Una forma humana desnuda levita encima de una piscina de sustancia láctea; flota dejando rastros de varias capas líquidas. Después aparece un cerebro cibernético y un rostro robótico. En un principio parece un ser andrógino, pero paulatinamente se moldea para tomar una apariencia femenina. Los huesos, la piel, los tendones, los pechos –todos hechos con material sintético– se acomodan sobre el cuerpo cibernético y así nace Major Motoko Kusanagi (Scarlett Johansson), una cyborg que encarna los alcances de un mundo volcado a la tecnología. La unión máquina-humano es una idea habitual en el terreno de la ciencia ficción, pero resulta sugerente la manera en que Ghost in the Shell (2017) recupera la figura del cyborg para construir un discurso reflexivo con alcances filosóficos en torno a los conceptos de identidad, memoria y trascendencia humana.
Basado en el aclamado anime japonés de Masamune Shirow, y dirigido por el cineasta inglés, Rupert Sanders (Snow White and the Huntsman, 2012), Ghost in the Shell: La vigilante del futuro (2017) se centra en Major, una cyborg que trabaja en la Sección 9 del Departamento de Seguridad –un grupo antiterrorista especializado en crímenes cibernéticos–. Entre los criminales más peligrosos se encuentra Kuze (Michael Pitt), quien busca con mucho resentimiento frenar los avances tecnológicos de Hanka Robotic, la misma compañía que confeccionó a Major. Hasta este punto, el guion de Jamie Moss y William Wheeler ofrece pasos tímidos y endebles intrigas en su intento por crear un audaz thriller de conspiración. No obstante, el núcleo del misterio del relato comienza a construirse de manera sensata cuando la protagonista, con la ayuda de sus colegas –el fiel Batou (Pilou Asbæk) y el imperturbable Aramaki (Takeshi Kitano)–, está cada vez más cerca de capturar al hacker, pero comienza a dudar sobre su identidad y lo que cree saber de sí misma. Así que decide buscar a la científica que le dio seguimiento a su fabricación, la doctora Ouelet (Juliete Binoche), para que le ayude a comprender sus orígenes.
Actualizar un clásico de anime muy querido como Ghost in the Shell representa un enorme reto. Inevitablemente algo se pierde en la traducción del original japonés a la versión de Hollywood, pero Rupert Sanders se desenvuelve con confianza y mano segura como un fino estilista visual capaz de entregar una digna pieza dentro de los marcos y las dinámicas de la ciencia ficción, que no duda en recurrir al imaginario de las ficciones ciberpunk, tanto literarias (Neuromante de William Gibson) como cinematográficas (The Matrix de las hermanas Wachowski), para plantear un desolador mundo futurista. Con la ayuda de Jan Roelfs (diseñador de producción), Matt Austin (director de arte) y un extenso equipo de artistas, diseñadores e ingenieros dedicados a los efectos visuales, Sanders crea –basándose en el filme original de animación dirigido por Mamoru Oshii en 1995– un espacio de múltiples identidades culturales que se fusionan junto con elementos del pasado, presente y el futuro imaginado de la historia humana. La confección de Nueva Ciudad del Puerto, lugar central del filme, se basa en la densa jungla urbana y vibrante vida callejera de Hong Kong y Tokio del siglo XXI. El diseño de la metrópolis –influenciada fuertemente por los paisajes de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y 2046 (Wong Kar-wai, 2004)– se conforma a partir de ligeros rascacielos y enormes bloques verticales rodeados de aire contaminado a partir de tonalidades grises y azules oscuros que emplea el cinefotógrafo británico, Jess Hall (Transcendence, 2014). En algunos planos generales –que a veces sólo funcionan como insertos ya sea para efectuar una elipsis temporal o cambiar el eje de la acción– se vislumbran edificaciones tradicionales de estilo europeo y ornamentos que trabajan como ilusiones visuales al estilo de M.C. Escher. De esta manera se muestra un mundo pluricultural, en donde imágenes que aluden a las religiones orientales son resguardadas en una catedral del gótico francés, o las tradicionales casas de pescadores tailandeses permanecen al lado del río que las separa de los imponentes complejos arquitectónicos futuristas. Aunado a ello, los talentosos diseñadores de vestuario, Kurt Swanson y Bart Mueller, logran replicar con éxito la mayoría de los atuendos icónicos del anime sin hacerlos ver como ridículos cosplay de aficionados. La pieza más destacada es el discreto y sobrio traje térmico de la protagonista; a pesar de su apariencia casi desnuda, es un uniforme hábilmente elaborado que le permite a Major realizar misiones sigilosas o escapar de situaciones peligrosas.
En Hollywood existe la tradición de conceptualizar al cyborg como un ente masculino y violentamente dominante –a través de personajes como Darth Vader, Terminator, Robocop y los Cybermen de Dr. Who– para manifestar, a veces de manera inconsciente, un rechazo hacia la ‘cyborgización’. Pero en las representaciones japonesas, como Tetsuwan Atomu (Astro Boy) o el anime de Ghost in the Shell, la naturaleza del cyborg como ente maligno se pierde y es sustituida por una preocupación vinculada a la subjetividad de la hibridación. Para encarnar esta condición, Scarlett Johansson logra entregar, nuevamente, una fabulosa interpretación al representar un personaje amenazante con características mucho más complejas y perturbadoras que la mujer fatal promedio. Después de protagonizar un emocionante filme de acción como Lucy (Luc Besson, 2014) y darle vida a una enigmática extraterrestre de mirada desapasionada en Under the Skin (Jonathan Glazer, 2013), la actriz estadounidense cumple convincentemente con las exigencias físicas del papel al mismo tiempo que equilibra de manera emotiva su frialdad robótica con el creciente espectro de emociones de un cyborg con crisis de identidad. Es capaz de sacarle provecho a sus ojos –a veces desafiantes; en otras ocasiones, conmovedores– pero con ráfagas de la confusión de alguien que se siente atrapado dentro de un cascarón artificial.
Ghost in the Shell plantea, de manera un tanto abstracta y a veces imprecisa, la influencia positiva de la tecnología en la sociedad al momento de socavar la identidad de género. A diferencia de la mayoría de las películas de ciencia ficción que valoran a los hombres y devalúan a las mujeres, Ghost in the Shell muestra un futuro que elogia la tecnología y hace que la humanidad y sus prejuicios de género queden obsoletos. Major siempre está en control, ordenando y orquestando a los demás miembros del equipo, incluso actúa sin seguir un orden jerárquico en el que, se supone, Aramaki es su jefe. Batou, el hombre cyborg musculoso con el cuerpo de un superhéroe, es pasivo, incluso relegado sin que esto le genere complejos de inferioridad o traumas de índole machista. Motoko no es sexualizada por otros personajes de la narrativa, ni siquiera por los malandrines que la atacan en el centro nocturno, y esa dinámica implica una liberación de las concepciones tradicionales de la feminidad. En su Manifiesto Cyborg, Donna Haraway afirma que el género se construye socialmente en lugar de ser determinado biológicamente. Cuando alguien nace, hay expectativas sobre esa persona dependiendo de su género biológico. Estas expectativas no son naturales, sino más bien construcciones sociales que han evolucionado a lo largo de cientos de años. El cyborg femenino –un cuerpo antinatural sin órganos reproductivos– aniquila la biología como fuente de identidad de género. Esta máquina femenina híbrida destruye las distinciones sexuales, así como los estereotipos basados exclusivamente en el cuerpo. A pesar de ser un personaje asociado a la actriz que lo interpreta, Motoko sorprende al espectador con sus habilidades en lugar de sus atributos femeninos. La fortaleza, la velocidad y la agilidad otorgadas por el cuerpo cyborg, la posicionan con mayor poder respecto a sus homólogos masculinos.
Pero los aspectos sociológicos de Ghost in the Shell no se limitan a la aniquilación de los roles de género. El filme también pone sobre la mesa de discusión la pérdida de la elección individual. Con los implantes cerebrales convirtiéndose en una norma, cada vez es más probable que los individuos dentro de la sociedad sean manipulados por alguna fuente externa. Tal como lo hace Kuze cuando logra hackear el sistema de otro ser con el fin de lograr las tareas que él crea convenientes. No sólo puede controlar sus acciones físicas, sino también alterar sus pensamientos y recuerdos. Los implantes cerebrales que estaban destinados a mejorar la vida de las personas, entonces, los están haciendo realmente vulnerables al control completo de una fuente externa. ¿Una sociedad basada en la tecnología seguirá siendo libre, o más bien manipulada por la propia tecnología? La capacidad de Motoko al recorrer la red para hackear un sistema sin la ayuda de un cuerpo físico pone de manifiesto el dualismo entre mente y cuerpo que exploró René Descartes. Mente, definida por el filósofo francés, es el pensamiento no espacial que puede iniciar la libre elección. Mientras que el cuerpo se extiende esencialmente en el espacio, no ejecuta labores de pensamiento y se rige por las leyes del movimiento. Motoko se esfuerza no sólo por encontrar a Kuze, el infame hacker cibernético, sino por encontrar el ghost (espíritu, alma, mente, esencia) dentro de su cuerpo robótico. En ese trayecto surge la lucha filosófica de la protagonista: una batalla entre espíritu y cuerpo para descifrar los misterios de su existencia. Motoko existe como individuo, pero descubre que sus pensamientos y recuerdos no son ni siquiera suyos, y es consciente de que la memoria puede ser programada artificialmente y restringirla de pensar libremente, e incluso limitar su tipo de pensamiento. Aquí aplica el tono de Descartes (“pienso, luego existo”), siempre y cuando esté pensando, ella confirma su existencia en el mundo físico sin importar quién o cuál sea la fuente de sus pensamientos, es decir, el origen de su ghost. Pero ahora, más allá de confirmar su existencia, la angustia se centra en el problema de la identidad. “¿Soy un individuo autónomo o más bien una creación automatizada?” Motoko no cree que ella sea libre, sino que está siendo, y siempre ha sido, controlada.
Ghost in the Shell es un viaje de autodescubrimiento que cuestiona las implicaciones de lo que significa ser humano en un mundo hipertecnológico. Actualmente, los deseos de mejorar la capacidad del ser humano en inteligencia, memoria y accesibilidad al ciberespacio responden, en última instancia, a la idea de extender el cuerpo para prolongar la vida. Y esto no es una ficción. En junio de 2002, Jimmy Loizeau y James Auger (investigadores asociados del MIT Media Lab Europe) presentaron, en el Museo de Ciencias de Londres, el Audio Tooth Implant, un diseño para un implante de dientes que recibe señales digitales de radios y teléfonos móviles. O en el terreno del arte contemporáneo se encuentra Stelios Arcadiou, mejor conocido como Stelarc, quien durante tres décadas ha estado experimentando con tecnologías para alterar su cuerpo, y la oreja que creció en su brazo (Ear on Arm) es una de sus más radicales propuestas para reafirmar su deseo de convertirse en posthumanoide. El avance de la tecnología y de los nuevos medios cataliza y acelera el movimiento del post-humanismo; inevitablemente las personas han comenzado a ver el mundo que habitan como un sistema cyborg. Ghost in the Shell hace pensar en la fuerza motriz de los deseos humanos ilimitados planteando una sociedad donde ya no hay seres humanos puros, sino cyborgs y robots. Hoy en día, el debate sigue siendo en torno a la clonación del ser humano; mañana, posiblemente, la discusión se centrará en la clonación del alma humana –un crimen técnicamente factible pero moralmente ilegal que fue ilustrado en Ghost in the Shell 2: Innocence (2004).
Estos fenómenos provocan una reevaluación de nuestro sistema de creencias como seres humanos que vivimos bajo el abrumador impacto de la tecnología. En este siglo, ¿por qué el ser humano quiere convertirse en no-humano? Basta mirar a nuestro alrededor para ver la cantidad de teléfonos celulares, dispositivos móviles, reproductores mp3, aplicaciones virtuales que nos acompañan en nuestros trayectos diarios. ¿Realmente los necesitamos o son las corporaciones tecnológicas las que crean esas necesidades para nosotros? ¿Acaso ya nos olvidamos de nuestros cuerpos e incluso de nuestras mentes? ¿Cuál es el valor de nuestra existencia como seres humanos en la Tierra?