David Robert Mitchell ha confeccionado una de las mejores películas de terror de los años recientes. En Está detrás de ti (It Follows, 2014), el cineasta estadounidense ofrece una visión contundente y perturbadora sobre la psique adolescente del siglo XXI; más allá de la elegancia e inteligencia con que maneja los elementos del género de terror (visiones, pesadillas, entes malévolos que acechan a los vivos), el director demuestra, así como lo hizo en su anterior filme, The Myth of the American Sleepover (2010), ser un observador muy fino y puntual de las dinámicas, motivaciones, anhelos, miedos, frustraciones y conflictos de la juventud americana contemporánea, sólo que esta vez el peligro es mucho más perverso que simplemente la vulnerabilidad emocional del adolescente.
Ambientada durante el otoño en un suburbio de Detroit –el filme no lo menciona explícitamente, pero ahí fue dónde se filmó– Jay (Maika Monroe) es una chica de 18 años que pasa el tiempo jugando con sus amigos, recostada en el sofá, descansando en la piscina o asistiendo a clases. Y como cualquier joven de su edad, está intensamente motivada por su despertar sexual. El objeto de su deseo es Hugh (Jake Weary), un atractivo y simpático joven un poco mayor que ella. Suspirando y apreciando flores, parecería que el filme se trata de un cursi romance juvenil, pero después de tener relaciones sexuales con el chico, Jay se encuentra a sí misma sumergida en una serie de extrañas visiones, en las que la invade una sensación desconcertante de estar siendo perseguida por alguien más que sólo ella puede ver. Hugh le explica que le ha transmitido una especie de maldición y ahora ella, si quiere dejar de ser acechada por el “perseguidor”, deberá acostarse con alguien más para traspasarle los efectos. De ahí podría desprenderse el primer subtexto del filme: el temor a la intimidad, al acto sexual y a las enfermedades de transmisión sexual. Sin embargo, en lugar de explotar las ansiedades adolescentes –casi universales– acerca de la virginidad, Mitchell empuja a su protagonista hacia un dilema moral que la mantendrá inquieta y dominada durante todo el relato: la nueva infectada debe o no transmitirle “la enfermedad” a alguien más.
El castigo a la promiscuidad de Halloween (Dir. John Carpenter, 1978) se aborda desde un ángulo revisionista pero innovador. Mitchell no castiga a su personaje por haberse acostado con el joven, sino que exhibe el acto sexual como una dualidad desconcertante. Para ella, el sexo es una forma de conexión y comunión que trasciende el ámbito meramente corporal y carnal; para él, se trata de la vía de liberación. Mediante la penetración, Hugh se desprende del demonio que lo ha estado persiguiendo y hostigando. La seducción y la repulsión del sexo encaja muy bien con la tesis general de Mitchell sobre la vida adolescente: las inseguridades y certezas de los jóvenes respecto a una vida sexual plena o reprimida, desenfrenada o responsable, placentera o desdichada, desembocarán, inequívocamente, en una atmósfera lúgubre debido a la espeluznante carga que conlleva tener una relación sexual en este universo planteado por el director.
El perseguidor es un ente capaz de cambiar de forma, y podría ser descrito como la encarnación misma de la paranoia. Este sujeto amenazante, que sólo ella ve, puede adoptar múltiples apariencias físicas, incluso las de personas que la víctima ya ha visto o conocido; esto responde a un dispositivo salvaje y freudiano que acentúa brillantemente el trauma y la desesperación del afectado. El perseguidor puede presentarse como un hombre desnudo encima del tejado de una casa, una anciana sonriente en la calle o una joven que deambula por la playa. Cuando aparece, por lo general, el perseguidor es vislumbrado a la distancia caminando lentamente hacia su víctima como un zombi inexpresivo y silencioso. En lugar de abrir nuevos caminos, el filme recicla los tropos del cine de terror adolescente –una chica sola en una casa, las fuerzas del mal golpeando una puerta– pero su ejecución estilizada subvierte las fórmulas de explotación y tortura. La violencia no es recurrente, y cuando brota la sangre derramada, la cámara no busca ser un dispositivo exhibicionista. Hay una manipulación magistral de la atmósfera; Mitchell y el cinefotógrafo, Michael Gioulakis (Bad Fever, 2012) le sacan provecho al formato de pantalla ancha. Mediante el uso constante de planos abiertos, resulta difícil discernir a la distancia la presencia del “perseguidor”; el espectador, en más de una ocasión, intentará mirar hacia el horizonte por encima del hombro de la protagonista para detectar al victimario, pero a medida que éste se acerca, sin prisa y sin paso acelerado, comienzan a sentirse sus sombrías intenciones. A través de una partitura electrónica con influencias de John Carpenter, la banda sonora compuesta por Disasterpeace (también conocido como Rich Vreeland) forja y matiza el nerviosismo de Jay y del espectador.
El relato se toma el tiempo necesario para que Jay convenza a sus amigos de que el peligro no es sólo un producto de su imaginación. Pero a medida que los presagios ominosos se acumulan, el grupo, que incluye a Kelly (Lili Sepe), Yara (Olivia Luccardi), Paul (Keir Gilchrist) y Greg (Daniel Zovatto), le brinda soporte a la joven. Un rasgo inusual del terror contemporáneo es que Mitchell rodea a su protagonista de estos lazos afectivos que simpatizan y comprenden la difícil situación que atraviesa, y están dispuestos a ayudarla, incluso corriendo mayores riesgos. A diferencia de los temerarios, prepotentes y bravucones adolescentes que habitan los thrillers de terror de Hollywood, estos son jóvenes comunes y corrientes que se perciben con miedo, pero dispuestos a colaborar. Existe un buen entendimiento entre los miembros del elenco, y esa química dota de realismo la dinámica de solidaridad entre los jóvenes.
David Robert Mitchell ha confesado que la idea básica de su filme se desprende de un sueño recurrente que experimentó cuando era niño: la desesperación de ser perseguido por algo relativamente lento, pero implacable. En este sentido, se quebranta el cliché de las persecuciones a toda velocidad; puedes desplazarte mucho más rápido que el elemento que te persigue, pero ten la certeza que tarde o temprano te alcanzará. ¿Acaso es una metáfora del miedo a crecer y convertirse en adulto? Por más que el adolescente no quiera abandonar su dinámica festiva, rebelde, irresponsable y despreocupada, tarde o temprano deberá convertirse en un adulto aburrido y responsable.
El lugar está despoblado; las calles vacías, las casas oscuras, los edificios abandonados y los automóviles oxidados evocan un pueblo fantasma. A excepción de unas pocas personas dispersas, Jay y sus amigos adolescentes son los residentes locales restantes. No hay padres a la vista. Los jóvenes están aislados en todos los sentidos; de sus padres, de ellos mismos e incluso de su ciudad. Detroit está colocada al borde del horizonte como una amenaza, pero también el espacio representa un tiempo de anhelos incipientes y el desvanecimiento de la inocencia. Estos niños fueron criados en la opulencia posturbana, pero, después de la recesión, están condenados a la oscuridad suburbana. La ciudad es el lugar donde el demonio duerme, pero también es donde puede ser superado. Las explicaciones que recibe Jay sobre su nueva condición son intencionalmente enigmáticas y desconcertantes. Los personajes están frente a un misterio y conforme avanza el relato se inmiscuyen en una búsqueda por la resolución. Está detrás de ti acata un principio que pocas películas de terror asumen: lo desconocido es, efectivamente, lo desconocido. Las pistas sobre el origen de la maldición y los motivos de esta amenaza son bordeados como misterio, pero la misión de los adolescentes no consiste en suponer, explicar y definir el fenómeno sobrenatural, sino en brindarle soporte a su amiga.
Está detrás de ti posee una fuerza visceral palpable y cercana al espectador en gran medida gracias al tacto que tiene el director para abordar la ansiedad de los adolescentes desde el terror. Comparándolo con su ópera prima, el cambio de tono y estilo de Mitchell es evidente, y aún así el filme se siente como una progresión congruente en su carrera con el tipo de personajes, temáticas y entornos que al autor le interesan. La sólida articulación de causas y consecuencias, el paisaje sonoro melancólico, la delicada puesta en escena en lugar de efectos visuales, se conjugan para realzar el factor miedo a partir de la carga visceral real. El filme se propone generar sustos de manera tradicional, pero no gratuita. Está presente la fuerza antagónica –elemento común en este tipo de relatos–, pero el miedo y la desesperación que padece la protagonista se perciben como un dolor profundamente humano y sincero. Los personajes parecen estar en una especie de purgatorio, en algún lugar entre la adultez y la infancia. Ver la fragilidad de los jóvenes puede remitirnos a nuestros temores y traumas más recónditos de nuestra adolescencia; la pesadilla no es efímera, sino es una marca que nos perseguirá durante toda nuestra vida, hasta la etapa adulta, hasta la vejez, quizá. A partir de esas ideas, Mitchell entiende el concepto del terror y lo escenifica mediante las dinámicas del deseo, el sexo, la muerte, y su prolongación hasta un futuro desconocido e indeterminado.