Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
A más de uno, en primera instancia, nos pareció sorprendente la decisión que tomó Steve McQueen, renombrado artista visual inglés –ganador del tan prestigiado como polémico Turner Prize, en 1999- de iniciar su carrera como director fílmico de largometrajes realizando una película sobre un tema tan espinoso y salpicado de tintes políticos como el del salvaje conflicto conocido como ‘the Troubles’, en Irlanda del Norte. Por un lado, tomara la postura que tomara, sería imposible dejar satisfechas a todas las partes involucradas y fácilmente terminaría congraciándose con ninguna; por el otro, una historia de esas características no ofrece las condiciones más propicias de plasticidad para el desarrollo de la propuesta visual de un artista. Aparentemente.
En 1976 el gobierno británico decidió modificar el estatus bajo el que estaban convictos los acusados de terrorismo en la discordia norirlandesa entre los católicos que deseaban separarse de la Gran Bretaña y unirse a la República de Irlanda y los protestantes que defendían seguir formando parte de la Corona Británica. A partir de ese momento, serían considerados como criminales comunes. Kieran Nugent fue el primer miembro del ERI (Ejército Republicano Irlandés) sentenciado por ofensas terroristas según la nueva política. De acuerdo con ella, este tipo de presos también debería utilizar el uniforme de la prisión –regla que hasta ese momento no les aplicaba. Nugent se negó a usar el uniforme por lo que, desnudo, fue envuelto en una sábana blanca y así trasladado a su celda. Los demás presos del ERI siguieron su ejemplo. Fue la llamada 'Protesta de las sábanas'. Tiempo después, tras otra violenta disputa al interior de la cárcel como resultado de demandas no cumplidas, se originó la 'Protesta sucia'. Entonces, debido a su actitud de no cooperación, los reclusos eran confinados por días enteros a permanecer en sus diminutas celdas con su sábana, un colchón y una Biblia, únicamente. Como respuesta, los presos se rehusaban a bañarse o limpiarse siquiera, y comenzaron a vaciar sus orines por debajo de las puertas y a embadurnar las paredes con sus propios excrementos.
McQueen retoma este episodio para establecerlo como el primero de tres actos, a la usanza de la tragedia griega, en que dividió su obra. Lo arranca revisando detalladamente el inicio del día de uno de los guardias de la prisión, desayunando suculentamente en casa, realizando un extraño ritual con sus lastimados nudillos en agua hirviendo, despidiéndose de su esposa y verificando no encontrar ninguna bomba debajo de su auto. Después entramos a la cárcel y permanecemos en ella, solidariamente, acompañando a los reos durante buena parte de su vía crucis penitenciario. Entonces comienza la representación de ambas protestas de los republicanos, las inclementes golpizas a las que son sometidos por los guardias –en su mayoría protestantes-, las pútridas condiciones en las que viven los presos y que, por ende, también deben de padecer sus vigilantes; el infierno en el que coexisten los unos con los otros. En una de las pocas salidas del encierro, atestiguamos como un matón del ERI liquida de un balazo en la frente a uno de los policías del penal cuando éste se encuentra, de visita en el asilo, cara a cara con su madre. Desde el principio de la historia reluce el ojo educado, el alma sensible y la preocupación humana del artista. Se suceden, prescindiendo casi en su totalidad de los diálogos, secuencias de extrema brutalidad con gestos de reflexión poética. Tanto unas como otras filmadas con esa maestría que elude la tentación del sentimentalismo o de ‘glamourizar’ la violencia (cada golpe de las brutales palizas que infligen los guardias a los prisioneros es sentido por el espectador en hueso propio; no es coreografía vistosa), pero que no renuncia ni al trabajo de composición estilística, ni a la honestidad narrativa; tampoco a la posibilidad de apropiarse de símbolos (principalmente cristianos) y referencias artísticas. Los presos de cabellos largos y barbas descuidadas apenas envueltos en sábanas blancas son auténticas representaciones de Cristo; su utilización de la luz ocre (el trabajo de iluminación de Sean Bobbitt es, sencillamente, soberbio) y las composiciones dentro de las celdas, con todo y la mierda embarrada, parecen salidas de Caravaggio, y la forma austera de armar las escenas, así como las transiciones entre ellas, mucho heredan de Robert Bresson.
Fiel a su instinto creativo, rebelde a los convencionalismos, en el segundo acto modifica el estilo que prodigiosamente esculpió en el primero y, en un arrebato de audacia –no el inaugural de la cinta, pues antes presentó al protagonista, Bobby Sands (Michael Fassbender), cuando habían transcurrido ya más de 30 minutos de un filme al que le faltaban sólo 63 para concluir-, decide establecer, con cámara fija, un two shot de Bobby Sands y un sacerdote católico (Liam Cunningham) en perfil, a contraluz, filmado en una sola toma que dura 17 de los 22 minutos que transcurren en la secuencia. Los diálogos escritos por McQueen y Walsh son inteligentes y agudos a tal grado que pese a la austeridad visual en este episodio, el esgrima verbal ejercitado entre los dos (cátedra de histrionismo contenido, por cierto), en el que ambos defienden sus posturas acudiendo tanto a la defensa de las ideas, los ideales, las ideologías, el fino humor, a la memoria, los valores compartidos, las diferencias imposibles ya de reconciliar, la violencia como recurso para conseguir bienes más elevados, Dios y la teología y, en última instancia, a la definición del valor último de la vida, es suficiente para sostener la secuencia con solidez asombrosa. Toda la punzante contraargumentación blandida por el párroco contra los conceptos de Sands, termina estrellándose contra muros cuya consistencia es aún más férrea que los de la prisión. Sands había tomado la determinación de reinstaurar la huelga de hambre que no les había rendido buenos frutos previamente, pero esta vez llevándola, decidido, a sus últimas consecuencias. Lo haría a partir de una cascada de voluntarios; con él iniciaría y, de no lograr que el gobierno británico atendiera sus demandas, sería él quien estrenaría la lista roja. Tras cuatro años de encierro, en las míseras condiciones imperantes, Sands había perdido el sentido de lo que significaba la vida; y además parecía tener que demostrar(se) que era aún más testarudo que la propia Margaret Thatcher. El viejo esquema del todo o el nada.
El tercer acto se centra, precisamente, en testimoniar la puesta en marcha de la huelga de hambre y su derivación lógica en el paulatino deterioro físico y emocional que va padeciendo Bobby Sands; su vida se disipa ante nuestros ojos. Lo que no perdió en ningún momento fue la convicción de que lo que estaba haciendo era lo correcto para el porvenir de Irlanda del Norte. La indecisa línea que divide la genuina certeza de que el sacrificio ofrendado redituaría en beneficios palpables para su causa y la tentación de inscribir su martirio de manera indeleble en la historia de la patria seguramente desgarró su conciencia y marcó con una interrogante la lectura que sobre la motivación de sus acciones pudieron tener entonces tirios y troyanos y que, incluso hoy, siguen teniendo ellos y el resto de quienes nos acercamos al tema. McQueen captura todo el doloroso e inexorable proceso con mirada clínica, pero en todo momento compasiva; no necesariamente ante el héroe que se inmola, sino ante el ser humano imperfecto y contradictorio que decide asumir una actitud que, más allá del bien o del mal, será llevada hasta su fatal conclusión.
Las resonancias políticas al abordar un tema tan controversial como lo fue hasta hace poco la guerra civil en Irlanda del Norte son inevitables. No faltaron quienes acusaron a McQueen de retratar como héroes (principalmente a Sands) a quienes también tenían una larga lista de muertes, inocentes o no, entre sus conciencias. Lo cierto es que, si bien con sutil énfasis, con tres o cuatro contundentes trazos, el director esquivó toda inclinación maniqueísta. Más que un filme político, aclara McQueen, Hambre “es esencialmente uno acerca de lo que nosotros, como humanos, somos capaces en cuestiones morales, físicas y psicológicas. Lo que infligiremos y lo que podremos resistir”. Y en términos creativos y artísticos, también es un ejemplo de lo valioso que es el cine para, dejando a un lado los ánimos panfletarios, las ideas simplistas, las trampas manipuladoras, retratar el sufrimiento humano en toda su desolación, pero también en toda su belleza. Como antes, utilizando otros medios y materiales, también lo hizo, por ejemplo, Miguel Ángel.