El año pasado, el director tailandés, Apichatpong Weerasethakul, ganó la Palma de Oro con La leyenda del tío Boonmee, su quinta película y su obra maestra. ‘Obra maestra’ es quizás una palabra desgastada por los críticos en busca de juicios definitivos. Pero no se dejen intimidar, esta ‘obra maestra’ es tan cálida y accesible como es posible. Una asombrosa consumación del trabajo del director, hasta la fecha.
Weerasethakul parece totalmente acoplado a su entorno, sus temas de la memoria y el mito son usados con soltura. Quedaron atrás las presunciones estructurales y elipsis de Tropical Malady (2004) y Syndromes And A Century (2006) que fueron sustituidas por un flujo narrativo absorbente y relajado.
Padeciendo una falla de riñón crónica, Boonmee (Thanapat Saisaymar) se retira a su finca cercana a la frontera con Laos para prepararse, asumimos, para la muerte. Su cuñada, Jen (Jenjira Pongpas), trae a un amigo de la familia, Tong (Sakda Kaewbuadee). Beben té, degustan miel y platican; después de la cena, como atraídos por las luces del porche, llegan otros seres: el fantasma de su difunta esposa y su hijo perdido, transformado en un mono fantasma con los ojos rojos neón. Huay ha llegado a atender a su marido enfermo y por un tiempo se hace cargo de los cuidados de enfermería, pero la noche siguiente, conduce a Boonmee, Jen y Tong a un viaje a través de la jungla por una red de cuevas-vientre, el lugar donde, Boonnmee declara, inició su existencia.
Se trata de llegar a un acuerdo con la muerte, pero no como la entenderíamos en Occidente. Weerasethakul cree en la transmigración de las almas; para él, la membrana que separa la vida y muerte, el presente, el pasado y el futuro, es porosa. El mundo espiritual no le inspira miedo a sus personajes porque este otro mundo no es rechazado. En particular, Boonmee está consciente de que alguna vez formó parte de él y de que volverá a ser parte de él. Su hijo cuenta cómo quedó fascinado por él, se enamoró de él y fue eventualmente absorbido por él.
La narrativa se mueve fácilmente entre experiencias sensoriales, reminicencias y flashbacks de vidas pasadas. Esto es lo que el cine puede hacer y aquí es donde el medio corresponde tan bien con la benigna metafísica budista de Weerasethakul: el tiempo es un continuum, el presente contiene el pasado y también el futuro. Hacia el final, el filme cambia inesperadamente la velocidad, con instantáneas de maniobras militares que acompañan el recuerdo de Boonmee en un sueño sobre el futuro que podría decirse que es una reverberación de preocupaciones sobre el régimen tailandés actual, y también una reflexión del pasado y de la culpa del personaje, o del mal karma, por haber matado comunistas mientras servía al mismo régimen. En lo que quizá sea el momento de conflicto de la película, Boonmee rechaza el estatuto de la defensa de su hermana como ‘cumplimiento del deber’. Un susurro político en un país en el que tal vez sea mejor no alzar la voz.
Weerasethakul ha descrito el cine como un medio de transporte. Sus películas llevan tanto al público como a sus personajes por viajes, generalmente por la selva, el bosque primaveral, donde se encuentran libres de presiones y restricciones. La leyenda del tío Boonmee es su obra maestra en este sentido: es su vehículo más logrado. En la secuencia atmosférica inicial, mientras la luz se desvanece y el sonido de las cigarras nos envuelve, el búfalo de agua se zafa de sus riendas; mientras los hombres de la tribu se unen alrededor del fuego, el búfalo se dirige hacia los árboles y aunque eventualmente es recuperado, nos deja muy dentro en el bosque, con un misterioso primate (un simio fantasma) mirándonos fijamente. Esto es rico, enigmático, estimulante y –sí- escapista, cine realmente escapista. Extasiante.