Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
Her es bipolar. La película, esto es. No el sistema operativo encarnado, bueno, no, 'enalmado' (animado) en elemento femenino, al que se refiere el título. Y parece, el filme, inclinar más la balanza hacia el costado negativo, al menos en términos del fondo. La forma es impecable; tanto, que es en buena medida a través de ella que el espectador termina siendo engatusado. La película es ingeniosa, pero es sumamente tramposa; es sensible, pero abrumadoramente sentimentaloide; es introspectiva, pero indignantemente frívola; es original, pero decididamente formularia; es alternativa, pero idiosincrásicamente hollywoodense; es graciosa, pero intensamente zonza; es metafórica, pero evidentemente literal; es agradable y, no obstante, cuando más lo está siendo se torna irritante. Es madura e infantil, es paradójica y simplona, es satírica y melodramática. Es emotiva y cursi.
A Spike Jonze le intriga, le obsesiona, desentrañar cómo es que funciona la mente humana. Su paso por el cine ha dejado constancia de ello. En Her, una vez más, encuentra en su propia ocurrente imaginación el recurso para inspeccionar la forma de pensar de lo que quiere ser presentado como un arquetipo del hombre de mediana edad contemporáneo (bueno, postcontemporáneo, pues él habita un mundo al que no hemos llegado aún): solitario, atribulado, solitario, traqueteado emocionalmente, solitario, ensimismado, solitario.
Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) es escribidor de cartas, como los de antaño, pero más evolucionado que los de hogaño (si es que aún existen). Siendo exactos, no debemos llamarlo un escribidor, porque ya no tiene ni siquiera que teclear. El mundo que habita es postdigital. Theodore verbaliza las frases que mejor ayudarán a unir –quizá no en cuerpo, pero tal vez en alma– a las personas que requieren de sus servicios, o de los servicios para la compañía que él y varios empleados más trabajan. Nos enteramos que lleva muchos años haciéndolo, y eso le ha permitido conocer hasta el tuétano muchas de las relaciones que gracias a él siguen vigentes después de mucho tiempo, algunas de ellas envidiablemente consolidadas. Envidiablemente en su caso, pues no hace mucho rompió con Catherine (Rooney Mara) lo que parecía una unión de las de ‘para siempre’, que resultó no serlo. Theo (digámosle así) no ha terminado de recuperarse del golpe y deambula, taciturno, por las calles, por los centros comerciales; por la vida.
En esta era postdigital los teléfonos inteligentes lo son aún más y aunque siguen existiendo físicamente, el contacto con ellos también es a través de la voz. Theo se la pasa enchufado con su aparato, teniendo un dispositivo permanentemente conectado al interior de su oreja. De igual forma, excéntrico él, charla, aunque sea breves segundos, con algún compañero de trabajo y con Amy (Amy Adams) y Charles (Matt Letscher), matrimonio vecino de su mismo edificio; ambos amigos de tiempo atrás (con Amy incluso tuvo un efímero querer). Los estima y lo estiman, aunque cuando tienen problemas, si bien siente empatía por su situación, se refugia en su hogar pero, principalmente, se escuda en su propio mundo (jugando videojuegos interactivos por los que muchos aficionados seguramente salivarán, por ejemplo), el que ha venido a iluminarse desde que adquirió la última versión de un nuevo sistema operativo. También se comunica con él a partir de la voz, pero esta vez tiene la opción de elegir su género y Theo ha optado por el femenino; es decir, no es él, sino ella, y ella tiene una voz que mezcla sensualidad con ternura por lo que, de inicio, se convierte en una inmejorable interlocutora. Ella es Samantha (voz de Scarlett Johansson, que en un inicio fue, precisamente, de la ‘menos famosa’ Samantha Morton). Samantha es extremadamente eficiente (sin falla), y por si fuera poco, es adorable. Todo lo resuelve, siempre aporta el comentario idóneo, tiene sentido del humor, es coqueta, comprensiva, alentadora y está sometida a él; vive para complacerlo. Y, al tener la voz de Scarlett Johansson (y no es una trampa menor), todos quienes escuchamos a Samantha, imaginamos que detrás de ella está, en realidad, ScarJo (menos Theo, que al ser personaje del filme, no conoce a ScarJo, si bien se la ha de imaginar similar a como la pensamos nosotros). Es la mujer perfecta (desde la óptica del hombre común), salvo porque no es mujer (en la película), sino un sistema operativo, en femenino. Y, ya lo sabemos, los sistemas operativos son constantemente actualizados o, incluso, reemplazados por otros. La tecnología no es infalible, ni en el futuro cercano, pese a las apariencias. Ay de Theo si se desliza sin freno por esa escarpa.
Ahí están las ideas. Ahí está el planteamiento conceptual de Spike Jonze. Ahí está ese mundo que a los habitantes del 2014 nos parece tan cercano –aunque todavía no estemos ahí–, y por eso cautiva tanto al espectador; no es difícil reconocerse de alguna u otra forma en él. Llevamos años, probablemente ya más de dos décadas, pensando, suponiendo e imaginando cómo los avances tecnológicos en lugar de propiciar el acercamiento entre las personas, terminarán por distanciarlas. Al menos en el plano físico; el que pese a todo tipo de evoluciones, sigue siendo el fundamental para el humano: el de la charla cara a cara, el de la palmada, el del apretón de manos, el del abrazo, el de la caricia, el del beso, el del reconocimiento de los olores, el de la conexión de las miradas, el de la sublimación del encuentro de los cuerpos, el del descubrimiento a fondo de las almas. Pero ahí está, igualmente, el Spike Jonze que teme, o se siente incapaz de llegar al fondo de sus reflexiones; que opta, o no tiene de otra, por congraciarse con el respetable que rechaza la confrontación con los ángulos más ásperos de la realidad y prefiere la anestesia que procuran los artificios que la maquillan. La fotografía de Hoyte van Hoytema, que retoma atmósferas de su trabajo en Tinker Tailor Soldier Spy (2011), aséptica, pulcra, en esta ocasión prescindiendo absolutamente del color azul en su paleta, con una cámara dócil, fundamentalmente colocada cerca del rostro de Phoenix para enfatizar su inspección interna, al grado de percibir, por momentos, el trabajo que le está costando creerse lo que interpreta (de pronto parece que le urge un alcohol –ver The Master, 2012), puesta en cotejo con el diseño de producción de K.K. Barrett (habitual de Jonze) que exalta colores vivos y formas amables, consolidan un panorama que, aunque distante, se siente acogedor. Todo es lindo, aparentemente. El contraste subraya, una vez más, la ambivalencia del filme; cara y envés en dialéctica persistente. La música es un elemento que, por lo general, atenúa las posibilidades de trascendencia dramática de la historia; su afectación y cursilería chocan con el futuro proyectado y más bien sirven de directriz emocional para el espectador del presente. Se salva la linda canción interpretada, casi a cappella, por Samantha. El que los hombres traigan, todos, el pantalón ajustado casi hasta el pecho, es otro chistorete de Spike que, no duden, aspirará a convertirlo en moda.
Si en su ópera prima, Being John Malkovich (1999), Jonze elucubró, a partir de la posibilidad de ingresar al interior de la cabeza del famoso actor norteamericano (a través del pasadizo secreto de una oficina), teorías que intentaban ser simpáticas (en su mayoría lo eran), por lo general eran inventivas aunque terminaran ciñéndose a la más bien aniñada conjetura de que alguien (en singular o plural), dentro de nuestro cerebro, mueve los hilos que accionan nuestro comportamiento, como lo harían los titiriteros; en Adaptation (2002) utilizó el recurso del doppelgänger para desentrañar el proceso de creación; y en Where The Wild Things Are (2009) recreó salvajemente el mundo que habita la cabeza de un niño; en Her, busca otro método para indagar cómo funcionará la mente del hombre que vendrá. Para no hacer que Theodore se desgañitara en soliloquios aburridos a través de los cuales intentara encarrilar su vida sentimental, profundizar su autoconocimiento y recuperar su confianza en la humanidad, Jonze tuvo otra robusta ocurrencia (que, empero, emparenta con la Hal 9000 de 2001, A Space Odissey, de Stanley Kubrick, con Gerty de Moon, de Duncan Jones, incluso con las manifestaciones de la memoria de los personajes en Solaris, de Andrey Tarkovski). Enfocándose en los imparables avances tecnológicos y la forma en que están incidiendo en nuestra vida diaria, para fascinación de los geeks del planeta (cuya lealtad se traducirá, sin duda, en interesante volumen de taquilla), por un lado; y, por el otro, recurriendo a la facilidad práctica que le otorga pintar un mundo futurista con economía de recursos técnicos y visuales, su remedio para escudriñar en la mente de Theo consistió en plantear que las cavilaciones de su héroe (o antihéroe, o ambos al mismo tiempo, o en momentos distintos) podían ser mejor contrastadas o armonizadas con las de otro ¿ser, ente, cosa pensante, sistema operativo? (en una especie de espejo) que, además, presentara las cualidades necesarias para avanzar la trama con fluidez y, aún más, potenciara las posibilidades narrativas y argumentales de la historia, evolucionándola hacia un desdoblamiento que desembocara en un acto de concomitancia. Un sistema operativo, con capacidades intuitivas, y sexy voz femenina (para empezar) fue la idea que tuvo Spike para inspeccionar el interior del ser humano del siglo XXI de un futuro cercano; el mundo que el mundo actual heredará.
Se ha convertido ya en una tendencia global (fuertemente empujada sobre todo por el cine norteamericano) la intención de humanizar a los animales, a los objetos, a los robots, a los aliens y, eh, ahora incluso a los ‘sistemas operativos’, haciéndolo de forma aparentemente inofensiva e inocua; por el contrario, dotándolos de cualidades y atributos que tejan lazos emotivos inmediatos con el espectador, de forma más natural –valga la expresión- de lo que resultaría con otro ser humano complejo en virtudes y defectos, como somos todos, supuestamente. Theodore lo es, y por eso es necesario que Samantha, el sistema operativo, no lo sea, cuando menos en un inicio, hasta tener atrapado al público. Debe ser ella la promesa de perfección inalcanzable para nosotros. Aunque no tenga cuerpo y viva en un plano de la existencia que se conecta con el nuestro. No es descabellado pensar que, más bien, apoyado o no en Platón, para el realizador el carecer de esa cárcel corpórea le brinde a Ella una libertad absoluta, que la ubica en un nivel superior al que habitamos. Que se pierda, entre otras cosas, de los placeres carnales, se compensa con el grado de refinación de su mente; para eso están los orgasmos intelectuales.
Todos experimentamos, en mayor o menor medida, la creciente complicación que existe para entablar vínculos afectivos con el otro, con el semejante, como le ocurre a Theodore y, según nos deja ver Her, a todo el mundo que lo rodea. ¿Verdaderamente el destino inescapable es la alienación, el ensimismamiento, la ruptura con el exterior? Jonze parece proponerlo hasta que recula con un “¡ah, verdad!” y decide aleccionarnos mostrando hacia dónde nos dirigimos como especie si no concientizamos sobre lo que es verdaderamente importante. La misma fórmula la ocupa, pero en distinto tono, en el desarrollo de la película. Cada vez que articula una idea con sustancia sobre la que empieza a profundizar, la interrumpe con un gag, o un momento tierno o ridículo que la trivializa; y no tiene los recursos y alcances de Woody Allen para salir airoso. Más bien parece que lo suyo tiene que ver con el miedo a ser ‘intenso’, atrapado en la postura posmodernista del no comprometerse con nada, ni con sus propias supuestas convicciones; en la tesitura del hoy tan recurrido: “no estoy seguro de que me guste”, bandera hipster que tantos ondean tratando, infructuosamente, de esconder su pusilanimidad hasta para tomar una postura.
Lo que sí parece prevalecer es el relativismo del brazo del subjetivismo ataviado de tolerancia en el que, a final de cuentas, todo se vale mientras uno esté bien. “Lo importante es gozar el momento” (es lo único que tenemos, ¿no?), máxima que por lo visto no tiene fecha de caducidad pues en el futuro sigue vigente; “Al diablo lo que los demás piensen” (viendo el filme desde los ojos de Theo nos molesta que su ex no comprenda y hasta se burle de que él ha encontrado la felicidad con un “sistemas operativo femenino”, como si se tratara de un tema de discriminación –sexo, raza, religión, etc.-); “el pasado es sólo una historia que nos contamos”, como para desacreditar el valor real de lo vivido. Recién se proyectó en México Solaris (1972), otra obra de ciencia ficción, pero en versión formidable, la de Tarkovsky. Porque al realizador ruso, evidentemente, no le tiembla el pulso para llevar a sus últimas consecuencias temas similares a los que aborda Jonze en Her. Y como autor radical que es, Tarkovsky, basado en Lemm, no duda en proclamar sentencias como ‘la verdadera sabiduría es moral’, en oposición al conocimiento científico, amoral por antonomasia. El discurso de Jonze es más bien acomodaticio, elástico; la ambigüedad como divisa. En el duelo entre la tecnología y la naturaleza humana, la ‘sistema operativo’ tiene las de ganar. Theo, no tiene de otra, tendrá que seguir siendo humano y, como tal, adaptarse a lo que hay.
En esta ambigüedad que le sienta tan bien a Spike Jonze, plantea un mundo (posmoderno y relativista) que, visto desde sus propias reglas, es casi perfecto, aparentemente inmune a la crítica, porque cualquier defecto que se le pueda señalar puede ser transformado en atributo. Y es ése el juego que le encanta exponer al realizador norteamericano. Lo que se plantea como la solución para un hombre que no pudo encajar con la vida en matrimonio (la institución alrededor de la que se funda la sociedad), que se enfrenta al eterno tema de la imposibilidad del amor, se transforma en una advertencia de hacia dónde se dirigirá el mundo en el trayecto que lleva; pero lo que pinta es una realidad que lejos de presentarse intimidante, tiende a resultar acogedora, amigable, particularmente en el lienzo de Jonze. Las posibles frustraciones y fracasos no parecen ser mucho peores que los que experimentamos en la vida como hoy la conocemos. Porque, en última instancia, según lo ve el director, tanto en la vida de allá como en la de acá, a la vuelta de cualquier desilusión afectiva (ya sea con personas o con lo que sea) siempre podrá haber una entrañable vecina con la cuál sea posible intercambiar hombros reconfortantes.