En 2011, durante la conferencia de prensa oficial de Melancholia en el Festival de Cine de Cannes, el cineasta danés, Lars von Trier, acostumbrado a las polémicas de todo tipo, pronunció una infeliz broma sobre Adolf Hitler, que provocó más controversia de lo habitual y llevó al Festival a declararlo ‘persona non grata’, interrumpiendo una fructífera relación entre los organizadores del certamen y el director. Siete años después, la prohibición fue cancelada, lo que permitió a von Trier regresar a Cannes, aunque fuera de competencia, con La casa de Jack (The House That Jack Built, 2018), un ambicioso proyecto nacido como una miniserie de televisión y luego convertido en un largometraje. En una era dominada por lo políticamente correcto, von Trier confecciona una ola de transgresión; la violencia que desfila a lo largo del filme puede ser definida, por algunos, como un catálogo de ostentosos pasajes misóginos; otros se escandalizarán en su reiteración del discurso sobre el nazismo en el que recupera la belleza funcional del Stuka (el avión de bombardeo alemán). Pero esto significa detenerse en la fachada de una película que lleva al extremo lo que puede definirse como el autoanálisis de un director brillante, insolente, abrumado y atormentado que camina en el borde de la sinceridad y el cinismo, poniendo en escena sus obsesiones y debilidades en una cuerda tendida sobre abismos infernales que nos permiten cada vez más, con cada filme, ver cómo von Trier construye un vórtice autodestructivo, uno que convierte su arte en algo a medio camino entre la autocelebración y la autoflagelación.
La casa de Jack retoma la estructura de la antigua tragedia para, dividida en cinco actos (más un epílogo), narrar cómo un hombre de mediana edad llamado Jack (Matt Dillon) acumula víctimas (incluidas las interpretadas por Uma Thurman, Riley Keough, Sofie Gråbøl y Siobhan Fallon Hogan) a lo largo de su vida, y se justifica comparando el asesinato y el sufrimiento con la creación artística y su posterior apreciación. El director no tiene ningún interés en desarrollar el procedimiento típico del género del asesino serial; no hay caza o investigaciones contra el victimario. Jack actúa sin ser acechado por algún detective, y cuando los policías se asoman a la historia, se revelan en su mayoría ineptos, incapaces de comprender el peligro del personaje. Jack no subyace en sus instintos violentos, sino que busca dominarlos y dirigirlos hacia la realización de la obra de arte perfecta (y macabra); en este sentido, Matt Dillon da lo mejor de sí mismo para interpretar esta figura aséptica, demasiado distante incluso para hacerlo odioso; un asesino despiadado y obsesivo, sumamente frío y calculador.
El filme no sólo es el recuento de los doce años de “trayectoria” del asesino en serie, sino también el diálogo constante -moral, intelectual, psicológico, teórico, filosófico y artístico- de este sociópata con un Virgilio contemporáneo (Bruno Ganz) que debe llevarlo directamente al Hades para descifrar las verdades de la existencia. Y esta relectura traumática de La divina comedia, que incluye claras referencias iconográficas a Dante Alighieri y su viaje (la bata roja con capucha que usa Jack en uno de sus crímenes sería suficiente para entenderlo, pero va más allá -también hay una referencia a la pintura La barca de Dante de Eugène Delacroix) se convierte en una larga y provocativa -a veces agotadora; en ocasiones, entretenida- puesta en escena del diálogo que Lars el villano, Lars el provocador, Lars el misógino, Lars el sádico, Lars el deprimido y Lars el artista sostiene con un hombre inteligente que quiere ayudar, pero que también desprecia, cuestiona y condena el actuar del asesino. El Virgilio de esta historia representa la conciencia, el control, la razón y la civilidad; no es casualidad que el personaje se llame Verge, que en inglés significa límite, borde, orilla. El contraste entre Jack y Verge sirve para que el primero se desvista, remueva las superestructuras para colocarse frente al espejo y ejerza su voluntad de poder como lo entendía Friedrich Nietzsche, “sin las ataduras morales que le impiden al hombre desarrollar todo su potencial” -para bien o para mal-. Y después de ello, Jack es el asesino que quiere ser inconscientemente capturado, detenido, atrapado como cuando era un niño huyendo, jugando a las escondidas, pero dejando un rastro sutil para sentir el extraño placer de ser encontrado.
Lúcido y perfeccionista cuando se trata de arte, el asesino es presa de sus neurosis y en una de las secuencias más entretenidas lo vemos obligado a regresar repetidamente a la escena de un crimen para verificar que no dejó manchas de sangre con el riesgo de ser atrapado en la escena. La casa del título, que descubrimos como la verdadera obsesión de Jack -un ingeniero que quería ser arquitecto-, se construye y se destruye continuamente. El creador nunca queda satisfecho con las distintas versiones en las que trabaja. De la misma manera, como asesino, ejecuta un crimen tras otro siempre con mayor ferocidad y creatividad en busca del asesinato perfecto, sin descanso. El enfoque del autor danés, sin embargo, es todo menos visceral. El director aborda la violencia con un enfoque racional, casi científico. No hay participación en el horror de las víctimas o testigos. Pero ese desapego, esa indiferencia, es la verdadera razón “del escándalo”. Jack hace que la muerte y la violencia observen sus efectos. No hay una implicación emocional con las víctimas, no hay sed de venganza o vínculos personales. El suyo es un juego intelectual puro con consecuencias nefastas. Esta posición hace que sea imposible para el espectador relacionarse con el personaje, el público no puede hacer nada más que mirar con aprensión sus acciones.
Como suele suceder en su trabajo, incluso en este caso extremo, puede leerse en la figura de Jack una especie de alter ego de von Trier. Es cierto, el danés pone lo peor de sí mismo en el personaje de Jack, pero también la sinceridad con la que persigue un diseño artístico perverso que se niega a seguir las reglas de la moral común. Lars es lo suficientemente inteligente como para no volver estériles sus provocaciones y confesiones, y para construir a su alrededor una obra cinematográfica cruda y elegante, imaginativa e imprudente, compacta y coherente, aunque a veces abusando del didactismo cuando se trata de abordar conceptos artísticos desde la teoría, capaz de desgarrar y deslumbrar con sus imágenes. La intención del director es establecer un juego intelectual con el público que esté dispuesto a escucharlo ya que la violencia es una cachetada para el espectador más superficial. La provocación apunta a otra cosa, a la construcción de un sofisticado sistema de metáforas que le permite al autor reflexionar sobre el significado del arte, la creación, la pureza y la libertad intelectual. La casa de Jack es una película dual y disociada, como su protagonista, como su autor, para quienes el arte se encuentra tanto en la sublime sensibilidad del pianista Glenn Gould como en las perturbadoras instalaciones del arquitecto Bjarke Ingels. Una dualidad que se refleja en la sonrisa astuta de Jack mientras su creador (Lars) sufre condenándose a sí mismo a aquellas profundidades de dolor en las que cae en la convicción ilusoria de poder encontrar la salvación y la redención. O simplemente un freno a sus instintos. El cineasta no se conforma con saberse un ingenioso sabio de la depravación, se excede a sí mismo; incluso llega a contemplar una teoría estética del asesinato y la tortura. En una sucesión de imágenes aparecen variadas referencias artísticas -desde los dibujos de William Blake, las pinturas de Paul Gauguin, las catedrales góticas, los escritos de Johann Wolfgang von Goethe- flanqueadas por aviones militares letales y los campos nazis de exterminio que desembocan en fragmentos de la filmografía del cineasta -desde Epidemic (1987) hasta Nymphomaniac (2013)- como el punto más álgido, provocador y honesto del filme.
De este modo, se revela que el discurso que plantea La casa de Jack es descaradamente personal para el cineasta, no por el tema del asesinato, sino porque sus películas son conocidas por atravesar circunstancias caóticas durante los procesos de concepción y realización, a veces llevando al agotamiento a los actores. Y el mismo von Trier ve el cine como una especie de terapia, declarando en entrevistas que puede escribir y filmar sólo en períodos en los que no está deprimido (incluso, por su propia declaración, Antichrist (2009) había representado para él una especie de sesión psicoanalítica).
“Después de varias historias de mujeres buenas, quería contar la de un hombre malo”, responde el cineasta sobre la génesis del guion y para contrarrestar las acusaciones de misoginia que constantemente han recibido sus obras. Director de mujeres por excelencia, von Trier devuelve al centro del discurso a un personaje masculino a más de diez años de distancia de The Boss of It All (2006) y, dejando a un lado los tonos de la comedia, a 27 años de Europa (1991). Esta no es una elección aleatoria, ni podemos minimizar su peso. Mientras la heroína de Breaking the Waves (1996) se dirigía hacia el paraíso, la vida de Jack implacablemente marcha en la dirección opuesta. Pero después de tantos intentos de explicar la crisis de los sistemas y valores humanos a través de lo femenino, y cómo su poder es debilitado, violado y quebrantado por la sociedad masculina, La casa de Jack construye su narrativa precisamente sobre ese asesinato, sobre esa violación, sobre ese debilitamiento: Jack es humano y metáfora al mismo tiempo, es cine narrativo y alta especulación filosófica en el mismo marco, es natural, como el niño que le corta las patas a un patito, y artificial, como la lava resplandeciente del Hades. Es la violencia habitual del cine de von Trier la verdad ontológica de la miseria humana, el sufrimiento y el deseo de posesión. La clásica misantropía de von Trier alcanza así su clímax lógico y contundente: tanto Jack como Lars son hombres que merecen el desprecio de sus respectivos creadores, pero no sin generar una obra ambiciosa, impactante e irresistible sobre el concepto del mal. Porque, si bien es cierto que hemos visto muchas películas sobre el asesino en serie, el proceso mental de un psicópata rara vez se ha abordado con tanta crudeza e ironía y con igual efectividad por un genio fuera de lo común que sabe cómo construir poesía solo en la destrucción.