Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
Marine Vacth es la joven y bella protagonista del más reciente filme del prolífico director francés, François Ozon. Su inolvidable rostro de labios hinchados y su melena castaña, bien ameritan una película. En Jeune et jolie (2013), uno de los personajes, un cliente de la precoz prostituta, Isabelle, que la modelo y actriz interpreta, define puntual su mirada: ojos de melancolía. Además poseen cierto grado de ausencia, como si hubiera un filtro entre su vista y el mundo, como si su magnificencia la apartara con un invisible cristal del resto. La mezcla de su hermosura y su opaca profundidad solo podrían tener resultados trágicos.
Ozon es un amante del misterio, de los secretos, de las atmósferas del thriller, de los crímenes cometidos en ambientes familiares, de la sensualidad y la perversión, de los adolescentes, del momento en la vida en el que la inocencia se rompe, de la playa. Isabelle está cumpliendo 17 años durante unas vacaciones familiares de verano en la costa. Y pierde su virginidad. Sin romance. Sin lamentos. Sin dolor. El afortunado joven alemán parece confundido por la naturaleza desaprendida de su pareja ocasional. Y ella… ella no expresa más que eso, desaprensión.
La lineal narración transcurre con las estaciones del año. Del cálido verano pasamos, sin preámbulos, al otoño, cuando Isabelle es ya una prostituta. Con el mismo alejamiento y seguridad, ya en la ciudad, la adolescente transita por los pasillos de hoteles de lujo para encontrarse con los clientes de su nueva profesión, a quienes cobra 300 euros por un trabajo para el que se esconde de su familia, roba –sin la más mínima necesidad– ropa a su madre (Géraldine Pailhas) y se prepara viendo pornografía en su computadora. Los billetes los esconde en un monedero obeso de dinero, entre sus ropas de estudiante, en su ropero. Nunca lo toca. Gasta –y no en demasía– el dinero de sus padres. Más que en el placer, se hace hincapié en la transacción mercantil. A Isabelle le interesa, sobre todo, la acumulación, el poder del deseo y el precio que quienes la desean están dispuestos a pagar. Diez euros por hora, si trabaja de niñera; el terapeuta cobra solo 60 por una hora de consulta. Ella, hasta 500.
Su vida es quizá demasiado cómoda. Vive en un lindo e iluminado departamento parisino. Con su madre, una científica, la pareja de ella (Frédéric Pierrot) y su hermano menor (Fantin Ravat). El padre está ausente; se manifiesta dos veces al año, cuando le envía dinero: en su cumpleaños y para Navidad.
Poco hace Ozon para desentrañar el misterio del deseo de las mujeres. No escarba en las extravagancias sexuales femeninas, como Buñuel en Belle de jour (1968), o en la naturaleza macabra de una prostituta criminal, menor de edad, como Claude Chabrol en Violette Nozière (1978, protagonizada, por cierto, por una tocaya de esta protagonista, Isabelle Huppert). Ozon mantiene inmaculado al enigma para alimentarse de él. No indaga en su sensibilidad, ni cuestiona la prostitución por elección (como en la reciente Elles de Malgorzata Szumowska); lo que sí revisa es el papel de la familia –de la madre, sobre todo– frente a un miembro que explora su sexualidad fuera de esquemas que estén al alcance de su apertura burguesa. Sin condenas ni perdones, la madre, siendo una mujer fuerte, exitosa profesional, viviendo en una de las capitales del mundo, se estanca en un limbo en el que simplemente no sabe qué hacer, cuando casi por accidente descubre el trabajo de su hija. No se atreve a condenarla, como hubiera sucedido tres décadas atrás; en cambio, sigue un procedimiento de cajón –“ponerle límites, mandarla al psicólogo”–. Frente a la posibilidad de la apertura, de la dolorosa y exigente comunicación, opta por el miedo y la duda, para finalmente juzgarla sin rechazarla del todo.
Las reacciones de Isabelle tienen, por un lado, ciertos rasgos de perversidad, que no está claro si provienen desde dentro (como en algún momento dice creer su madre) o si es que no ha sabido ponerle un límite a su rebeldía y la amolda al contexto hostil. Por el otro, intenta normalizarse saliendo, socializando, teniendo una pareja, pero la intención parece sucumbir ante el axioma que dicta sonriente otro de sus compradores: “una vez puta, siempre puta”.
Aunque a Ozon no se preocupa por profundizar tanto como por mostrar, siembra lo suficiente para al menos causar cosquilleos en ciertos temas. El último encuentro pagado de Isabelle que vemos en pantalla es con la esposa de uno de sus clientes, protagonizada por la envejecida Charlotte Rampling. Su rostro aparece como un aviso del futuro: no siempre serás joven, no siempre serás así de bella, no siempre serás tan deseada. Pero en manos de Ozon, el mensaje se desvanece como un sueño fantasmal en la habitación de un hotel de lujo, donde lo que realmente importa es que te paguen por adelantado.