Las trabajadoras domésticas han sido utilizadas, por artistas o intelectuales, como símbolos de rebeliones sociales para estudiar el concepto conocido como “lucha de clases”. Por ejemplo, la cineasta inglesa, Nancy Meckler, retomó el caso real de las hermanas Christine y Léa Papin (que ya había sido estudiado por Jean-Paul Sartre, Jacques Lacan y Jean Genet) para, en su filme Sister My Sister (1994), narrar cómo dos hermanas dedicadas a la servidumbre asesinaron a su patrona. En años recientes, el realizador chileno, Sebastián Silva, le dio un giro a la indignación social de los oprimidos que buscan revelarse y aniquilar a la repudiada burguesía. En su filme, La nana (2009), Silva se introduce detalladamente al mundo de envidias entre los miembros de la servidumbre, así como los anhelos y sueños perdidos de aquellas que trabajan toda una vida para el bienestar de una casa que no es de ellas y de una familia a la que no pertenecen por más confianza que exista. Ahora, Hilda (2014), ópera prima del joven cineasta mexicano, Andrés Clariond, es una crítica incisiva sobre el clasismo, la desigualdad social e incluso el racismo que padece el México contemporáneo, pero abordado, con una buena dosis de un humor negro refinado y mesurado, desde la enfermiza fascinación que una patrona acomodada siente por las sirvientas.
La película se centra en Susana Le Marchand (Verónica Langer), una mujer madura en los umbrales de la vejez, cuya rutina consiste, básicamente, en procurar que su casa esté en óptimas condiciones. Cuando se aproxima la llegada de su hijo Beto (David Gaitán) –un joven con estudios en Estados Unidos que quiere ser poeta–, Susana se encuentra en la insistente búsqueda de una nueva nana para que cuide a su nieto. Después de una conversación que tiene con Memo (Marco Antonio Aguirre), el jardinero de la casa y fiel trabajador, ella le ofrece un empleo para su joven esposa, Hilda (Adriana Paz). Cuando esta última acepta la propuesta, se intensifica la obsesión de la acaudalada mujer por crear, al interior de su casa, un microcosmos de igualdad social donde ricos y pobres, patrones y sirvientes, amos y esclavos comen juntos en la misma mesa como si fueran una sola familia.
Basado en la obra de teatro homónima de Marie N’diaye y aludiendo al filme mexicano Escuela de vagabundos (1954), Hilda retrata y cuestiona las tensiones, dinámicas y choques entre los dos extremos de las clases sociales en México. Influenciada por los ideales de Carl Marx e invadida por una ola de recuerdos asociados a su rebelde juventud y participación en el movimiento estudiantil de 1968, Susana es respetuosa, amable y cariñosa con sus empleados, pero su actitud también es condescendiente; Verónica Langer transmite con una tierna mirada y una cálida voz el aprecio y lástima que su personaje siente por los pobres. Las primeras escenas son un estudio lleno de matices sobre la conducta de la mujer adinerada. Es evidente que la amabilidad de Susana le permite a sus empleados sentirse en confianza, pero por otra parte, basta una muestra de desprecio de su esposo (Fernando Becerril) que sólo la considera una simple ama de casa, o una conversación donde ella se entera que las señoras de su mismo círculo social no la invitaron a una reunión nocturna, para percatarnos de la soledad y aburrimiento que padece la protagonista, una mujer que decidió reemplazar sus ideales socialistas por las comodidades que su poderoso e influyente marido le ofrece: viajes, joyas, perfumes, un extenso guardarropa, automóviles, choferes, jardineros, sirvientas y nanas. Por momentos, Susana recuerda a Carla, el personaje interpretado por Valeria Bruni-Tedeschi en El capital humano (leer reseña, 2013); ambas abandonaron sus sueños a cambio del dinero y la comodidad que ofrece ser las esposas de hombres poderosos. De manera clara e inmediata, el director nos coloca ante una mujer urgida de compañía y amistad.
Mientras que el esposo representa la visión despectiva y discriminatoria hacia la clase trabajadora, Susana se siente en la necesidad de ayudar a sus empleados; ella, sin darse cuenta, desde su estatus privilegiado, busca ejercer control sobre Hilda, a quien insiste en tratarla como si fuera su hermana –en uno de los mejores momentos del filme, ambas mujeres tienen una vestimenta indígena y al verse al espejo, Susana declara: “Parecemos gemelas. Somos como las dos Fridas”–. Sin embargo, los matices del personaje de Hilda son mucho más complejos y superan cualquier cliché impuesto por la época de oro del cine mexicano (donde el pobre es visto como digno, honrado y bondadoso, por ejemplo, en Nosotros los pobres, 1947) o por la telenovela nacional (donde la sirvienta humilde y bonita es rescata por su príncipe azul de las garras de su malvada patrona). La casa amplia, la presencia del mundo urbano, la cortesía de los modales, el lenguaje elegante y la libertad simulada producen una especie de alienación distinta a la del proletariado de las fábricas mencionada por Marx, pero en el fondo, se trata de una esclavitud autoinducida, una especie de seducción donde el sirviente se deja deslumbrar por el buen trato de su patrón a cambio de una lealtad exacerbada que termina por desgastarle y robarle todos los sueños a los que aspiraba fuera de esa casa. Pero en el caso de Hilda, esa mecánica de seducción no funciona. Clariond no se animó a explorar más a detalle el personaje de la sirvienta, pero es evidente que Hilda desprecia el estilo de vida de los ricos y no se siente cómoda al estar confinada en ese espacio; incluso se muestra que ella está dispuesta a sobrepasar cualquier barrera moral para sacarle provecho a la confianza que Susana ha depositado en ella.
Mediante planos abiertos con cámara fija, el director permite observar la amplia, lujosa y funcional Casa Prieto López (ubicada en Jardines del Pedregal de San Ángel y elaborada por el arquitecto mexicano, Luis Barragán, en 1950) y los desplazamientos que al interior ejecutan los personajes. Los pisos de abajo están destinados a la servidumbre; la edificación es una especie de metáfora de la división de clases: los pobres de abajo no pueden habitar los pisos de arriba. Una propuesta que también recuerda el simbolismo de la secuencia inicial del edificio principal que se construye en Los albañiles (1976), aunque en el filme de Jorge Fons la declaración sobre la situación de la clase trabajadora es mucho más cruel y violenta. Bajar las escaleras para llegar a los cuartos de servicio es como descender al inframundo desde la mirada de desagrado que ejerce el esposo sobre sus empleados. Y, por su parte, Susana le pide a Hilda constantemente que la acompañe en su recámara, que suba a las habitaciones de los patrones como si se tratara de una escalada al paraíso, cuyo punto más alto se manifiesta cuando la señora obliga a Hilda a dormir en la recámara de su hijo. De esta manera, la casa cobra vital importancia en el desarrollo del relato: las paredes blancas son testigos de la obsesión y desestabilidad mental de Susana; los amplios ventanales reflejan la libertad perdida de una mujer encerrada; el constante juego de apertura-clausura de las puertas evidencia la última posibilidad de ponerle límites a las retorcidas intensiones de Susana.
La arquitectura, como símbolo del dominio social que ejerce una clase social sobre otra se ve reflejado en la instauración de nuevos, enormes y fastuosos edificios de departamentos y oficinas que abundan en las grandes urbes. Se construye de manera vertical para evidenciar la grandeza, superioridad y dominio sobre los oprimidos, y en Hilda el comentario social al respecto es establecido mediante la ingeniosa incursión de una especie de “Tlatelolco Resort”, un enorme complejo de lujosos departamentos que busca desbancar la unidad habitacional proyectada por el arquitecto Mario Pani en 1960. Nuevamente, la alusión a los espacios refleja el mismo procedimiento que opera en la vida de Susana: los ideales socialistas de vida comunitaria e igualitaria son aniquilados a favor de un nuevo orden y lujoso estilo de vida.
Andrés Clariond tiene un buen ojo para concentrase en una mujer y, a partir de ella, aproximarse a la mecánica diaria que surge cuando dos mujeres de distintos estratos sociales comparten el mismo sitio, pero no los mismos intereses ni motivaciones. El director identifica, reconoce y plasma de manera muy sutil, sin llegar al discurso panfletario, la existencia de un sector de mujeres que desarrolla su trabajo en hogares de terceros; ellas llevan a cabo sus actividades en la privacidad de una familia, que adquiere el carácter de público al ser el sitio donde ellas trabajan. La dualidad del espacio representa una constante amenaza en el ejercicio pleno de sus derechos. Hilda, al igual que muchas otras trabajadoras del hogar –que generalmente provienen del interior del país, con una fuerte necesidad económica, con bajo nivel educativo– es vulnerable de padecer maltrato, violencia, racismo y discriminación durante su jornada laboral. El agobio que ella sufre se debe al deterioro mental y la histeria que padece Susana, una mujer que ha distorsionado los límites y las separaciones entre las clases sociales y no logra identificar la esfera concreta de la servidumbre. Hilda muestra la brecha entre ricos y pobres que desemboca en devastadoras consecuencias para ambos sectores. La ópera prima de Clariond está dictada por la observación puntual de los detalles cotidianos y el deseo de contar una buena historia, oscuramente cómica, centrándose en la psicología de una mujer abrumada por el encierro y la soledad que obliga a otra a acompañarla en ese suplicio.