Las venas de América Latina no terminan de cerrar. Persisten los agravios añejos, la justicia no llega (no se le permite llegar), al menos no para todos, no para la mayoría. El cine ha recogido en múltiples ocasiones, desde distintos ángulos los conflictos, o las consecuencias de ellos, pero la forma en que en La llorona lo abordan Jayro Bustamante y su coguionista, Lisandro Sánchez, es ingeniosa, alejada de toda aridez, intención propagandista y sin recurrir a fórmulas derivativas. Lo que hacen es fusionar hábilmente distintos géneros y subgénero, posibilidades, apuestas, preocupaciones, posturas, y además preservando el sello de lo que ya puede detectarse como la obsesión de Bustamante: retratar a quienes se rebelan a cumplir el rol que la familia les exige desempeñar, tratando de no romper con ella. Sí, por supuesto que es trascendental el ángulo político del doloroso episodio del genocidio en los ochenta en la vida de Guatemala (apenas se modifica el nombre de Efraín Ríos Montt -el culpable en la realidad- por el de Enrique Monteverde, personaje protagónico del filme; físicamente son muy similares, los hechos son idénticos), pero Bustamante y Sánchez no se detienen solo en el hecho coyuntural, sino que lo utilizan además como disparador de otros tópicos que les interesa examinar. Entonces, aprovechan el contexto planteado para proyectar un análisis social a partir del microcosmos de una casa (el insensible y obtuso clasismo tan latinoamericano arropado en el privilegio y la impunidad) y, haciéndolo, imprimen el sello antes mencionado de los filmes de Jayro: la tentativa (cavilada gradualmente) de la hija por distanciarse de lo hecho por su padre si bien queriendo preservar los lazos familiares (pues hay una delgada línea entre la complicidad y el ser víctima también); mientras, simultáneamente, explorar de modo íntimo, si bien etéreo, una consciencia individual que carga responsabilidad colectiva y que se debate entre una tardía culpa y la autojustificación. Lo explico.
Parece que ha llegado el momento de la justicia. El expresidente de Guatemala, Enrique Monteverde (Julio Díaz), militar en retiro, es llevado a juicio con la acusación de genocidio. Durante su gobierno, entre 1982-1983, un pueblo maya entero, el de Ixil (en Quiché), fue exterminado cuando el ejército buscaba a un grupo guerrillero de filia comunista que buscaba la insurrección armada y él, como cabeza del Estado, es el responsable máximo del crimen humanitario. Enrique vive en una mansión en la capital del país, junto a su esposa Carmen (Margarita Kenéfic) y Valeriana (María Telón), la jefa del servicio doméstico. Como consecuencia de la tensión que se vive en la casa debido a la presión mediática y social a la que está sometido Enrique, también temporalmente lo acompañan su hija Natalia (Sabrina de la Hoz) y su pequeña nieta Sara (Ayla-Elea Hurtado). Pese a que en el juicio se le declara culpable del genocidio, gracias a tretas de la politiquería y los intereses creados, el Congreso guatemalteco lo considera nulo y Enrique es dejado en libertad. Pero el pasado, no obstante lo lejano que parece haber quedado (más de 30 años desde la matanza) regresa a torturarlo mediante vívidas pesadillas por las noches y a acosarlo con permanentes e intesas manifestaciones masivas afuera de su residencia, que se dejan sentir a través de gritos y ruido incesantes e, incluso, pedradas que penetran su intimidad; también mediante la espectral figura de Alma (María Mercedes Coroy), una chica que ha llegado recién a la casa a incorporarse en el trabajo del aseo pues todos los miembros del servicio (menos Valeriana) decidieron renunciar hostigados por el cada vez más errático comportamiento de Enrique y el trato déspota de Carmen. Desde que sus pequeños hijo e hija fueron asesinados en aquella masacre en Ixil, Alma ¿vive? en pena perpetua, literalmente. E, instalada en ese profundo dolor, limpiará la casa de Enrique desde sus cimientos.
A partir de la secuencia inicial, el director plantea tanto el tono como el ritmo y la puesta en escena. El enigma rondará como fantasma paseándose entre la realidad y el sueño (o el más allá), los espíritus acudirán a las invocaciones voluntarias o involuntarias (como en filme de Apichatpong Weerasethakul), la cámara se deslizará permanentemente con suavidad hacia los actores o alejándose de ellos como flotando (montada en dollys), y la paleta de colores tenderá a los evocativos azules a la menor provocación (en las secuencias ¿oníricas?). Bustamante, además, pone énfasis en la importancia del sonido, que nos permite experimentar desde el asedio al que están sometidos al interior de la casa, hasta la ofuscación que padecen por la noche aquellos a quienes, en esa casa, reciben visitas de su pasado y de su conciencia, cuando menos. Y también es cuidadoso en extremo del planteamiento visual del espacio ahí dentro y del modo en que en él se mueven los personajes.
Carmen, la madre, parece un Gandalf confundido, que escupe comentarios frívolos o de plano tontos, debatiéndose entre la lealtad a su esposo o la emancipación tras la acumulación de humillaciones sufridas. Su voz parece desafinar dentro del coro actoral, pero su figura, su garbo, la severidad de su rostro, imponen. También ella parece un alma en pena. Con lo cual, en realidad, en esa casa parecen ser tres las ánimas que comparten ese estado, mientras que en el otro bando otras tres (Valeriana, Natalia y Letona, el guardia personal de Enrique), son quienes jalan el relato para mantenerlo en el terreno de lo real; Sara, la niña, queda atrapada entre esos dos mundos que se escarcean, que conviven como dentro de un tiempo que por momentos se congela y en otros se expande hacia el tiempo que ya fue.
En algunos de los países de América Latina los crímenes humanitarios de los últimos 50 años fueron cometidos por gobiernos de izquierda, mientras que en otras naciones fueron los regímenes orientados a la derecha los culpables. Existe claridad geográfica en la política sobre quiénes se excedieron en sus atribuciones y a quiénes se les deben cobrar las cuentas. En México, en cambio, se ha venido a complicar el recuento de la historia pues quienes supuestamente hoy desde el gobierno deberían reivindicar las luchas y los agravios del pasado (principalmente a fines de los sesenta y principios de los setenta, pero incluso todavía durante los ochenta, cuando un gobierno asumido como heredero de la Revolución perseguía, amedrentaba e incluso mataba a opositores tanto de derecha como de izquierda), en aquel largo “entonces” fueron, precisamente, parte del gobierno represor (de izquierdas y de derechas). Después, enarbolando banderas de la izquierda que en buena medida le son ajenas, engatusaron a buena parte de los simpatizantes de la izquierda que hoy los apoyan y defienden; un chiste cruel de severas consecuencias. En Guatemala, gracias a filmes como La llorona de Jayro Bustamante, no solo se puede reflexionar colectivamente sobre la trascendencia de revisar las cuentas pendientes del pasado como posibilidad única para una eventual reconciliación sino que, al hacerlo con la autoridad, la creatividad, el carácter esperanzador y la galanura artística de este filme, se coloca al cine como el depositario de la memoria colectiva de una nación que renuncia a olvidar. Porque es cada vez más evidente que el olvido encuentra, siempre, inexorablemente, sus caminos para hacerse recordar y, sí, también, revivir.
@SirPon20