La larga tradición del pesimismo impulsada por pensadores como Cioran o Schopenhauer tiene como una de sus vertientes inevitables la indiferencia. ¿Para qué queremos intentar cambiar un mundo que no comprendemos más allá de su aparentemente imparable caída al vacío? Si vemos a la esperanza como un ser moribundo y creemos que la vida es una serie de terribles sucesos, uno detrás de otro, entonces no debería representar un reto mantenerse impávido ante el sufrimiento tanto ajeno como propio y, aún así, esta no es una empresa fácil de lograr. Henry Barthes (Brody), el perturbado protagonista de esta cinta de Tony Kaye, parece planear su vida con el único objetivo de no verse afectado por la tragedia que percibe en el mundo que lo rodea, y fracasa rotundamente.
Barthes es un profesor sustituto, soltero, que llega para guiar –hacia el final del año escolar- a un grupo de estudiantes sin muchas expectativas con respecto a su futuro. En cuanto entra al salón la hostilidad abiertamente violenta de algunos de sus alumnos lo recibe. Cuando uno de ellos se acerca amenazante y lanza su portafolios contra la puerta, él le explica: “Ese maletín está vacío, no tiene sentimientos, yo tampoco tengo sentimientos”. Con voz pausada y con la mirada triste que hemos visto en Adrien Brody en cintas como El pianista (2002) -pero que parece ser su gesto permanente y le es difícil ocultarlo-, el actor se las arregla para lidiar con los jóvenes demostrándoles que se encuentra al mismo nivel de desesperanza. Poco a poco nos iremos enterando de que su abuelo pasa sus últimos días encerrado en un cuarto de hospital, con la mente perdida en la culpa que siente por un pasado que se revelará a cuentagotas y que también atormenta a Barthes a través de las imágenes de su madre alcohólica.
Los demás profesores de la preparatoria utilizan distintos métodos para seguir adelante: desde el humor cínico, hasta el darse por perdidos y a pesar del castigo que es dar clases en ese lugar, intentar transmitir conocimiento a sus alumnos, pasando por las drogas e, incluso, un moderado optimismo. Los alumnos, por otro lado, también tienen que buscar la manera de enfrentar al mundo que les tocó, el de estudiar en una escuela considerada de las peores de su región y con un futuro bastante nublado; algunos matan animales o tienen pretensiones artísticas y otros, sin pensarlo demasiado, se dejan llevar hacia la indiferencia. El microuniverso escolar que vemos en esta cinta no parece dar muchas opciones a sus habitantes.
Tony Kaye ya había retratado una parte bastante desoladora de la sociedad en su reconocidísima Historia americana X(1998),donde cuenta la historia del líder de un grupo neonazi, la situación que lo llevó hasta ahí y lo que tuvo que pasar para que se redimiera. En Indiferencia, como lo vimos en aquella ocasión, también se concluye con un ligero destello de optimismo, aunque el precio que se debe pagar por esto se acerca a opacar esa insípida dosis de esperanza. La cinta se encarga de marcar claramente su distancia con respecto a las historias ya conocidas de profesores que llegan a preparatorias marginadas y salvan a un grupo de alumnos por medio del baile, la literatura o la buena onda; aquí no esperamos ver al final esas leyendas que indican lo que sucedió en el futuro de las personas que inspiraron a cada personaje porque sabemos que no podría llegar a haber mucho que presumir. Es mejor quedarnos con la idea de que este terrible mundo es parte de una ficción, aunque a la vez sepamos que está reflejando a más de una realidad.
Esta engañosa esperanza proviene de dos personajes que se atraviesan alterando el mediano equilibrioen la vida de Henry, logrado a través de la indiferencia: Meredith (Betty Kaye, hija del director), una alumna retraída con sobrepeso que ve en él una inspiración para dar rienda suelta a su afición por la pintura y la fotografía. Pero sobre todo, Erica (Gayle), una prostituta demasiado joven a la que el profesor da asilo. Cuando se encuentra con ella después de ver cómo un hombre en el autobús le paga con una cachetada el sexo oral que ella le practicaba en el trayecto, Barthes le dice que no sabe qué edad tenía cuando todo se fue por la borda pero que lo que está haciendo no es la solución y que la vejez no tardará en llegar; Erica le responde sincera y acertadamente que él parece estar mucho peor que ella. La relación con estas dos chicas y su resultado serán el claro ejemplo (que se percibe en varios momentos más de la cinta) de que, como dice la cita de Camus que aparece a manera de epígrafe, Henry podrá sentirse vacío y lejano a lo que pasa en su interior pero no puede dejar de estar presente en el mundo. Ayudar se vuelve al mismo tiempo un distractor y una válvula de escape de sí mismo.
Para darle veracidad a la historia, el director se vale moderadamente de recursos del documental. Es decir, queda claro que estamos siendo testigos de la historia y no se pretende que creamos que es algo que sucedió realmente en otro tiempo, pero igual no tiene reparos en poner declaraciones con cabezas parlantes, al principio, de todos los profesores de la preparatoria y, después, solo de Henry. La cámara en algunos momentos mantiene cierta distancia, tal vez por esa intención de no comprometerse emocionalmente que manifiesta el protagonista, pero también porque lo está espiando inquietamente para ver qué sucederá después.
Desde el principio vemos a Henry escribiendo pensamientos y dibujando en un cuaderno. Cuando va a visitar a su abuelo revisa continuamente unas libretas que su familiar insiste en dejar en blanco sugiriéndole que escriba las memorias de eso que lo atormenta, pero él dice que no lo merece. En uno de los paseos con Erica, intercambian regalos y él elige darle un cuaderno. Antes de terminar su trabajo en la escuela va con Meredith y le lleva su respectiva libreta. Si bien esta obsesión porque la gente cuente su historia no se enfatiza demasiado, es claro que está presente a lo largo de toda la cinta. Por eso es importante que Henry sea el narrador y nos cuente lo que va sucediendo; el profesor cree en la escritura liberadora como única alternativa y así se lo dice a Meredith cuando ella busca consuelo en sus brazos: no puede saber si las cosas van a estar mejor, lo más probable es que la tragedia siga ahí para siempre; lo único que sabe es que escribirlo ayuda.