Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
Parecería ocioso, por evidente, decir que el cine de Andrea Arnold es heredero directo de Ken Loach. Pero no sobra apuntarlo por dos razones fundamentales: debido a que el nombre de Arnold es poco conocido fuera de Europa (incluso de Inglaterra, su casa; ya no hablemos de México); y porque más allá de que sus dos largometrajes (Red Road, 2006; Fish Tank, 2009) se insertan, de alguna u otra manera, en el subgénero británico del ‘council estate drama’ (filmes de intenso dramatismo situados en sórdidos multifamiliares de la Gran Bretaña), su aptitud al acometerlos trasciende la mera puesta en escena sostenida en patrones artificiosos y efectistas. La suya es más bien una apuesta por el realismo social que le permite acercarse con mayor proximidad al sujeto retratado, casi emparentando con el documental, a la manera del maestro Loach. Y, sin embargo, aún más ambiciosa —con ecos del Ratcatcher (1999) de Lynne Ramsay e incluso del Kes (1969) del mismo Loach— recurre Arnold a delicados toques de lirismo (con variaciones de la velocidad a la que corre el filme, resonancias obtenidas con el diseño de sonido, observación minuciosa de elementos de la naturaleza, etcétera) que templan la aspereza predominante en la trama; particularmente en Fish Tank.
Mia (Katie Jarvis, en una estremecedora interpretación) es una quinceañera que vive con su hermana pequeña, Tyler (Griffiths), y su madre (Wareing), en un departamento de dos plantas dentro de un deprimente multifamiliar de Essex, en los suburbios de Londres, en el que se respira agresión, resentimiento y rencor. La mamá es una mujer cuyas ocupaciones principales son beber, bailar y coger. Trata con desdén y rabia a sus hijas, particularmente a Mia. Y ésta traslada esa belicosidad adonde quiera que se pare. Ni un gesto de cariño recibe en casa, ni uno solo ofrece ella fuera; con excepción del brindado a un caballo blanco encadenado en un terreno cerca de su casa por lo que, con tal de liberarlo (metáfora evidente), incluso pone en predicamento su propio pellejo. Sólo el baile (montar coreografías personales a rolas de cadencioso hip-hop, predominantemente gringo) y el beber cider anestesian su existencia. Bueno, y Connor (Fassbender), el novio en turno de su madre, un tipo apuesto y muy amable, que la trata como ser humano y de quien, ipso facto, si bien de manera ambigua, se enamora.
Sobre Mia se cierne la amenaza de que a la conclusión del verano quedará enrolada en un internado; intenta, mientras tanto, asimilar el torbellino emocional que le ocasiona todo lo que representa la figura de Connor (principalmente la física); y se prepara con afán para una audición (en la que, no es gratuito, bailará al son de “California Dreaming”, en la versión de Bobby Womack) que, como la mayoría de las chicas de los council estates, obsesionada con la cultura de las celebridades, sueña la aleje para siempre del intolerable tedio y el hastío que la oprimen. Cuenta únicamente, además de con algunos vestigios de la natural ternura infantil —aunque eclipsados por una amargura no sólo infligida por la adolescencia—, con apenas una brizna de ilusión; ah, y con la recién agenciada amistad de un chico. Las ominosas nubes de Tilbury tienen más de un motivo para posarse encima de donde Mia se mueve. Esto siendo Inglaterra.
En el 2003, con su tercer cortometraje, Wasp, Andrea Arnold ganó una colección de premios, incluido el Oscar. Los elementos fílmicos que la han hecho sobresalir estaban ahí ya sembrados. Los medios sensacionalistas habían ingeniado el término ‘Broken Britain’ para describir la rasgadura moral padecida en el corazón social británico, es decir, su clase trabajadora. Vivir en el primer mundo gozando de pocos de sus privilegios, agravia. Explotar los beneficios sociales para vivir en la estrechez pero sin trabajar, empequeñece. Y Andrea captó en toda su crudeza el espíritu de la terrible idea, pero también en toda su complejidad.
La gente de los council estates, tanto en Wasp, como en Red Road e igualmente en Fish Tank vive para, como con agudeza sintetizó Jarvis Cocker de Pulp en esta línea de “Common People”, en 1995, que se convirtió en un himno de la working class: “…dance and drink and screw, because there’s nothing else to do”. Para de ahí llegar a la Broken Britain se añadió a la ecuación la proliferación de la violencia, principalmente la intrafamiliar, cuya radiación terminó contaminando a la sociedad entera. Los afilados ojos de Arnold, empero, también alcanzan a distinguir los sedimentos de integridad, propios de todo grupo civilizado, que permiten albergar, cuando menos, la posibilidad de la esperanza. Y qué mejor forma de hacerlo que recurriendo a tenues gestos de humanidad y de candorosa sensualidad capturados desde la observación sutil de los detalles que rebasan su propio significado y de arrebatos de imaginación que, aunque sea momentáneamente, se imponen sobre la aplastante realidad.
La hermosa secuencia, bellamente fotografiada por Robby Ryan (que saca lustre a los rayos del sol penetrando oblicuamente el departamento), en que la madre intoxicada baila en sintonía con sus dos hijas al ritmo de “Life’s A Bitch” de Nas, sin rastro de sentimentalismo, representa el epítome de la propuesta de la talentosa Andrea Arnold. El papel tapiz ofreciendo un paisaje tan kitsch e ilusorio como, quizás, alentador, acentúa la riqueza de su discurso.
Fish Tank ganó el premio Outstanding British Film en los BAFTA del 2010 y el Premio del Jurado en el Festival de Cannes del 2009.