Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
Todos conocemos la historia del perdedor de película de Hollywood. Es alguien solitario, que cree en sí mismo, con un talento y una visión indiscernibles para quienes lo rodean, más preocupado por sus creencias espirituales que por el mundo material, con tesón, persistente, “no acepta un no como respuesta”, dispuesto a cualquier sacrificio por defender su esencia. Conforme los obstáculos aparecen, su fuerza comienza a manifestarse cada vez con más intensidad, hasta que, de repente, una serie de circunstancias lo revelan como lo que solo él podía ver y ahora ha quedado claro para todos: un ganador, el cisne entre los patos. El problema con Llewyn Davis (Oscar Isaac), el guitarrista cantautor de folk de Inside…, no es que carezca de alguna de estas cualidades –tienen una habilidad de una melancolía estremecedora para la música; a pesar de la tormentosa sucesión de fracasos, no ha dejado de… volver a fracasar–. El problema con Llewyn Davis es que es un personaje de los hermanos Coen, un par de creadores que han consolidado su éxito en el cine mostrando los abrumadores fracasos de sus protagonistas, ya sean fracasados ineptos (como Lebowski) o talentosos (como éste o Barton Fink).
El tono de Inside Llewyn Davis es negramente cómico, sarcástico. Los Coen se divierten poniendo a su héroe en aprietos que lo obligan a tropezar, o cayendo por cuenta propia, por gravedad. Su peculiar nombre, de origen galés, significa ‘león’ o ‘el que brilla’, pero su tótem es un gato pelianaranjado que tiene que cuidar porque al salir del departamento en el que despierta casi al inicio del filme (del que no tiene llaves), se escurre por la rendija de la puerta, que se cierra tras de ambos. Ese es el timing perpetuo de Llewyn: el equivocado. Entonces, se halla en el pasillo del edificio, con el huidizo animal, su guitarra, su maletín, su saco de pana beige y el compromiso de tener que asegurarse de que el felino regrese sano y salvo con sus hospitalarios dueños, un par de profesores de universidad de espíritu amoroso y abierto (que probablemente simpatizan con él porque son sociólogos que estudian a los nativos americanos, donde el folk emergió en Estados Unidos por los 1800), que se alegra de que el joven use su sofá cada vez que lo necesite. Así comienza la anticlimática odisea de Ulises, que diga, Llewyn, y los directores se regocijan en este sutil inicio; nos pasean por el invierno neoyorquino de 1961, mientras el músico atraviesa sin prisa la ciudad –por sus calles, por su subway–, filtrada por una paleta de colores desaturados, de grises invernalmente deprimentes, evocadora de la portada de Freewheelin', de Bob Dylan, que el fotógrafo, Bruno Delbonnel (Amelie, 2001; Fausto, 2011), usó como referencia. Finalmente, el caballero errante y su cuadrúpedo llegan desde el Upper West Side a la bohemia Greenwich Village, a otro departamento con otro sofá donde dormirán la siguiente noche, y así, cada día...
Spoiler alert
Es un invierno cruel en un mundo mucho más cruel. Y la vida no parece tener demasiado sentido. Jean (Carey Mulligan), la mujer de Jim (Justin Timberlake), está embarazada, y no sabe si el hijo es de su pareja formal o de Llewyn. A pesar de la dulzura de su rostro, de su espantoso suéter anaranjado con cuello de tortuga y de su tierna voz, cuando habla con el probable padre de su hijo (el indigno), emite un enojo insospechado (y divertido); cada vez que se encuentra con él, está dispuesta a discurrir en peroratas sobre las razones del hundimiento del hombre, aunque siempre sustentadas por profundos y bien escondidos sentimientos de cariño y compasión (quizá incluso admiración) hacia él. Quiere abortar. Él no tiene un quinto (de dónde caerse muerto, ni hablamos). Pero eso no es lo peor, el gato ha escapado, Llewyn no tiene siquiera un abrigo para el invierno, su disco como solista –que le da el nombre original a la película– no ha vendido una sola copia, y, hace unos meses, quien hacía dueto con él, se arrojó de un puente. Pero Llewyn persevera y, en la segunda parte de la película, viaja a Chicago en un auto que comparte con otro par de músicos: el adicto a la heroína y a hablar de estupideces irritantes, Roland Turner (un divertidísimo John Goodman), y el callado Johnny Five (Garrett Hedlund). El objetivo es llegar con un importante productor, plantarse frente a él, tocar, cantar, y escuchar su sentencia. Es un todo o nada… o no. Y el momento del encuentro es sumamente estresante. Llewyn toma la guitarra intentando aparentar seguridad. Pero no está seguro, ¿cómo podría estarlo? Todos dudan de él. Comienza nervioso a cantar apenas a un metro de distancia de su juez. Y lo escuchamos y es fácil, incluso si no te gusta el folk, que te dejes llevar por su voz, por su entrega. Apenas lo hemos escuchado cantar en las secuencias anteriores. Los Coen se han esforzado por no hacer de su filme una burda sucesión de números musicales, aún dejando que se ejecuten canciones enteras. Es bueno. ¿Es bueno? ¿Es suficientemente bueno? Nadie ha dado un comentario real sobre su talento. Los directores quieren que el público sea el del criterio. Hasta que se emite la sentencia oficial, que no versa sobre su capacidad como músico, y su destino queda sellado.
Fin del spoiler
Inside Llewyn Davis es un filme rico en su sencillez. Colmado de detalles que no dejan de descubrirse y que construyen una estructura sólida en su honestidad, abundante en su significado. Está el comentario sobre el nada fácil mundo de la música y los estragos que provoca en quienes quieren pero no logran entrar por completo en él; en el espíritu de Jean y su vulnerable (y poderosa) posición de mujer; en el de Llewyn, que desquita su suerte con los más indefensos. Se hace un retrato del artista romántico: un pobre empedernido que se ha entregado con valentía a la esencia de su arte, arriesgándolo todo; es el revés de Barton Fink y su reflexión sobre el guionismo, Hollywood y la naturaleza de la verdadera inspiración en Barton Fink (1991), también de los Coen. En este filme anterior, su protagonista, un sagaz escritor, era llevado a trabajar a Los Ángeles creando guiones para la industria del cine, seducido por el glamour, el dinero y el poder de sus contratadores, los productores. Pero ya estando ahí, este canto de sirenas lo distraía y lo alejaba del fondo de su arte, sumergiéndolo en un laberinto surreal de alucinaciones estériles. A Llewyn jamás le cantarán las sirenas. Nunca tendrá que atarse al mástil de Ulises para no ahogarse. Vive con el agua hasta el cuello y, aún así, su convicción –que en el mundo funcional se interpreta como necedad y estupidez– es férrea; su libertad y congruencia lo colocan en algún punto entre la locura y la sabiduría.
Destaca la discreta omnipresencia de la música, a través de las canciones producidas por T-Bone Burnett en colaboración con Marcus Mumford, de Mumford & Sons, usadas con recato, y a través de la estructura de canción folk del filme, circular, con dos estrofas que nos permiten saber más sobre la secuencia de inicio, la segunda vez que se repite, hacia el final del filme. La luz alumbra angelicalmente los rostros y desaparece los bordes del encuadre, como si viéramos una postal vieja, como si los personajes nunca bajaran del escenario de un bar o como si los directores insistieran en recordarnos el antecedente religioso de estas canciones.
Como en el documental Searching for Sugar Man (2012, sobre Sixto Rodriguez, un cantautor anónimo en su tierra y, sin saberlo, famoso del otro lado del mundo), se muestran las caprichosas circunstancias de la fama y el éxito. Mientras Llewyn recibe su consagración de fallido con una merecida golpiza en un callejón oscuro aledaño al bar donde suele cantar, escucha a través de las paredes la inigualable voz de Bob Dylan, que en unos meses grabaría su primer disco. Así de contundente es la historia con Llewyn, que, aunque se adhiere a muerte a su arte, y sobrevivir las consecuencias de apegarse a sus convicciones más profundas lo salva de simplemente ‘existir’, vive la paradoja de ser juzgado como lo que justamente él rehúye ser: un mediocre. Los Coen nunca explican las razones de su resistencia al triunfo. Las causas parecen ser múltiples; pero al contraponerlo con Dylan, quien se hizo famoso por acoplarse a sus tiempos alterando la tradición del folk (todo el público se le fue encima cuando usó por primera vez en la historia una guitarra eléctrica para interpretar una canción de este género), parecen querer hacer hincapié en la poca flexibilidad que Llewyn ha demostrado. Pero nada es garantía en esta película, y eso es lo que la hace tan graciosa, cruenta y absurda. Como en el mundo, la fama de pocos se basa en el anonimato de muchos, lo que implica que sean los menos los que pueden arrojar luz sobre la ecuación ganadora.
Detrás de camaras de Inside Llewyn Davis
Reseña De Culto de Barton Fink
Reseña de Buscando a Sugar Man