(@SirPon)
Aquí puedes leer el Altavoz de Joanna Hogg
Ve aquí nuestra Entrevista con Joanna Hogg, realizada en Londres
Los 10 filmes favoritos de Joanna Hogg
En múltiples ocasiones se ha abordado el tema del conflicto de pareja en el cine; muchas de ellas se han enfocado en lo escarpado del vínculo matrimonial, el compromiso de un hombre con una mujer, de una mujer con un hombre que llevan (con papel de por medio y votos religioso, o sin ellos) una buena colección de años unidos, viviendo bajo el mismo techo y, es más, durmiendo en la misma cama, cuando menos la mayoría de las noches. En Exhibition, su tercer filme, la realizadora inglesa, Joanna Hogg lo ha hecho también, pero de manera tremendamente atractiva, bastante inusual, muy original.
H y D (así se llaman), en sus cincuentas, comparten una casa modernista de fábula en el corazón de Kensington, en Londres. H (Liam Gillick) es un exitoso arquitecto; D (Viv Albertine) es artista de performance luchando por consolidarse. Llevan cerca de veinte años juntos, siempre viviendo en el mismo sitio, que parece hecho a la medida de ambos, casi ergonómico. Cada quien habita sus propios espacios (de trabajo y de distensión), manteniéndose en comunicación constante y, claro, también compartiendo zonas que son de los dos, como la cama. La relación es cordial, por momentos casi cariñosa, pero por lo general ligeramente distante (incluso para los estándares británicos). El desgaste tras tanto tiempo juntos, pese a sus intentos por seguir amándose, es evidente. Y el hecho de que H insista en que ha llegado el momento de cambiar de casa, pese a la renuencia de D, no hace sino ahondarlo. No obstante la civilidad con que se tratan, es claro que la pareja está viviendo una crisis que tiene varias aristas.
D no la está pasando muy bien. La idea del desprendimiento de un lugar que siente integrado a su persona, el resquemor que le genera la inevitable rivalidad profesional con su hombre (en la que ella siente estarse quedando relegada), las dudas que le crecen sobre su propio talento y su posición como artista, la búsqueda de nuevas formas de satisfacer su sexualidad y la concientización de que está entrando en una etapa de su vida que marca el inicio del declive, cuando menos el físico, hacen que la angustia la desestabilice, aparentemente. Su intranquilidad se convierte en ansiedad e incide en su comunión con H. El filme, pues, sutil y gradualmente se inclina hacia la perspectiva de ella. Precisamente porque él también advierte que la fuerza y energía que preservan pronto comenzará a agotarse, que les urge un elemento de frescura que oxigene un matrimonio que tiende a marchitarse, es que quiere mudarse, hacer el último cambio drástico en sus vidas, pues no tienen ninguna traba para embarcarse en una aventura de ese tamaño (nunca tuvieron hijos, factor que parece guardar un espinoso peso en la relación, acaso subrayado en una de las secuencias finales con niños disfrutando de la estancia de su hogar). Sus problemas parecerían triviales (se le ha criticado ferozmente a Hogg por retratar la anodina vida de la clase media-alta británica) si no fuera porque, de una u otra forma, en el fondo, son los mismos que atañen a buena parte de los seres humanos.
Abordarlo, de cualquier modo, no era asunto sencillo. Exagerar los nudos nerviosos para infundir drama a las escenas, trivializar sus congojas o barnizar con ironías sus aflicciones eran simultáneamente un riesgo y una tentación. Las dos obras previas de Joanna Hogg (Unrelated, 2007; Archipelago, 2010) garantizaban que no sería el caso. El suyo es un cine primordialmente sustentado en la cuidadosa observación de los pequeños detalles que anuncian deseos, temores, zozobras, insatisfacciones, incluso alegrías, pero también en la confección de aparentes huecos narrativos que actúan como desahogos de información e intensidad por donde se cuelan enigmas que Joanna va sembrando juiciosamente para involucrar de modo terminante al espectador codicioso. Sus historias no se sostienen en la literalidad de la trama, sino en la meticulosa revisión del comportamiento humano. Y para examinarlo pormenorizadamente, en toda su complejidad, Hogg no considera imperioso ponerlo en situaciones extremas u obligarlo a perder los estribos con el fin de retratar los decibeles que alcanzan sus gritos o la fuerza con que demuestran su rabia. La clave, sí, es elegir con exactitud la compilación de instantes, situaciones, circunstancias de diversa índole, que unidas ofrezcan un caleidoscopio de las personalidades que se nos presentan y, además, dejen asentada una atmósfera. El montaje es su fuerza creadora.
Joanna Hogg es cuidadosa al extremo en presentar la selección de momentos que van destilando información –incluso si es a cuentagotas- que permitan a la audiencia conocer y, en buena medida, comprender la conducta y actitudes de sus personajes. Generalmente el mejor cine está hecho de esa manera. Exhibition es una valiosa prueba. Un botón de ejemplo: H llega a la casa en su auto y quiere estacionarse en su entrada pero hay otro coche ocupando el sitio. Toca el claxon con desesperación y llega un hombre de extracción humilde, con fuerte acento cockney, que ni siquiera se disculpa, alegando que pensaba que era la parte trasera de una tienda. H no concibe la insensibilidad ajena, incluso emite un insulto y amaga con obligar físicamente al hombre que se niega a mover su coche. Pero ni siquiera en ese episodio H pierde los estribos y, aún así, D le comenta que ha actuado de forma violenta. La secuencia, además, le sirve a Hogg para hacer un comentario social y diseminar dudas sobre la conveniencia de seguir habitando esa casa que quizá guarda inquietantes recuerdos que resuenan en incidentes como éste.
Exhibition, para los detractores del trabajo de Joanna, en primera instancia podría considerarse la certificación de lo fría, distante, calculadora que es la mirada de la directora. En realidad es lo contrario. Es cierto que al evitar incluir escenas de arrebatadas discusiones o ánimos exacerbados en el conjunto de viñetas que construyen su historia, podría quedar la impresión de su desapego con respecto a lo que cuenta o de querer intelectualizarlo analíticamente. Pero estamos hablando de una pareja británica, educada, que bien puede comportarse de modo que lo último que quisieran en la vida es que se notara que son seres emocionales; así se han educado, así son, e incluso en situaciones extremas preferirían reprimirse y contenerse antes que desnudar su auténtico sentir. Y, por otro lado, es una de las grandes virtudes de Hogg el extraer con gracia y sin aspavientos, incluso con fino y sutil humor, las emociones (o sus intentos) y tribulaciones de quienes son expertos en domarlas o cohibirlas. Ahí radica parte sustancial de su gran talento.
Tanto por influencia (reconoce ella al gran maestro Yasujiro Ozu –a su vez ascendiente de Jarmusch), como por formación (es fotógrafa y pintora), y por necesidad (la cámara con que filmó su debut, Unrelated, distorsionaba la imagen si se le movía), Joanna Hogg inició su carrera imponiéndose captar su puesta en escena desde planos generalmente abiertos, mayoritariamente fijos y, por lo general, prolongados. En Exhibition consolida lo que ya puede considerarse como un estilo propio. Aprovecha los numerosos ángulos rectos que componen la casa -que es creación del famoso arquitecto James Melvin, en los sesenta- para dar volumen a sus encuadres, que en esta ocasión no son tan abiertos pues las dimensiones de la construcción no lo permiten, y no obstante evita acercar demasiado la cámara a sus protagonistas para no asfixiarlos, persistiendo en mantenerla estática (con excepción de un par de ligerísimos tilt ups y downs en las recurrentes tomas de las escaleras, apenas perceptibles, y unos poco más) y dejando que cada secuencia respire durante el tiempo que sea necesario sin que los cortes las condicionen. Si para Antonioni la elección del encuadre era una decisión moral, para Hogg es razón fundamental de su cine.
Paralelamente al desarrollo de la relación de H y D en el período que el filme nos presenta, se lleva a cabo el proceso de la venta de la casa, con los agentes de bienes raíces (intrusos en su templo, entre ellos Tom Hiddleston) y, peor aún, los posibles compradores, que inevitablemente invadirán lo que sigue siendo su sagrado territorio. Mientras H explica con seca vehemencia en qué consiste el concepto de cada rincón de su hogar, Hogg los explora con un depurado nivel de sofisticación visual (con intenciones simbólicas lo mismo en sus entrañas –la caldera de la piscina, el armazón del elevador). Es nítido que para ella, la autora, más allá de un espacio, se trata de un personaje central del filme. Le interesa estudiar cómo impacta la esencia del lugar con la relación entre la pareja. Con delicadeza y mucha sensualidad, la directora nos interna en la ofuscada mente de H y a través de ella vemos la casa incluso como un fetiche; lo suyo se ha convertido en una fascinación sexual con lo que siente como una prolongación de su cuerpo, que le favorece tanto para sus juegos masturbatorios, como para los experimentos creativos que quiere incorporar en sus desplantes artísticos: la exhibición que prepara pero de la que en realidad ya es parte, particularmente desde el estudio que ocupa con vista a la calle y que puede también ser vista desde ella.
Porque si bien es en la casa donde ocurre buena parte del filme, Londres constantemente irrumpe ahí dentro, ya sea a través de la vista que ofrecen sus grandes ventanales, camuflado en el reflejo generado por los mismos vidrios, o inclusive, con ímpetu, disfrazado en los múltiples y variados sonidos que proceden de sus calles. En apenas un puñado de secuencias la ciudad atrae al matrimonio a sus pasajes (Hyde Park, Hight Street Kensington, Trafalgar Square, algún callejón), pero su presencia es permanente. Hogg la aprovecha para dar mayor profundidad visual a su apuesta. Las aparentes limitaciones del espacio interior de la casa son compensadas con la extensión del campo óptico que producen las imágenes que se integran a los cristales (de adentro hacia fuera y al revés), o que se transforman en espejos que subrayan la idea del encierro en sí mismos que viven H y D (luminoso, eso sí, gracias a la foto de Ed Rutherford que aprovecha con garbo la luz natural), y con la información complementaria –en ocasiones contradictoria- que ofrecen los sonidos que cuidadosamente ha diseñado Joanna junto con su habitual Jovan Adjer, para robustecer la atmósfera en que la pareja desarrolla sus existencias.
Dadas las características formales del filme, éste requería de interpretaciones que asumieran el desafío y proyectaran las complejidades que padecían los personajes. Nunca antes habían actuado Viv Albertine y Liam Gillick, ella exguitarrista de la banda punk, The Slits, él renombrado artista conceptual (contemporáneo de Damien Hirst, nominado al Turner Prize); ambos amigos de Hogg. Y sin embargo consiguen hacerse de la piel y las tripas de sus H y D, apuntalando el vínculo existente entre ellos. En cada emplazamiento que propone la directora, nos hace escrutar todos los detalles del lugar, así como los rasgos, gestos, movimientos completos de él y de ella . ¿Sobrevivirá su unión la renuncia a lo que es su hábitat?
En la indagación sobre el quehacer y la misión de los artistas, es notorio que Joanna Hogg cuestiona su propia posición. Al contemplar las vicisitudes de personas de edad mediana luchando afanosamente por ajustarse a la realidad que significa adentrarse a la fase tardía de la vida, cavila sobre sí misma. Cuando, en última instancia, nos muestra que tanto H, como D, están librando batallas personales en las que el otro, el compañero, no puede adentrarse a plenitud, la realizadora inglesa exhibe lo solos que ellos, ella, todos estamos, aunque estemos acompañados. Una de las verdades más dolorosas del ser humano; uno de los factores decisivos para la imposibilidad de la comunicación plena con los demás; el tema crucial del cine de Joanna Hogg, que en Exhibition ha llevado a la elegante sublimación.