer preocupada y que, a pesar de las decisiones extremas que toma, incluidas las que anticipan una frialdad asesina, padece de un mal que ha sido explorado recientemente entre los cineastas: la anulación del amor de entre los parajes de la memoria.
Uno de los distintivos de la filmografía del director es que tiende a los extremos: ante un desastre o crisis colectiva, opone los dramas íntimos como reactores de una trama más peligrosa. En Trance, la oposición es clara: ante una ciudad histérica, la intimidad de una pareja puede retribuir en una serie de crímenes desastrosos. Ante la ruina que deja la violencia de la vida en pareja, apasionada, enfermiza y agobiada por las miserias conyugales aún posmodernas –mucha orfandad, pérdida, desesperanza, ausencia de la fe, mística del horror, interpretaciones psicoanalíticas–, las mujeres optan por una medida drástica: manipular la mente. Unas por venganza, por un arranque (Trance, Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Basic Instinct) otras por tristeza, por pura desidia (Melancholia, Anticristo, Inception, Vertigo).
Pero Boyle detecta una complicidad patológica, una necesidad de la pareja de dejarse llevar por ese deseo de dominio que ejercen estas mujeres despechadas, que sólo buscan el olvido. Así, Dawson tiene un oficio donde se requiere del permiso del otro para inducir la terapia: la hipnosis. Y Simon presenta los síntomas de quien está dispuesto a dejarse manipular: es melancólico, apasionado a un grado psicótico, posesivo, un adicto al juego, sensible y dispuesto a cambiar por ella, dispuesto a que ella haga con él lo que desee; y lo más importante: está enamorado, en un sentido enfermizo, de Elizabeth Dawson. La ama lo suficiente para matarla, para obligarla a quedarse con él. Las acciones de Simon se conducen por una decisión propia (satisfacer a Dawson y hacerla feliz) y por una manipulación (el olvido impuesto y la extrema obediencia).
La trama, como montaña rusa en descenso, desentraña una red de secretos, traiciones y celos con un final improbable para los protagonistas. Y Boyle mantiene cautiva esa tensión aderezada con las notas electrónicas de la banda Underworld. Un beat que amedrenta la intención última del director: demostrar que lo complejo de la mente sólo delata su fragilidad y la propensión a ser manipulable bajo ciertos conceptos y con ciertas historias.