Reseña, crítica La grande bellezza - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
La gran belleza
La grande bellezza
 
Italia / Francia
2013
 
Director:
Paolo Sorrentino
 
Con:
Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli
 
Guión:
Umberto Contarello, Paolo Sorrentino
 
Fotografía:
Luca Bigazzi
 
Edición:
Cristiano Travaglioli
 
Música
Lele Marchitelli
 
Duración:
142 min.
 

 
La grande bellezza
Publicado el 11 - Mar - 2014
 
 

Roma es Historia (pieza fundamental para comprender Occidente) y es todas las historias individuales que, desde siempre, la componen. Como la de Jep Gambardella (Toni Servillo). Un auténtico cosmopolita romano (aunque no sea oriundo de la ciudad) que llegó para conquistarla. Y lo hizo. Al arribar, con el arrojo y la impudicia de la juventud, se proyectó ser el alma de la fiesta romana, y se convirtió él en la fiesta romana. Todos los caminos de la fiesta romana de la alta sociedad, llevaban a Jep. - ENFILME.COM
 
por Alfonso Flores-Durón y Martínez

Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)

Paolo Sorrentino es un esteta. No concibe la posible penetración de cuanto sea que quiera ser dicho en el cine si no es a través de la creación de imágenes poderosas, de las que se tatúan en la retina. Lo hace teniendo siempre la precaución de que la fuerza de la imagen no resida simplemente en su donaire, que su galanura no se convierta en protagonista del plano que filma; procura que su significación radique en la congruencia que guarde con la integridad de cuanto intenta decir. La secuencia con que presentó Sorrentino el panorama de violencia política reinante en la Italia de los noventa, al inicio de Il divo (2008, filme que aborda un convulsionado período en la vida del controversial Primer Ministro de Italia, Giulio Andreotti), epitoma el estilo que el realizador italiano ha logrado fraguar: una cámara volátil e impetuosa y encuadres inusitados, que repetidamente se acompasan al ritmo impuesto por una música cautivante (pop o clásica),  amoldándose a un montaje que dice mucho en poco tiempo, estableciendo de un plumazo todo un contexto. La belleza al servicio de la eficacia.

Si eso es en la forma, en el fondo Sorrentino ha dejado clara una línea temática que, situada en variados ámbitos, contada en diversas historias, también se ha vuelto distintiva de su filmografía. El hombre maduro que no termina de asimilar las artimañas que, piensa, le ha tendido el destino (auxiliado por él mismo) hasta dejarlo en la vulnerable y poco alentadora posición en que se encuentra (en el momento en que la película lo acompaña). Un outsider que no logra encajar ni en el mundo que confabula para sí mismo. 

La redondez narrativa y estilística de Il divo catapultó a Sorrentino a las grandes ligas de los directores europeos, peleándole a Moretti el trono italiano. El canto de las sirenas lo sacudió de tal forma que pensó un proyecto hablado en inglés, filmado en el extranjero, con una estrella internacional en el protagónico lo inmortalizaría. Pero This Must Be The Place (2011) resultó ser un filme que no terminó de cuajar, que no agradó a la crítica, y en buena medida fue ignorado por el público, el suyo y el internacional, pese a haber competido por la Palma de Oro en Cannes. Un tropiezo de los que arruinan…o de aquellos que provocan un estremecimiento a partir del que se pueden reajustar los objetivos. Pocas cosas como volver a casa, ahí lamer las heridas y, ahí mismo, encontrar el auténtico móvil de la propia pasión cinematográfica.

En casa, en Italia, Sorrentino vio con claridad que dos serían los rieles sobre los cuales montaría su nuevo proyecto: Roma y Fellini (considerando que no fueran uno mismo). Recuperar la Roma que para el cine capturó Fellini era uno de los propósitos; el otro, contar una historia que se adhiriera al espíritu de lo que el genio abordó entonces, adaptado a lo que su discípulo ve en el mundo de hoy. Mucho ha cambiado; mucho ha permanecido. Con La grande bellezza, Paolo Sorrentino se apropia de un espacio y del tiempo. 

Roma es Historia (pieza fundamental para comprender Occidente) y es todas las historias individuales que, desde siempre, la componen. Como la de Jep Gambardella (Toni Servillo). Un auténtico cosmopolita romano (aunque no sea oriundo de la ciudad) que llegó para conquistar a la conquistadora. Y lo hizo. Al arribar, con el arrojo y la impudicia de la juventud, se proyectó ser el alma de la fiesta romana, y se convirtió él en la fiesta romana. Todos los caminos de la fiesta romana de la alta sociedad, llevaban a Jep. Para lograrlo escribió -aún joven- una exitosa novela (El aparato humano) que, desgraciadamente, nunca tuvo sucesora. Ser el rey de la fiesta, ser “la fiesta” exige sacrificios. Y Jep no tuvo más remedio que inmolar su carrera de escritor. Su prometedora carrera literaria mutó a cómoda y bien remunerada trayectoria periodística (cronista social y cultural). La mañana quedó eliminada de sus días. Por la tarde, caminatas a lo largo de las imponentes calles de Roma, nunca tímidas para ostentar sus majestuosas biografías, y tal vez una charla amistosa o profesional, o ambas, siempre frotadas por la nostalgia, con alguno de sus pocos íntimos. Todo, en realidad, un pretexto para amortiguar la espera de la noche. Cuando ésta se vuelve plena, todo parece cobrar sentido (al menos mientras dura) para el elegante, distinguido, inteligente, ocurrente y seductor sesentón, cuya buena vida y tenaz energía nocturna han tallado cicatrices en su extenuada y vacía existencia.

Jep no es un hombre del todo vacuo, empero. Sencillamente se ha dejado envolver por la parafernalia de la noche romana. Por sus usos, y por sus costumbres. Por la exigencia de la frivolidad, del trato superficial, por las recompensas (no importa cuán efímeras) que otorga el placer. Dentro de Jep, sin embargo, hay una conciencia sólida, bien constituida, que ocasionalmente le plantea dilemas éticos, morales, existenciales, sobre los que cavila con seriedad. ¿Qué hay detrás de ese tipo de vida; sobre qué se sostiene; hay algo que permanezca al final? La glorificación del momento, Jep lo sabe bien. O, en todo caso, de la acumulación, para la memoria, de ese tipo de momentos. Aunque una cosa es formularte preguntas y una muy distinta querer profundizar sobre las raíces de sus respuestas. Mejor que siga la fiesta. Que si por ella se renunció a la posible gloria profesional, sería un despropósito quitarle tiempo y, mucho menos recursos anímicos, por andar intentando encontrarle un sentido a la vida, cuando ésta se escurre a cada instante. Se debe distraer a la muerte que acecha; más cuando los años empiezan a escasear.

En La dolce vita, filmada en 1959 (es decir, incluso antes de que las costumbres sociales estallaran en los sesenta, por lo que no es escandaloso pensar que mucho contribuyó la película para que ocurriera), el talento de Fellini presentaba una Roma insurrecta, a la vanguardia de la vanguardia y rebelde contra su ancianidad, que era franqueada por un periodista “del corazón” joven, cínico, mujeriego, enemigo del compromiso, con el talento para despojarse de sus valores si la ocasión lo ameritaba, o lo exigía. Muy parecido a Jep, sólo que más de 30 años menor. Marcello Rubini (Marcello Mastroiani) solía refugiarse en la noche romana (o en los resabios de ella), cuando los demonios se desatrampaban y apoderaban de una ciudad que a la luz del día era sagrada. En la obscuridad, en las sombras, o en los callejones (al menos en los que recorría Marcello) no había vestigio de santidad. Por desgracia, ni entonces fue posible que la felicidad irrumpiera plena (o siquiera tenue) en donde la risa fácil, las copas continuas, el sexo casual y las relaciones por conveniencia privan. El ojo de Fellini captó todo con agudeza y lo insertó en el mundo barroco, delirante y excesivo que comenzaba a labrar en su cine.

Más de cincuenta años después, las almas en pena (o, más bien, en júbilo, aunque ficticio) siguen poblando y sacando lustre al carnaval que se arma en las terrazas que dan al Coliseo (como la de Jep), o en cualquier otro recinto del reventón en los alrededores del Tíber. El desafío para Sorrentino era bravísimo y lo resolvió con denuedo, gran belleza y tremendo mérito artístico.

La grande bellezza arranca con un cañonazo, y con una ofrenda en el monumento a Garibaldi que invoca “Roma o morte”, el grito de guerra de Sorrentino para cabalgar, emulando al del famoso padre del Risorgimento. En las alturas de la colina de Gianicolo, en Trastevere, desde donde se domina una ciudad esplendorosa, un coro interpreta música sacra (que algo anticipa) y un turista japonés se desvanece, quizá abrumado por la fastuosa vista. Y tras lo que parece ser un prólogo, estalla un alarido. ¿Un accidente? El close up del rostro de una mujer en éxtasis da la bienvenida a la noche y, al mismo tiempo, al mundo felliniano. Baile, sensualidad, un mariachi, exceso, absurdo y también diálogos doblados. Ráfagas de cortes, rostros deformados, algunos muy bellos, música eurotrash, alguna líneas simpáticas y situaciones graciosas y luego… la presentación de Jep (quien celebra su cumpleaños sesenta y cinco), unas coreografías ridículas, como de boda, y de pronto el tiempo se detiene. Entonces, en off, el propio Jep interviene. “El coño”, dice, solían responder sus amigos, cuando pequeños, mientras que él contestaba “el olor de las casas de los viejos”, esto cuando se les preguntaba “¿Qué es lo que realmente te gusta más en la vida?”. Desde ahí tiende Jep una liana al pasado, y en ese vaivén se tejerán las tribulaciones de este hombre que, entre los recuerdos y las escasas oportunidades de sosiego en las que reflexiona sobre su vida, advierte que no le sobra sentido a la que él lleva.

El techo de su recámara, cuando está en reposo, se convierte en mar, el que le trae la memoria de un amor juvenil que le remueve sus aparentemente estabilizados sentimientos. Cuando un contemporáneo suyo se presenta ante él diciéndole que es esposo de Elisa de Santis (aquel amor que no prosperó), quien un día antes falleció y, le confiesa, siempre estuvo enamorado de él, su vida sufre una sacudida. Llora, incluso. Varios encuentros azarosos, a la distancia, con religiosas, también le disparan remembranzas de un período que parece atesorar. No puede dejar de contrastarlos (ni su relación con aquella mujer, ni con las monjas) con la vida fatua que lleva en el presente. La comodidad imponiéndose sobre el equilibrio. "Arriba la vida, abajo la reminiscencia”, comenta Jep que es la frase célebre de un poeta admirado que frecuenta su círculo de amistades. Seguro slogan para la mayoría de sus integrantes; cada vez más polémico para él.

Sorrentino, siguiendo la tradición de los grandes directores de cine, amalgama sueños, recuerdos, fantasía, el presente y, en su caso, disparates simbólicos, haciéndolo de forma fluida, llena de gracia y de significado; nos convierte, además, en partícipes del flujo mental de la embrollada cabeza de Jep. Demasiada información, mucho detalle, múltiples referencias e ideas desarrolladas, arrojadas por el realizador aparentemente al caos, a una vorágine de luces, texturas, fino humor, promesas, desencanto, pero en realidad estructuradas con enorme juicio y discernimiento. Luca Bigazzi, fotógrafo habitual de Sorrentino que ha sido pieza fundamental para labrar este estilo visual tan idiosincrásico (con cierta deuda a Scorsese en la forma de mover la cámara), aprehende de manera sublime la esencia de una ciudad que es un museo, y que hospeda lo divino y lo mundano, lo antiguo y lo nuevo, lo efímero y lo trascendente. Los extremos entre los que danza la brújula de Jep.

Roma es una ciudad que fue construida para la grandeza, pero es también una ciudad de ruinas. Y éstas fácilmente hacen eco en los sentimientos rotos, en las oportunidades perdidas, en los sueños diluidos, en los amores malogrados, en la decepción acumulada; en la auténtica desesperación bajo cuyo umbral viven Jep y sus secuaces, según reconoce. Por eso su hastío; la vida estéril e infecunda, por más divertida que parezca, termina hartando. La pereza y el olvido desvanecen los propósitos, así se agota la juventud, y de inmediato la vida, aclara Jep. Sólo queda treparse en el vértigo que impide la reflexión, la búsqueda, el autoconocimiento, pues hay que evitar el dolor. Terreno fértil para el hedonismo y el nihilismo; el círculo del vicio, pues, se cierra, para de inmediato volver a empezar.

Spoiler Alert

Jep bien podría ser la versión avejentada del Marcello de La dolce vita, quien tras el suicidio –previo asesinato de sus hijos– de quien se le presentaba como una autoridad de moralidad, decidió enfrentar su crisis existencial confiando en su propio instinto, perseverando en la elección de vida que había tomado. En una Roma en aquella época dominada por la presencia de Dios y la religión, Fellini mostró a la minoría pionera, a los iconoclastas, a quienes terminaron imponiendo su estilo de vida decadente en una sociedad cuyos valores entonces comenzaron a fracturarse. En el 2013, en una Roma laica, sometida ya en buena medida al estilo de vida desenfrenado, en la que la búsqueda de placer permanente es la encomienda, Sorrentino se enfoca en los herederos de aquéllos, que ahora han dejado de ser la minoría pero que tampoco, como sus predecesores, han encontrado la felicidad, ni la plenitud en esa vida inmoderada y frívola. Y, en un giro dramático, es en este tiempo en el que el protagonista, a quien le ha llegado una crisis como la de Marcello pero ya en su período tardío, encuentra en la presencia de una extraña monja (otra más, figura reiterativa en el filme), una mística, humilde, con grado de santidad –que contrasta con la personalidad del sacerdote, fastuoso y soberbio, que en su momento se negó a responder a Jep sobre la fe y la profundidad de la espiritualidad), calcada a la imagen de la Madre Teresa, la señal que parece revolucionará (a partir de su sabiduría vertida en exiguas pero lapidarias frases) lo más íntimo de su conciencia. “¿Sabe por qué sólo como raíces?”, le pregunta la religiosa a Jep, justo cuando el alba rompe el dominio de la noche, mientras una parvada se ha posado en la cornisa de su balcón. “No, ¿por qué?”, revira Jep. “Porque las raíces son importantes”, aclara la monja. Al buen entendedor…y Jep lo es. Tanto que, probablemente, la respuesta le sirva para encontrar “la gran belleza”, esa que trasciende, a cuya ausencia justifica la cancelación de su carrera literaria y a la que no necesariamente se accede sólo a través de los ojos. Sorrentino es un esteta, un humorista. Es un serio pensador.  

Ve aquí el detrás de cámaras de La grande bellezza.

 
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