Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
Para ser un auténtico autor de cine se le debe tener un profundo amor al arte de hacer películas. (En alguna entrevista, Sean Penn comentó haber conocido sobre la existencia de un estudio donde se afirmaba que ser director representaba el segundo trabajo más estresante del mundo, y el actor replicaba que “si alguien piensa que algún otro ocupa el primer lugar, quiere decir que nunca ha dirigido una película”). Pero también es cierto –no por ser aparentemente obvio pierde un ápice de verdad–, que los directores deben guardar un gran amor por el cine, por las películas que conforman la historia de este arte. Algunos, muchos, se embarcan en la carrera con el objetivo puesto en hacer dinero; otros más, buscando la fama; otros tantos, los privilegios que ambos otorgan. Pero no muchos aman el cine, aman hacer cine, aman hacer buen cine y, además, lo consiguen. Uno de ellos, incuestinablemente, es Martin Scorsese.
Más que hablar de la ya prolongada, exitosa y repetidamente repasada carrera de Scorsese, que empezó en 1967 con Who’s That Knocking at My Door, y que integra algunas piezas mayúsculas para la historia del medio (cada quién tendrá sus favoritas, yo resalto Taxi Driver, 1976; Raging Bull, 1980, y Goodfellas, 1990) en esta ocasión, merece más el espacio destacar las obras -que son amores- con las que Marty ha manifestado su intensa pasión por el cine, y el vasto conocimiento que de su historia y de sus peculiaridades tiene. La labor que ha ejecutado de preservación y restauración de películas es una prueba. Su misión como historiador del cine (incluyendo los dos documentales que ha realizado: A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies, 1995, y My Voyage to Italy, 1999) es otra. Y claro, siendo el tamaño de cineasta que es, no podía dejar de manifestarlo también poniendo en práctica lo que major sabe hacer: filmes de ficción. Con su más reciente filme, Scorsese redondea la expresión de su acto de amor.
La invención de Hugo Cabret (2011) es un homenaje, sí, pero orquestado por partida múltiple desde la mente de Martin Scorsese. Lo es al cine y a Georges Méliès (todos lo dicen, muchos lo saben), pero lo es también a París (visto a la distancia pero inspirando sueños, algunos de ellos que se hacen realidad), a la propia estación de trenes (la Gare Montparnasse, ubicada en el mítico barrio de la bohemia parisiense), al mismo Scorsese (en la vertiente de la cámara que se regodea en su incesante y estético vaivén), también al color azul (que refulge persistentemente en los ojos de Hugo), pero igualmente, y con enfático interés, al tiempo (al modo en que transcurre, a la forma en que es medido por la maquinaria del reloj y, por encima de todo, a la manera en que es preservado, de nuevo, a través del cine).
Y es un filme en el que cobra especial relevancia el verbo reparar, tanto en en su vertiente transitiva como en la intransitiva. En aquélla, pues se intenta reparar un autómata (máquina similar a un ser animado), los relojes de la estación del tren, reparar la reputación dañada de Méliès, las copias de sus películas estropeadas, la importancia de su contribución a la historia del cine, reparar, también, los diversos rasgos de las cicatrices que ocasiona el tiempo. En ésta, reparar en la importancia de los sueños y del propio cine para, más allá de simplemente recrearlos, entretener y divertir, recuperar el tiempo a través de las inagotables capacidades de su lenguaje, esculpirlo, esculpir el tiempo y en el tiempo, como con gran elocuencia definió Andrei Tarkovsky el verdadero arte de filmar.
Hugo (Asa Butterfield) vive -taciturno desde la muerte de su padre (Jude Law) en el incendio del museo donde laboraba- dentro de los hermosamente intrincados y enmarañados cuartos de la maquinaria de relojes de la Gare Montparnasse parisina, con su alcohólico tío Claude (Winston), el encargado de darles servicio. Su padre, involuntariamente, le heredó un autómata al que intentaba reparar, obra que dejó inconclusa. En la estación, Hugo suele robarse piezas de la tienda del señor Georges (Ben Kingsley) que cree le servirán para hacer funcionar a la máquina con aspiraciones humanas, hasta que Georges lo sorprende y amenaza con entregarlo al gendarme de la estación (Sasha Baron Cohen), despojándolo de la libreta en la que guarda sus afinados bosquejos. Con la ayuda de Isabelle (Chlöe Grace Moretz), hija adoptiva de Georges con la que entabla amistad, Hugo no sólo intentará recuperar sus anotaciones para concluir la tarea de su padre, sino que le regresará a Georges, de apellido Méliès, la vida que había perdido.
Martin Scorsese se distancia del estilo de filmes que cincelaron su nombre, las de los gangsters y las de la violencia porque, según los cínicos, ya envejecido, el director se ha suavizado. Me parece que recurrir a una historia aparentemente infantil para hablar de todos estos temas de trascendencia exige una osadía similar o mayor a la requerida para abordar los instintos más infames de la naturaleza humana; el ímpetu con que acomete este desafío no desmerece en lo absoluto al persistentemente impreso en su obra. Por el contrario, y volviendo a uno de los tópicos de Hugo ya mencionados, anima una brillante carrera que, empero, llevaba años sin producir una cinta sobresaliente de ficción; y lo hace en el período que, inexorablemente, será el del final de su trayectoria. Lo hace, además, atreviéndose por vez primera a emplear el 3D, un recurso tecnológico tan cuestionado por ser, en la mayoría de las ocasiones, tan torpemente utilizado.
“Cada toma representa el replanteamiento del cine, replantear la narrativa, cómo contar una historia con una foto […] Es literalmente un Cubo de Rubik cada vez que te impones diseñar una toma, descifrar cada desplazamiento de la cámara o encontrar el movimiento de grúa idóneo…” dice Scorsese sobre la utilización del 3D en la realización de La invención de Hugo Cabret. Se aventura por vez primera en los terrenos de esta tecnología que intenta evolucionar las capacidades del cine, y haciéndolo también reflexiona sobre esa dualidad que tiene el medio al requerir, por un lado, de los sueños, de la imaginación, de la creatividad pero que, por el otro, para lograr su concreción, precisa de la técnica, del dominio de la ejecución de las distintas herramientas y capacidades que hacen posible el que –como ocurre en la perfecta maquinaria de reloj que posibilita marcar la hora con que se mide el tiempo– se pueda llevar a cabo el proceso mágico de apropiarse del poder recrear la esencia del tiempo a través de imágenes en movimiento.
Como en cualquier máquina (en el autómata, en el reloj), cada pieza es fundamental en el engranaje del proceso cinematográfico; así es igualmente en el funcionamiento de una ciudad, e igualmente lo es en el de la vida misma con cada persona siendo insustituible en la conformación de la historia. En algún momento Hugo comenta que, para él, ver películas era sinónimo de soñar a la mitad del día, además de que le permitía no pensar en su madre muerta. Méliès, el inventor de los efectos especiales en el cine, originalmente un mago, fue uno de los primeros involucrados en reconocer la capacidad del medio para recuperar los sueños. El cine que ignora la vertiente del sueño –que ocupa casi un tercio de la mente del hombre día tras día– es un cine incompleto. Al mismo tiempo, también se hace mención en el filme, son las personas que pierden su propósito en la vida las que se encuentran averiadas, las que necesitan reparación. Eso es precisamente lo que le ocurrió a Méliès y de ahí la importancia de recuperar ese episodio real de la vida de una cineasta, un creador, que abandona su quehacer, su pasión, que es olvidado, al que se le cree muerto, y gracias a una jugarreta del destino es encontrado, resucitado y reanimado. Es aquí donde aparece la otra palabra clave en la cinta, otro verbo, encajar. Para Hugo, el huérfano, se trata de encajar en la sociedad, como lo hacen todas las piezas pertenecientes a una máquina; para Méliès, de encajar en la historia del cine a partir del rescate que se hizo de su obra y la trascendencia que su legado tiene para ésta; para Martin Scorsese, encajar en la recuperación de este valioso episodio reconstruido que contribuye a la revalorización del cine como el archivo más bello y fascinante de la memoria colectiva del mundo.