Hecho en México es un ejercicio de impudicia mediática. Los medios, de por sí, han alcanzado por ellos mismos un nivel donde se confunden ruido y pornografía. La pantalla siempre ha sido eso, de por sí, una pantalla; pero el modo de hacer, es decir, el performance de las figuras mediáticas ha trascendido toda impostura para afirmarse como una realidad relativa vivida en un plano alternativo de conciencia donde supervivencia y supremacía se confunden. Se sonríe a cámara sin saber si es una cámara o una pistola. Lo que vaya uno a decir es lo que menos importa. Si cumple con las expectativas que se tienen para este fresco general que se vende como una ventana al quehacer cultural (que, en gran medida, no va mucho más del quehacer musical) es un testimonial de la inteligencia pop domesticada y sometida de este país. Hay sus excepciones. Estoy seguro que Alejandro Fernández –híbrido glam-ranchero, baluarte sincrético del nuevo siglo mexicano– puede hacer lo que se le dé la gana mientras no lo apañen los paparazzi. Es lo más cercano que tenemos a una superstar y no tiene necesidad pero adorna el cartel de la peli, cual adalid apocalíptico de videojuego, para embaucar incautos con sus cinco minutos a cuadro.
Se trata de una fórmula probada, contrapunto de formas y contenidos (visuales y sonoros) que se tiende en un desfile de temas y motivos nacionales. La misión le fue encomendada a Duncan Bridgeman, quien ha tenido una carrera en la industria cinematográfica a salto de mata entre la realización y la música. Dirigió, al limón con Jamie Catto, el documental 1 Giant Leap (2002), paseo multicultural (veinticinco locaciones en veinte países) con la aparición a cuadro de intérpretes como Brian Eno, Michael Stipe, Neneh Cherry y Robbie Williams, además de una lista de testimoniales variopintos que incluyen a Kurt Vonnegut Jr. y Dennis Hopper. La versión mexicana deja ver, nada más en la lista de figurantes, un aproximado o equivalente hecho con el talento nacional, excluido el mainstream (insisto, Alejandro Fernández está más allá del bien y el mal). No creo que haya parangón posible entre Kurt Vonnegut Jr, y Juan Villoro, ni entre Dennis Hopper y Daniel Giménez Cacho, pero, hay que trabajar con lo que se tiene.
Lynn Fainchtein era la mejor candidata a convertirse en la productora de este documental mágico-místico-musical (y bueno, todo se dice fácil en perspectiva). Debutó en la industria como supervisora musical con Amores perros (2000) para luego seguirla por casi veinte años en esas lides. Sabe su negocio, tiene los conectes, era solo cosa de hacer llamadas y correr la voz. Todo aquel que tuviera algo que cantar o algo que decir fue puesto frente a la cámara, igualados (el término es paradójico, dado el sentido justiciero de los gringos y el resentimiento clasista chilango) frente a la cámara: Julieta Venegas y Gloria Trevi, Los Tucanes de Tijuana y Molotov. Trascendidos como santos, las figuras consagradas y los nuevos valores son reunidos para cantarse a sí mismos, para cantar sus raíces de arrabal clasemediero y sus tradiciones de supermercado, para cantar un México vuelto a encontrar, perdido durante los últimos doce años quién sabe dónde. ¿Lo habrán sabido los Tacubos antes de prestarse a figurar como vedettes sobrepuestas en un collage de luz y sonido que emula, discordante, el fervor patrio que nos transmitió por décadas Cantinflas y “La Bikina”? No sé si pensar que la ausencia de figuras como Gael García Bernal o Saúl Hernández se haya debido a una falta de disponibilidad o de disposición. Los diez segundos que le dieron a Sergio González Rodríguez, (autor de Huesos en el desierto, 2006, sobre las muertas de Ciudad Juárez) solo sirven para declarar su pesimismo; pero también son elocuentes al respecto del tiempo que tienes en pantalla cuando te muestras entusiasta al respecto del futuro de México: pensamiento positivo puro, pues.
Vistos, al final, los nombres de los productores ejecutivos (Emilio Azcárraga y Bernardo Gómez) viene la pregunta de por qué se cobra la entrada a un espectáculo que es propaganda vil. El medio es el mensaje. No se podía transmitir en horario estelar así nada más, había que cobrar su cualidad de producto alternativo. Es como el fútbol, un pago por evento, un privilegio que todavía existe y seguirá existiendo. Según se puede sentir por las risas y complacencia del público en la sala del cine, es un estado de las cosas (casi, casi el regreso de Quetzalcóatl) recobrado como idiosincrasia.