Reseña, crítica Halley - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
Halley
Halley
 
México
2012
 
Director:
Sebastián Hofmann
 
Con:
Luly Trueba, Alberto Trujillo, Hugo Albores
 
Guión:
Julio Chavezmontes, Sebastian Hofmann
 
Fotografía:
Matias Penachino
 
Edición:
Sebastian Hofmann Duración:
84 min.
 

 
Halley
Publicado el 21 - Jul - 2013
 
 
Halley se aleja del estereotipo de zombie impulsado por Night of the Living Dead, de George A. Romero, y se inclina por el body horror de David Cronenberg. - ENFILME.COM
 
por Enrique Sánchez

Por Enrique Sánchez (@RikyTravolta)

 

En 1909, Mark Twain dijo que había llegado a este mundo junto con el cometa Halley (el 30 de noviembre de 1835), y que esperaba marcharse con él. “Sería la mayor decepción de mi vida si no me fuera junto con el cometa Halley”, decía el escritor estadounidense, y su sueño se cumplió, pues el 21 de abril del siguiente año, apenas un día después de que el astro se hiciera visible en la Tierra, Twain murió de un infarto. Si llegamos a vivir lo que está designado de acuerdo a la esperanza de vida actual (76 años en México), la mayoría de nosotros podremos ver por lo menos una vez al cometa. La magia se perdería si, por otro lado, el astro de pronto comenzara a surcar el cielo día a día, estable y sin retraso, sin ofrecer más que una misma cara y trayectoria durante los años por venir; su capacidad de asombro se vería ultrajada por los estragos de la rutina.

La ópera prima de Sebastián Hofmann, Halley, no es tanto el relato de la vida (o muerte) de un hombre, sino el retrato de la condición grotesca a la que se ve sometido. Llena de desagradables acercamientos de cámara a texturas aberrantes −cicatrices cobrizas y festines de moscas− y con sonidos ambientales que resuenan como un estertor incómodo, Halley se aleja del estereotipo de zombie impulsado por Night of the Living Dead, de George A. Romero (quien, por cierto, nunca menciona el término en su cinta), y se inclina por el body horror de David Cronenberg, en donde la turbación de la mente va ligada a una atroz metamorfosis corporal.

En lo que parece una versión alterna del papel de Christian Bale en El maquinista (2004), Alberto Trujillo interpreta a Beto, el guardia nocturno de un gimnasio que abre las 24 horas, cuya figura encogida y frágil contrasta con la de aquéllos que se ejercitan a deshoras, obsesionados con el físico. Beto también cuida su apariencia, pero de una forma muy distinta: se limpia sus llagas a medio cicatrizar, se quita los gusanos que han comenzado a devorar su carne, se rocía el cuerpo con perfume y, para terminar, se inyecta en las venas líquido embalsamador. Es un hombre que trata de ocultarle al mundo que está muerto.

La rutina es tanto causa como consecuencia de la condición de Beto. Despojado de la capacidad para disfrutar lo que ofrece la vida, se ha aferrado a sus labores caseras −a pulir su vajilla de manera compulsiva y preparar comida que nunca llega a saborear−, y evita en la medida de lo posible el contacto humano. Si acaso piensa en salirse de esta rutina, basta con prender la televisión en un canal nacional para recordar cuán deprimente puede llegar a ser la sociedad como para querer formar parte de ella. Las moscas son su compañía más íntima, y Hofmann les otorga un lugar privilegiado desde la toma inicial de la película −reparando en ellas sin prisa, en un primer plano−, mientras que las personas que rodean a Beto muchas veces no son más que rostros fuera de foco o ausentes en la toma.

La película se mantiene al borde del horror y el drama, y siempre gira en torno al tema de la soledad. Beto, por supuesto, no es el único que está solo, y esto lo descubre luego de sufrir un colapso que lo lleva directo a la morgue. Ahí conoce a un hombre (Albores) que, en vez de mostrarse aterrado por encontrarse frente a un muerto viviente, se sienta a platicar amablemente con él mientras se atiborra de sopa instantánea (la manera tan repugnante en que las personas devoran sus alimentos frente a Beto le quitaría el apetito a cualquiera). Según le comenta a Beto, siempre esperó que algo así sucediera, y hay cierto júbilo en la forma en que lo dice, como si Beto fuera a poner fin a la soledad que implica trabajar en un lugar lleno de muertos. Pero no hace falta trabajar en una morgue para sentirse abandonado. Silvia (Trueba), la compañera de trabajo de Beto, se encuentra sola a pesar de tener familia, y su desesperación la conduce a pedirle una cita al hombre menos sociable, afectuoso y divertido que conoce. La noche que ambos comparten es tan incómoda como se podría esperar, pero representa, no obstante, el último esfuerzo de Beto por encajar de algún modo en la sociedad. Antes de decidir su destino, Beto escucha en la oscuridad un pensamiento de Silvia sobre el cometa Halley, quien adorna el relato con una linterna cuya luz se mueve por las paredes y el techo, representando la trayectoria del astro. Habla de la vida humana como un ciclo que imita el viaje del cometa, sin darse cuenta de que para Beto ambos acontecimientos carecen de sentido.

A lo lejos se perciben algunos comentarios sociales en Halley, o más bien, un bosquejo de ellos, pues Hofmann los deja pasar para concentrarse siempre en la textura de las imágenes. En la escena en la que el personaje sufre el colapso −en donde, de acuerdo al director, las personas que vemos en pantalla no saben que Trujillo es un actor−, Beto es ignorado por cada uno de los transeúntes que lo ven desplomarse en medio de un transitado pasillo en el metro de la ciudad de México (una escena común en la vida real, en un lugar como el Distrito Federal). Más interesante aún es la escena en la que Beto asiste a misa y escucha el sermón del padre, quien predica sobre la vida como un fenómeno que por definición debe estar lleno de sufrimiento, pues somos criaturas pecadoras. Una niña ciega y un hombre cojo son algunos de los creyentes que durante la misa aceptan su condición con la promesa de que al morir alcanzarán la vida eterna en el reino de los cielos; para Beto, sin embargo, la muerte no significa más que el sufrimiento de la vida que se alarga por los siglos de los siglos.

El género zombie se encuentra en su apogeo, y aunque se trata de un material que parece útil solo para el horror y la comedia, de vez en cuando surgen obras que se lo toman muy en serio. Es esto lo que le ha dado tanto éxito a The Walking Dead, la serie dramática sobre un grupo de sobrevivientes en un mundo plagado de zombies (“caminantes”, les dicen ellos), y que con el paso del tiempo se dan cuenta que no solo sus vidas corren peligro, sino también su humanidad, lo que significa que los muertos que caminan son ellos mismos. Halley se encuentra en un punto intermedio entre The Walking Dead y Synecdoche, New York (2008), de Charlie Kaufman, que tiene como protagonista a Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman), un hombre que, al ser una alegoría del síndrome de Cotard −en el que la persona cree que no existe, que está muerta, o que sus órganos vitales se han descompuesto−, es un muerto en vida, incapaz de lograr los objetivos que se propone, por pequeños o grandes que parezcan. A diferencia de Caden, Beto ha perdido la voluntad para plantearse metas de cualquier tipo, y esto es lo único que hay que tomar en cuenta para darle un significado apropiado al final incierto de la película, que se desarrolla con un sentimiento de desolación en la tundra del Polo Norte. Hay un reclamo en el silencio abrumador de Beto que nos dice que, al igual que sucede con la vida, la muerte debería de presentarse como un privilegio.

 
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