Conocido por protagonizar la serie Key & Peele y formar parte del elenco de MADtv, el actor de comedia, Jordan Peele, incursiona en la dirección cinematográfica con Get Out (2017), una historia que alterna momentos de alta tensión pertenecientes al thriller psicológico con algunas pinceladas de humor negro y efectivos destellos de gore y terror, logrando que su ópera prima sea una propuesta ingeniosa, provocativa y políticamente incorrecta; una bofetada contra aquellos que presumen su falta de racismo; una angustiante e inquietante pesadilla sobre las tensiones raciales en la era de Donald Trump.
Chris (Daniel Kaluuya), un fotógrafo afroamericano, se prepara para pasar el fin de semana con su novia, Rose (Allison Williams), en casa de la familia de ella. Él está nervioso y preocupado por cómo reaccionarán los familiares de su novia debido al color de su piel. Pero Rose lo tranquiliza y lo convence de realizar el viaje. La cálida bienvenida que recibe Chris por parte de los padres de la novia –Dean Armitage (Bradley Whitford) y Missy (Catherine Keener)– le resulta sospechosa; el comportamiento excesivamente servicial de la familia parece ser un intento de controlar su vergüenza a la relación interracial de su hija. Por supuesto, desde el momento en que Chris entra a casa de los Armitage, sabemos que el uso de las palabras “brotha” y “thang”, por parte de Dean, sólo pueden causar tensiones. La bondad maternal de Missy trabaja para contrarrestar las sospechas de Chris hasta que el hermano de Rose, Jeremy (Caleb Landry Jones), aparece en escena con ese rostro desencajado, semblante agresivo y actitud temeraria. Chris se preocupa profundamente y trata de comunicárselo a Rose, en la única que confía, pero no quiere preocuparla, así que esconde su nerviosismo e incomodidad, y piensa que todos los novios atraviesan por una situación parecida la primera vez que conocen a las familias de sus respectivas novias, ¿cierto? Ese mismo fin de semana hay una fiesta en el hogar de los Armitage, donde los invitados –todos blancos– se muestran condescendientes con Chris expresando su admiración por Tiger Woods o resaltando los atributos físicos y la fortaleza de los negros. Harto de los comentarios hipócritas de los invitados, Chris opta por entablar una conversación con Andrew (Lakeith Stanfield), un hombre negro que acompaña a una mujer blanca de mayor edad, pero el extraño comportamiento de éste motiva a Chris a buscar pistas sobre lo que está ocurriendo en esa casa. Los secretos que descubre son cada vez más inquietantes y lo conducen a una perversa situación de la cual le resulta difícil escapar.
La mayoría de las películas de terror procedentes de Estados Unidos recurren a dos estereotipos para poner en alto la supremacía del anglosajón blanco: la minoría y la victoria. El primero de los tropos se asocia con el hombre negro –en años recientes también puede ser el hombre latino– que muere en los primeros minutos del relato; el segundo, es la mujer triunfante. Ella es la representación de los ideales neovictorianos que la cultura norteamericana subconscientemente sostiene a partir de las nociones de libertad y justicia. Rara vez la minoría llega al final del trayecto, por lo que se inserta la idea de que el grupo blanco es el sobreviviente que automáticamente se coloca en la parte superior de la escalera evolutiva mediante la mujer triunfante, asociada a la blancura, la pureza sexual y la inocencia. Las películas de terror tienden a ignorar los problemas sociales reales y las causas fundamentales de la violencia. Las personas dentro de las minorías, sin embargo, tienen experiencia de primera mano con la violencia representada en este género cinematográfico. En este sentido, Jordan Peele tiene la capacidad de invertir y revertir los patrones del horror clásico depositándolos en la dimensión de la realidad política y social de la América contemporánea.
Get Out retoma la premisa inicial de Guess Who's Coming to Dinner (Dir. Stanley Kramer, 1967) –sobre una joven de familia acomodada que presenta a su novio, un médico afroamericano, con sus padres– para después torcer el camino y construir el horror a partir de las experiencias cotidianas de los negros que transitan los espacios de mayoría blanca. Cuando Chris hace bromas sobre cómo lo rechazarán los padres de Rose, Peele no hace más que recuperar verdaderas vacilaciones experimentadas por una minoría, pero esas realidades sólo refuerzan las nociones ridículas de Chris con más valor. En lugar de manipular a la audiencia con la historia de un campesino sureño que sufre los maltratos de su amo, Peele retoma las actitudes liberales en torno al concepto de “raza” para confeccionar una punzante reflexión sobre los miedos ancestrales hacia el otro, los temores y las desconfianzas sociales dentro de una comunidad y la desenfrenada locura racista que se esconde en una refinada mansión estadounidense. Gran parte de la aprehensión de la película se edifica a través de la manera en que el espectador ve a Chris tratando de decidir si está justificado o no reaccionar exageradamente a las pequeñas brechas que él experimenta en este enclave de ricos y privilegiados blancos. ¿La perversidad se esconde detrás de las nobles intenciones o todo es causado por sus percepciones raciales aumentadas? Este es el delicioso dilema en el corazón de la película.
Algunos recursos visuales del cinefotógrafo Toby Oliver (Wolf Creek 2, 2013) –la importancia de los espacios cerrados, la manera en que los personajes son acorralados en los pasillos y habitaciones, el uso de la arquitectura como protección hacia el interior y como fachada hacia el exterior– son herederos de Rosemary's Baby (Dir. Roman Polanski, 1968) y The Stepford Wives (Dir. Bryan Forbes, 1975) con la intención de lograr el retrato de una especie de secta secreta que se esconde detrás de su burbuja de perfección alegre. Es un camino perverso pavimentado con hospitalidad; la superficie de la normalidad se usa para llevar a cabo agendas ocultas asociadas a las prácticas perversas de Dean. Escena tras escena, estamos atrapados en este mundo extraño, en el que Chris es sometido a una hipnosis para habitar una realidad alterna que se esconde en lo más recóndito de su cabeza y su pasado. Es en ese momento que somos testigos de la potente interpretación de Daniel Kaluuya, justo cuando está atrapado bajo el trance de Missy. Paralizado y roto, se sienta en la silla de la terapeuta, con lágrimas intensas corriendo por su cara y sintiéndose como un esclavo atrapado en una jaula dorada.
En este denso ambiente, Jordan Peele no está obligado a ofrecer comedia, pero se agradece su habilidad para arrojar breves y contundentes comentarios de humor cruel, áspero e inesperado que son necesarios para tomar un respiro en un clima tan hostil y espeluznante. Todo el humor se deja en manos del personaje de Rod (LilRel Howery), un agente que trabaja para la Administración de Seguridad en el Transporte. Es el mejor amigo de Chris; es un hombre parlanchín que funciona como consejero del protagonista. Su monólogo sobre las obsesiones sexuales y caníbales de Jeffrey Dahmer suena irreverente y grotesco, pero sólo se vuelve más coherente a medida que Chris descubre las obscenidades que se encuentran en la casa de la familia de Rose y no tanto en las palabras que Rod alegremente pronuncia.
En un momento del filme, Dean le confiesa a Chris su amor por Barack Obama, “el mejor presidente que he visto en mi vida”, dice. A partir de un diálogo tan simple, Peele juega con crueldad sardónica sobre un tema muy discutido recientemente en el cine estadounidense: las semillas del racismo. El director no está apuntando a los neonazis y aquellos blancos que gritan airadamente insultos violentos. Ellos son una causa perdida. En cambio, Peele deposita su mirada en aquellos que profesan su falta de racismo, pero sólo lo hacen si pueden mantener su dominio sobre los negros de la manera más insidiosa posible. Ese grupo perverso está integrado por los liberales blancos de clase media alta. El tipo de personas que se informan de los acontecimientos que ocurren en el mundo, aquellos que hacen donaciones a la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU) y que hubieran votado por Obama una tercera vez. Gente aparentemente buena, cuya hipocresía y arrogancia los conduce a hacer la vida tan difícil a las minorías cuando los tiene de frente, cuando éstos acceden a sus círculos exclusivos. Estos blancos no quieren entender las relaciones interraciales ni reflexionar sobre sus prejuicios o privilegios. Pero tampoco quieren exterminar a los negros. Lo que anhelan es el control y poseer a los demás. Peele tiene el valor y la audacia de rasgar el velo de la hipocresía liberal para desmembrar el cadáver ya putrefacto de una sociedad que se niega a aceptar las diferencias. El filme –estrenado en el Festival de Sundance el mismo día que Donald Trump tomó posesión como presidente– no hace más que evidenciar burlonamente la ingenua teoría de Estados Unidos como la cuna del crisol de razas y un lugar de hospitalidad para cualquier persona en manos de una burguesía “ilustrada”. Incluso, Peele se regocija en torcer el cuchillo en la herida anclándose perfectamente en estos tiempos precarios de convivencia social en Norteamérica.
El terror es un género que no debe definirse por la acumulación de recursos audiovisuales que buscan generar gritos, sustos y brincos en la audiencia; cuando el miedo proviene de situaciones de la vida real, suelen crearse escenarios más horripilantes. En este sentido, Peele conoce claramente las fórmulas del género, pero además tiene un agudo sentido de cómo hacerlas hablar al presente. Get Out no sólo es un ejercicio tenso y apasionante en el cine de terror contemporáneo, sino que también se erige como una estupenda, oportuna y poderosa sátira social sobre el prejuicio moderno. El mal pernicioso del racismo se encuentra en el centro del filme y, aunque la fuga puede ser posible, la erradicación total requiere mayores esfuerzos que simplemente huir y escapar del problema. Basándose precisamente en el paisaje social actual, Get Out puede ser catalogada como “necesaria”, “urgente” o “importante”, pero los matices opresivos que plantea Peele dan paso a pensamientos aún más aterradores. ¿Puede realmente un grupo de personas controlar a aquellos seres humanos que ven como “distintos” o “desiguales”? Esto no es simplemente una historia de “negros contra blancos”, sino una exploración de las mentalidades más perversas, aquellas que racionalizan la ignorancia y justifican sus peligrosas acciones con los mensajes de “salvación, rescate y bienestar”. ¿Dónde hemos escuchado esto antes?