Por Verónica Sánchez Marín (@Sofiasanmarin)
“Me habían separado de mi yo ilusorio, busqué desesperadamente un camino y un sentido para la vida”. La frase define por sí misma la finalidad del nuevo proyecto de Alejandro Jodorowsky: La danza de la realidad (2013), una autobiografía imaginaria narrada en forma de coming of age, protagonizada por un niño llamado Alejandro (alter ego del realizador); un relato que es, a la vez, el de su padre. De Alejandro muestra el paso de la niñez a la pubertad y de ahí a la adolescencia; y de su padre: un viaje hacia el interior, la confrontación consigo mismo y, finalmente, el reencuentro con la familia. Una obra donde se desnuda emocionalmente y muestra inquietudes que lo han perseguido durante su existencia. Es un retrato íntimo de quien cree firmemente en la psicomagia –terapia espiritual que incorpora teoría y prácticas del psicoanálisis, la ritualidad religiosa y las artes dramáticas– y en los resplandores con los que uno mismo construye (o reconstruye) un reino digno de la memoria. La catarsis de la filmación permite mudar al patriarca que aparece como el sino terrible –el padre de Alejandro– en una figura digna de recuerdo. Porque el padre representa una figura de autoridad; ese fenómeno que tendemos a denominar civilización, frecuentemente antagonista de la naturaleza, belleza y magia que solo puede ser, con su canto suave, una madre. Tras una serie de aventuras, finalmente, el padre deja de ejercer una dictadura hogareña y cede a los brazos de su mujer y su hijo.
Como artista, Jodorowsky cuenta con una trayectoria impactante en el séptimo arte que ha dejado honda huella en la panda de creadores que lo acompañaron en su aventura desde la década de 1960. Ha dirigido en total siete películas: Fando y Lis (1967, basada en la obra de Fernando Arrabal, con quien en París, y junto a Roland Topor, creó en 1962 el Movimiento Pánico); El topo (1970); La montaña sagrada (1973); Tusk (1980); Santa sangre (1989), El ladrón del arcoíris (1990) y La danza… En el camino quedó Dune, que estuvo a punto de dirigir con diseños de Moebius, y que al final realizó David Lynch en 1984. La influencia de su cine se extiende a la música moderna hasta intérpretes como John Lennon, Peter Gabriel o Marilyn Manson; los tres, amigos personales de Jodorowsky en etapas diferentes de su vida. El topo le dio un reconocimiento internacional, gracias al que Lennon, a través de su representante Allen Klein, le ofreció distribuir y financiar parte de su proyecto, La montaña sagrada. Jodorowsky dejó la dirección en 1990, a causa del desencanto con El ladrón del arcoíris (1990), una película que acabó mutilada por su productor. Una pausa fílmica de más de 20 años en la que se mantuvo ocupado escribiendo libros, cómics y montando obras de teatro. Pero La danza… parece responder a una necesidad íntima y vital, casi física, de volver a filmar.
En La danza… Jodorowsky se toma a sí mismo como objeto de su obra, compartiendo esa larga tradición de artistas como Oscar Wilde, Picasso, Frida Khalo, Christian Boltanski, Chris Burden o Marina Abramović. La finalidad, al parecer, es someterse psicológica y físicamente a la violencia y artificio que integran las técnicas invasivas del arte. La materia prima es su cuerpo y su psique.
El tema autobiográfico no es nuevo en su haber y cuenta con antecedentes literarios del propio cineasta: Donde mejor canta un pájaro (1994) y El maestro y las magas (2006). La historia es una adaptación de su biografía novelada La danza de la realidad (Psicomagia y psicochamanismo), publicada en 2001. Hijo de un padre comunista y con aspiraciones tiránicas –que lo somete a una rígida disciplina rayana en la tortura con la esperanza de hacer de él un hombre– y una madre que soñaba con ser cantante —algo que le cumple el director al garantizarle al personaje diálogos íntegramente interpretados en un ardid de ópera, la terapia conduce a una nueva vida a la luz del celuloide. Al joven Jodorowsky lo interpreta el ojiazul Jeremias Herskovits. La trama se desarrolla en el pueblo costero chileno en la década de los treinta, lleno de prostitutas, travestis, marineros ociosos y lisiados. La cinta parece convertirse en un testamento cinematográfico (como sugiere la escena final de la película) que anticipa la muerte de su autor, como si sintiera la cercanía de este episodio en tanto compromiso de dar y repartir cuanto le queda en su calidad de creador.
La primera parte es narrada desde la voz del anciano y la perspectiva del joven e impresionable Alejandro, en la que percibe la realidad como imágenes magnificadas del mundo, de Tocopilla –su pueblo natal– y sus habitantes. Durante sus años de crecimiento, se enfrentó a una educación rígida y violenta por parte de su progenitor, en el seno de una familia comerciante, con un fuerte sentimiento de desarraigo que los llevaba a vivir entre dos mundos: la ideología marxista tras bambalinas, y –vaya contradicción– el negocio de ropa interior como fachada política y fuente de sustento. La cinta profundiza en la figura de su padre Jaime, personificado por Brontis Jodorowsky (hijo del realizador). En ese universo, Sara, su madre, una mujer voluptuosa (Pamela Flores) que solo se comunica a través del canto, representa la ternura —la sensualidad— y el calor protector en el hogar. Mientras tanto, como un telón que pronto se torna escenificación, Chile soporta la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, cuyo retrato adorna casi todas las paredes de Tocopilla. Sin embargo, Jaime es un inmigrante judío de Ucrania, rencoroso de cualquier atisbo fascista, y tiene en su casa un retrato de Stalin para corroborar su afiliación ideológica. Curioso detalle que parecen notar todos menos el aludido: Jaime guarda un parecido físico con el político soviético, que se confunde con la admiración y devoción a su figura. Su (contradictoria) compasión por las clases más necesitadas lo yergue como un hombre ejemplar –aunque desprecia a los mutilados de guerra, al más puro estilo fascista– que prefiere ponerse en riesgo mortal a abandonar a las personas –a las víctimas de un una epidemia similar a la lepra, por ejemplo– cuando más lo necesitan. Justo en ese momento, la epifanía de Jaime divide en dos a la cinta para centrarse en su odisea personal.
Aquí valdría la pena acotar el episodio histórico por el que pasan. Es 1930 y Chile está pagando el precio de un golpe de estado encabezado por el conservadurismo liberal. Ibáñez, su orquestador, de formación militar y sin habilidades económicas, envuelve al país en una deuda que lo colapsa hasta el desamparo de los pobres y el desempleo del proletariado.
Por eso la segunda mitad de la historia recae en la figura de Jaime: su papel en la vida parece algo muy importante para él, pero no en tanto padre de familia. Así que comienza una campaña para acabar con el tirano, un largo viaje con peripecias y desventuras, en el que sufre una serie de tormentos físicos y espirituales –episodios que abarcan traiciones, planes minuciosos de asesinato, hasta encuentros de frente con la absoluta impotencia– y que, a manera de odisea, acaban revelándole más sobre su propia naturaleza esperpéntica y frágil.
La película reposa en efectos visuales que forman parte medular de la composición y la plástica de Jodorowsky –la imaginería con tintes surrealistas y extrema, la estética circense que acentúa la deformidad física y la repulsiva belleza de lo grotesco–. Aunque la mayoría de los hechos que sirven de excusa para filmar y los personajes son reales, la ficción que vemos en celuloide es un mundo poético donde el director reinventa a su linaje, a su padre, a quien le traza una ruta de redención y reconciliación consigo mismo, su madre y el mundo con el que tuvo que aprender a lidiar. La propuesta nos permite vislumbrar lo que Jodorowsky acumuló durante 23 años de silencio para plasmarlo en la pantalla grande: una terapéutica por medio del arte. En el retorno a su oficio fílmico recurre al recuerdo como si lo vivido no guardara distancia con el sueño. De ahí su firme decisión de mantenerse fiel al surrealismo, hijo proscrito de su época de juventud creativa. En sus inicios artísticos, en Francia, formó parte de un grupo de artistas dirigidos por André Bretón; estudió con Etienne Decroux y Gaston Bachelard; escribió pantomimas con Marcel Marceu. Después de su rompimiento con Bretón, junto a sus amigos Fernando Arrabal y Roland Topor, fundó en 1962 el Movimiento Pánico. Además fue altamente influenciado por Alfred Korzybski, por el Dadá y la filosofía de Ludwig Wittgenstein.
La estética de La danza… está impregnada de personajes heterogéneos: el propio Jodorowsky aparece a cuadro como narrador omnisciente, guardián del pequeño Alejandro; también hay enanos danzantes y teatreros, un gurú espiritual, mares que se ponen bravíos, un hombre transfigurado en león, orgasmos equinos de un tirano, políticos caricaturizados, payasos tenebrosos, concursos de perros auspiciados por el gobierno, atuendos abigarrados, hombres mutilados en frugales batallas, canciones entonadas a siniestra en momentos anticlimáticos, pobres exiliados en el desierto de Atacama, un paseo de mujer desnuda por un bar… una grotesca estampa de ciudad asfixiada por una cotidianeidad lacerante y rayana en lo aburrido, pero que a través de los ojos del infante se transforma en un desfile de imágenes y situaciones quiméricas. Jodorowsky inventa su propio Macondo, incrustado de recuerdos turbios, engalanados por colores vívidos, que se acentúan con la cálida fotografía de Jean-Marie Dreujou (La chica del puente, Patrice Leconte, 2000), y el diseño de arte y de vestuario a cargo de Pascale Montandon (esposa de Jodorowsky), fotogramas coloridos y luminosos, que le dan a la trama un curioso tono cómico en determinadas secuencias. Lo único excesivo de lo que podría prescindir la pieza, son los vaivenes solipsistas del director, quien tiende a la grandilocuencia. Una pomposidad que tiene mejores hallazgos en su apartado visual.
Los paisajes, la atmósfera y la historia nos traen reminiscencias –guardadas las proporciones– al Amarcord (1973) de Federico Fellini: igual que él hizo de la Italia de 1930 en pleno período fascista una historieta que deforma la realidad, Jodorowsky satiriza y a la vez envuelve a Tocopilla bajo un halo melancólico y fantástico –una evolución del estilo cinematográfico del cineasta–: cuanto pudo rescatar de la memoria fue increpado y abolido por este temperamento onírico. Ejemplos (sin spoiler, pues no restan emoción ni sorpresa): la escena de la playa cuando el Alejandro niño, en un arrebato de ira, lanza una piedra al mar y causa un tsunami que mata a cientos de peces; o la secuencia de madre e hijo bailando desnudos después de cubrirse el cuerpo con betún para confundirse con la oscuridad y así, perderle el miedo a ésta.
El estilo circense fellinesco –mezcla de elementos del burlesque y del freak show– que puebla la cinta, un ambiente carnavalesco y bullicioso, quedó enraizado en la memoria de Jodorowsky cuando, de niño, su padre lo llevaba de paseo al circo, lugar en el que su progenitor trabajó por años, y que tiempo después se convertiría en un elemento característico de la iconografía delirante y festiva del cineasta.
Y si el padre de Jodorowsky se reconcilia con la familia para salvarse –regresando al hogar después de aquella travesía que le sirve de expiación–, el cineasta, imposibilitado de recuperar lo que perdió en el camino, hace del arte un nuevo reino habitable con recuerdos perfectamente manipulados a punta de dolor. Porque la muerte viaja en el mismo barco que él y es imperante despedirse antes de que desaparezca el muelle de la niñez. ¿Qué otra cosa es, si no, el celuloide para un hombre cuya materia de creación es él mismo?